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13.3. Arte del siglo XIX. Pintura

Mariano Fortuny, la pasión oriental de un catalán universal

Tras una década oculta en los almacenes del Prado por las obras del Casón del Buen Retiro, la pintura del XIX reivindicaba su espacio propio en el museo. Primero, con una exposición de sus obras maestras en las salas de la ampliación de Moneo; después,…

Paul Durand-Ruel, el marchante que inventó el impresionismo

Basta darse una vuelta por alguna de las muchas ferias de arte del planeta para entender que hoy son muchos los galeristas poderosos, los coleccionistas de peso, los marchantes influyentes. Pero a finales del siglo XIX todo era muy diferente. Dominado por el mundo académico y por sus pequeñas mafias, instaladas en centros como la Royal Academy de Londres o de París, el mercado del arte tal y como hoy lo conocemos no existía y era casi imposible ser un artista que se saliera de la norma y ser reconocido sin la aprobación de ‘la academia’. Hoy hablamos de los impresionistas con fervor y se pagan millones por sus cuadros pero ¿qué hubiera sido de Monet, Pissarro, Degas, Renoir, Manet de no haber existido Paul Durand-Ruel
Uno de los cuadros de Monet incluido en la exposición
Uno de los cuadros de Monet incluido en la exposición
La exposición Inventando el Impresionismo que acaba de inaugurarse en la National Gallery de Londres y podrá verse hasta el 31 de mayo, tiene su origen en esa pregunta. Las 85 espléndidas obras que aquí se muestran pasaron en algún momento por las manos de este marchante francés que durante casi dos décadas fue el único que supo ver la genialidad que encerraban los cuadros de los impresionistas. Durand-Ruel fue un galerista avezado que arriesgó su propia fortuna para apoyar a un grupo de artistas que antes de conocerle rozaron la pobreza extrema y hasta trataron de suicidarse, como en el caso de Claude Monet, que se tiró al Sena en 1868 arruinado y desesperado ante el desprecio que el mundo del arte de entonces sentía por sus trabajos. Dos años después, en cambio, su suerte dio un giro radical tras un encuentro casi fortuito con Durand-Ruel en Londres, donde ambos se exiliaron durante la guerra franco-prusiana y donde el artista pintó el ya clásico El Támesis frente a Westminster una de las obras que ilustran la exposición. Una tarde Monet se acercó a la galería temporal que el marchante había abierto en el centro de la ciudad acompañado por el paisajista Charles Francois Daubigny, de quién también era marchante y quien le presentó diciendo: “Este artista nos superará a todos”.
Durand-Ruel se había criado entre pinturas desde niño ya que su padre montó una galería tras tener una tienda de materiales artísticos en los que a menudo sus clientes le pagaban con cuadros. Sus ojos por tanto tenían la sabiduría de quien ha visto mucho y no sólo se limita a mirar sino que sabe ver más allá de la superficie. Le compró a Monet en el acto un cuadro y le pidió que le mostrara más. Días después su amigo Pissarro también le vendía una obra en Londres, dando inicio así a una relación que se extendería durante décadas, hasta la muerte del marchante en 1922, que transformaría la vida de aquellos artistas e inauguraría la historia del arte moderno. “Paul Durand-Ruel era un hombre que en su vida privada era muy conservador en el mejor sentido de la palabra, un hombre de familia, dedicado a ella por entero pero que tenía cualidades innatas, yo diría que casi instintivas para promover a los artistas a los que amaba. Y creo que en la base de su trabajo está precisamente ese amor por el arte en el que creía. Su descubrimiento de Monet y Pisarro en Londres en 1870 fue como el de San Pablo en el camino de Damasco, una conversión instantánea” cuenta a El Confidencial el comisario Christopher Riopelle. Por aquel entonces Monet, Pissarro, Renoir, Sisley o Manet compartían además de amistad el haber sido repudiados de los salones oficiales de París, donde sus trabajos, cargados de luz pero de perfiles difusos e imperfectos, llegaron a provocar carcajadas entre los entendidos de la época, que les calificaron de degenerados.
Tras su epifanía londinense, en cambio, Durand-Ruel se convirtió en el benefactor de todo este grupo al que comenzó a dedicarse en cuerpo y alma al regresar a París en 1871, año en que también perdió a su mujer. Nunca volvió a contraer matrimonio pero en cierto modo, se casó con los impresionistas y les cuidó como cuidó a sus seis hijos. No sólo les pagaba el alquiler, el sastre, el médico o los materiales, adquiría sus obras utilizando préstamos que le permitían hinchar sus precios, convirtiéndose de facto en el primer gran especulador de la historia del arte. Además compraba muchas a la vez, -en su primer encuentro con Manet, considerado oficialmente ‘invendible’, le compró 23 lienzos de golpe- algo que entonces aún tampoco se hacía y que con el tiempo le convertiría en un hombre muy rico aunque en los primeros años de mecenazgo casi le lleva a la ruina tres veces.

La exposición, que se desarrolla en orden cronológico, tiene su prólogo en la primera sala: una pequeña reconstrucción del salón de su casa parisina, donde se colgaron y ahora se muestran algunos de los lienzos de Renoir más célebres como Mujer con gato (1880) o dos lienzos de la serie Baile, Baile en el campo y Baile en la ciudad ambos fechados en 1883. También están las puertas de un armario que Monet decoró con motivos florales, más una gran foto que permite ver ese mismo armario, y los cuadros en el salón original. Además se exponen los retratos que Renoir le hizo tanto a Durand- Roel como a sus hijos. El galerista tenía ya ochenta años cuando posó para el que llegó a ser uno de sus amigos íntimos, que nos invita a conocerle como un hombre de rostro genuinamente amable pero de ojos tristes, recostado en un sillón ensimismado en sus pensamientos.
El mercado del arte entonces era muy diferente al actual, en el que cuando un marchante poderoso escoge a un artista, lo convierte en oro de inmediato, como ocurrió por ejemplo con Damian Hirst y Charles Saatchi, o con James Koons y Larry Gagosian. A finales del siglo XIX que un respetado galerista como Durand-Ruel comenzara a adquirir obra de los impresionistas, rechazados en masa por todo el ‘establishment’ artístico, fue un escándalo. Y mucho más que decidiera organizarles exposiciones individuales –otra de las novedades que introdujo en el mercado-, o que contratara a escritores como Zolá o Mallarmé para que escribieran sobre ellos –primera incursión en el marketing de un marchante de arte-, o incluso que abriera su casa al público para mostrar su colección privada, por no hablar de la acumulación de obra: llegó a tener 1500 renoirs, 1000 monets, 400 Degas y unos 800 pissarros, entre los más de 12000 cuadros que adquirió a lo largo de su vida.
Las nuevas herramientas que utilizó para dar a conocer a sus artistas son en realidad la base de nuestra forma actual de consumir y entender el arte. Pero aquello no ocurrió de la noche a la mañana: la de Durand-Ruel fue una carrera de fondo. “Atacados por los defensores del academicismo y las viejas doctrinas, por los críticos más reputados, por la prensa y por la mayoría de mis colegas, mis artistas se convirtieron en el material humorístico de los salones y del público y yo, culpable de haberme atrevido a mostrar sus trabajos y apoyarles, comencé a ser tratado como un loco. Poco a poco la confianza que había conseguido crear se esfumó y mis mejores clientes comenzaron a cuestionarme” escribió Durand-Ruel en sus memorias. Los malos tiempos a los que se refiere coinciden con el primer y el segundo salón del impresionismo en 1874 y 1876, fechas que a su vez coincidieron con una fuerte crisis económica en Francia, que volvió a repetirse en 1884. Para mantenerse a flote se vio obligado a vender toda su colección previa a los impresionistas –Corot, Delacroix, Courbet, cuadros que también se exhiben en esta muestra- y ni siquiera pudo hacerlo personalmente si no a través de un broker porque nadie quería tener ya relación con él, asociado de por vida a los impresionistas. Los bancos no le querían prestar dinero avalado por los cuadros de Monet o Renoir, sólo le adelantaban el valor del precio de los marcos así que su situación llegó a ser tan desesperada que incluso sus queridos pintores le ofrecieron devolverle la ayuda. En 1884 Renoir le escribió en una carta: “Si me necesitas considérame a tu entera disposición, ocurra lo que ocurra. Siempre te seré leal. Si necesitas sacrificar cuadros, no te arrepientas, pintaré otros aún mejores para ti”. Pese a las dificultades, no se rindió. “Mi gran crimen, el que ensombrece todos los demás es haber comprado y alabado el trabajo de algunos de los pintores más originales y diestros, de entre los cuales algunos son genios, y mi intención es conseguir que los amantes del arte los acepten” escribía en 1885. Para entonces ya había organizado, entre otras, dos exposiciones individuales de Monet, cuyos lienzos están por toda la muestra pero a quien aquí también se le dedica una sala entera donde pueden verse reunidos por primera vez cinco extraordinarios cuadros procedentes de varias colecciones de la serie que le dedico a los álamos en 1891. Para entonces tanto él como sus compañeros de generación se habían hecho famosos tras décadas de penurias.
El reconocimiento les llegó del otro lado del Atlántico en 1886 a través de una invitación de la American Art Association que invitaba a Durand-Ruel a exponer allí a los impresionistas. La exposición tuvo que prorrogarse, le llovieron críticas sublimes y vendió casi la totalidad de las 300 obras que expuso. Fue la entrada en la historia de aquellos pintores por los que este amante del arte y excelente hombre de negocios tanto había luchado. “Los americanos no se ríen, compran. No creáis que son unos salvajes. Al contrario, son menos ignorantes y de mente más abierta que los coleccionistas franceses” le dijo a sus artistas, incrédulos ante su propio éxito. Poco después abría una galería en Nueva York, que se convertiría en el epicentro de sus negocios. París tomó nota y en 1894 Durand-Ruel ya había podido pagar todas sus deudas mientras sus artistas se cotizaban cada vez más alto también entre franceses. En 1905 organizaba en Londres la que sigue siendo la mayor exposición de arte impresionista de la historia: 315 obras en las lujosas galerías Graffton entre las que había 196 cuadros de su propia colección. Aquella muestra fue también un ejemplo de comisariado moderno, ya que Durand-Ruel trazó una línea cronológica por la historia del movimiento que hasta entonces no se había practicado. La exposición de la National Gallery cierra precisamente con una selección de los cuadros que se mostraron allí, obras como Dos hermanas (1881), de Renoir, que el marchante le compró a su autor por 1500 francos en 1881 y que en 1925 se vendió a un coleccionista de Chicago por 100.000 dólares.  
Bárbara Celis: El marchante que inventó el impresionismo, El Confidencial, 6 de marzo de 2015
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El retrato incesante

Retrato de Hortense Fiquet (Madame Cézanne), en 1888. / THE METROPOLITAN MUSEUM OF ART
Retrato de Hortense Fiquet (Madame Cézanne), en 1888. /
THE METROPOLITAN MUSEUM OF ART
La señora Cézanne se ponía un vestido, se sujetaba el pelo en un moño, se sentaba en una silla o en un sillón con las manos juntas sobre el regazo y se quedaba inmóvil durante horas, nunca sabía con antelación cuántas, inmóvil y callada, porque a su marido no le gustaba que lo distrajeran, mirando al vacío, o mirándolo a él de soslayo, casi siempre cuando él no tenía los ojos alzados hacia ella, los ojos fijos y a la vez tan ausentes, entre la observación casi clínica y el puro ensimismamiento. Una vez él le había ordenado a una modelo: “¡Sé una manzana!”. A su mujer no tenía que darle esas instrucciones, porque llevaba viviendo con él y posandopara él desde que ella tenía 19 años, una de esas muchachas de clase obrera a las que los pintores usaban como modelos y a las que hacían sus amantes. Ella posaba en una escuela de pintura y ganaba algo más de dinero trabajando como encuadernadora. En muchos de los retratos que le hizo él tiene las manos juntas, en el regazo del vestido, unas manos fuertes que se ven más detalladas en los dibujos.
En alguno de los retratos al óleo está cosiendo, sin duda porque él le había indicado que lo hiciera. Sería un alivio ocuparse con algo, distraer la mirada y las manos, aunque lo más probable es que él no le permitiera coser de verdad, ya que cualquier movimiento o cualquier ruido alterarían su concentración. Él elegía el vestido que debía ponerse y la silla recta o el sillón más confortable en el que debía sentarse, y también el fondo, casi nunca el mismo de un retrato a otro, una cortina, una pared con un dibujo de papel pintado barato, una tapia de jardín. Unas veces ella tenía que mantener la cabeza erguida y mirando al frente. Otras le pedía que la ladeara, lo hacía él mismo, sujetando con sus dedos la fuerte barbilla hasta que alcanzara la postura exacta. Y quizás también había veces en que esperaba a que ella fuera cambiando de posición de manera inconsciente, ofreciera un escorzo inesperado al volverse hacia un ruido, se quedara absorta por completo en algo, con esa expresión tan seria, con esos rasgos tan sólidos que él conocía de memoria, y que se ajustaban tan útilmente a su deseo de simplificar las formas y hallar la osamenta de lo duradero bajo las percepciones fugaces, las que habían seducido a los impresionistas hasta un cierto grado de superficialidad, para él irritante, una fascinación frívola por lo azaroso y lo instantáneo.
A otros los estimulaba lo extraordinario o lo desconocido. Él buscaba ahondar una y otra vez en lo más cercano, lo familiar, unas manzanas sobre un lienzo blanco o en un frutero, en la mesa de la cocina, un camino que recorría a diario, la misma montaña vista todos los días desde la ventana de su casa en el campo. Y casi más que nada, que nadie, esa presencia tan asidua en su vida, Madame Cézanne, que en realidad sólo adquirió legalmente ese título cuando llevaban ya muchos años juntos y tenían un hijo de 16. Cuando la pintó por primera vez mostraba una cara desconcertada y redonda, todavía algo infantil. La pintó en un boceto al óleo, con el pelo suelto y los hombros desnudos, y aunque no se ve nada más se nota la incomodidad de la pose, el pudor de encontrarse desnuda, no en la tarima de un aula sino en el cuarto de un hombre, mayor que ella, de una clase muy por encima de la suya, que la ha hecho o va a hacerla su amante, y que cuando la deje embarazada no se casará con ella, y menos aún la presentará a sus padres, burgueses adinerados y católicos que ven a su hijo más o menos como un inútil encaprichado con la pintura, al que le pasan una ayuda mezquina para que no se muera de hambre.
Cézanne retrató a su mujer 29 veces a lo largo de unos treinta años. Pero son innumerables los dibujos a lápiz que hizo de ella, en cuadernos de apuntes, en grandes hojas de cuaderno, en los reversos de otros dibujos. En los retratos al óleo Madame Cézanne es una figura maciza, con algo de estatua, retraída en sí misma, a veces tan impenetrable en su solidez como un árbol o una montaña. La evidencia de lo idéntico vuelve más rico el despliegue de las variaciones, un contraste de obstinación y novedad, de monotonía y rareza, al que yo sólo le encuentro comparación en los bodegones de Morandi y en las series de variaciones musicales de Beethoven. Igual que Beethoven explora todas las posibilidades que caben en un vals muy simple, Cézanne observa a una sola mujer a lo largo de treinta años y cada vez que le pide que se quede inmóvil y se pone a retratarla encuentra la perduración de lo mismo y las facetas inagotables de lo que parece que no cambia, las modificaciones continuas de cualquier presencia observada con algo de atención. Cambia un gesto, se ensancha o se endurece una cara, cambia la moda, todo es distinto si esa mujer de vestuario tan severo se pone de pronto un vestido rojo, si se hace otro peinado, si le da el sol en un jardín, si la cal de los muros y la policromía de las flores llenan el aire de reflejos. Algunas veces la mujer es retratada en presente: su aspecto se corresponde con la edad que tenía cuando se pintó el retrato. Pero otras veces, en un retrato fechado años después, resulta ser mucho más joven, como si Cézanne, aunque la tiene delante, estuviera pintando un recuerdo.
Las reproducciones tergiversan la pintura de Cézanne: la hacen parecer más grave, más laboriosa, más espesa de materia. Vistos en la realidad los cuadros revelan una ligereza inusitada, como de acuarela, como de bocetos al pastel. Una mañana helada de invierno, en el Metropolitan, uno tras otro, los retratos de Madame Cézanne lo llevan a uno a través de toda una vida, las dos vidas, de todo un proceso de aprendizaje y descubrimiento, la mujer de la que quedan muy pocos testimonios aparte de los retratos y los dibujos y dos o tres fotografías y el hombre que nunca se cansó de pintarla, aunque en los cuadros deja muy pronto de haber rastros de sensualidad. Hay lejanía, muchas veces, hay indicios de una confianza algo fatigada, la inercia de los que se conocen demasiado, el asedio lento de la mirada y la inteligencia que encuentra siempre nuevos matices, posibilidades nuevas de organización de una experiencia visual depurada al extremo. Una vez más había que pintar el mismo cuello bordado del mismo vestido, las mismas bandas de pelo sobre las sienes muy anchas, la raya en medio, los brazos caídos, el gesto de las manos sobre la falda. Nuevos volúmenes y contrastes de color lo cambiaban todo. Entre una pincelada y otra podía pasar un rato largo. Y allí parece que siguen, él y ella, Paul Cézanne y Madame Cézanne, los dos inmóviles, cada uno a un lado del lienzo, tan aislados entre sí como si los separara un cristal o un muro invisible de tiempo.

Antonio Muñoz Molina: El retrato incesante, EL PAÍS-Babelia, 21 de febrero de 2015
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Idealismo y melancolía desde el Museo d’Orsay

'El manantial' (1856), de Ingres
El manantial‘ (1856), de Ingres
La gran protagonista de la segunda mitad del siglo XIX fue, sin duda, la ciudad moderna, cuyo mejor arquetipo era París. Con sus contrastes sociales y su vibrante vida cosmopolita, la capital francesa suscitó pasiones encontradas. Algunos creadores, como el escritor Charles Baudelaire o los pintores impresionistas, se entregaron con entusiasmo a sus novedades, que habían alterado radicalmente el paisaje humano de la época. Otros, sin embargo, mostraban recelo ante lo que percibían como deshumanización y caos.
Si hay un lugar donde estos dos mundos confluyan, se trata sin duda del parisino Musée d’Orsay, famoso por sus amplias colecciones de pintura impresionista y posimpresionista, pero también -en menor medida- por las galerías de sus plantas inferiores, que custodian un tesoro mucho menos conocido. Ahora, la Fundación Mapfre acoge más de 80 obras de esas colecciones  tradicionalmente clasificadas como académicas desde el 14 de febrero hasta el 17 de mayo. Este calificativo define su ámbito de acción -muchas de ellas fueron presentadas al público en el Salón y en la Academia de Bellas Artes-, pero también ha sido atribuido a su sentido estético, deudor de la tradición clásica. Y, sin embargo, vista desde nuestra óptica, la producción de artistas como William Bouguereau tiene algo de inequívocamente transgresor y revolucionario. Es radical su aproximación a la belleza ideal, clásica, en los desnudos masculinos que se retuercen en Dante y Virgilio (1850) o en las formas femeninas que resplandecen en Las oréades (1902). En su búsqueda de una belleza pura y extraordinaria, su negación de la realidad adquiere tintes espirituales, al igual que sucede en la fantasmagórica recreación deJesús en la tumba (1879) de Jean-Jacques Henner.
Por suerte, en nuestros días los críticos han encontrado maneras nuevas de aproximarse a cuadros que durante años dormitaron en el olvido. Han subrayado, por ejemplo, las ansias de evasión de un mundo considerado como trivial y vacío. Dicha evasión podía producirse mediante la evocación de tiempos pasados, pero también de tierras remotas. En ese sentido, la exposición incluye obras maestras del Orientalismo como Peregrinos yendo a la Meca (1861), de Léon Belly. Esta recreación de una caravana en medio del desierto no podría haber sido pintada en ninguna otra época: el contraste lumínico, los claroscuros y la perspectiva denotan una mirada ya definida por la fotografía. A su vez, la melancolía de El Sáhara (1867) de Gustave Guillaumet o la magnificencia de Tamar (1875), de Alexandre Cabanel, reflejan el deseo de escapismo de una generación desencantada.
'Las bañistas' (1918-1919), de Auguste Renoir
Las bañistas‘ (1918-1919), de Auguste Renoir
La exposición sigue un orden temático y da cabida a piezas tan enigmáticas como La esperanza (1871-1872), de Pierre Puvis de Chavannes, o Jasón (1865) de Gustave Moreau, una pintura que sintetiza como pocas la confluencia de esoterismo, mitología y modernidad en el París finisecular. Asimismo encontramos títulos emblemáticos que apenas requieren presentación. Nacimiento de Venus (1863) de Cabanel o El manantial (1820-1856) de Ingres pertenecen a esa categoría. También hay una curiosa obra tardía de Auguste Renoir (Las bañistas, 1918-1919) y un pequeño conjunto de retratos de alta sociedad donde destaca el que Jacques Émile Blanche dedicó a Proust en 1892. Es una inclusión oportuna, ya que recuerda que el paso del tiempo (y la imposibilidad de regresar al pasado) es un tema capital de la Modernidad. Esta exposición es la mejor prueba de ello.
Carlos Primo: Idealismo y melancolía desde el Museo d’Orsay, Metrópoli-El Mundo, 18 de febrero de 2015
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El paraíso de la línea

Detalle de la magnífica obra de Claude Mellan realizada en 1649 con una sola línea. / COLECCIÓN FURIÓ
Detalle de la magnífica obra de Claude Mellan realizada
 en 1649 con una sola línea. / COLECCIÓN FURIÓ

Del pintor y grabador francés del siglo XVII Claude Mellan se han perdido la mayoría de sus obras. Por suerte, se conserva una que habla de su maestría y dominio del buril sobre el metal: la imagen del rostro de Cristo que creó en 1649 con una sola línea en espiral que, empezando en la punta de la nariz, se desarrolla hasta alcanzar un conjunto de 159 líneas que nunca se cruzan. El mérito de Mellan está en controlar el grosor que debe tener la línea, y por lo tanto la cantidad de tinta que debe entrar en el cobre para dar forma a la nariz, los ojos, la boca o la barba. Admirada por su virtuosismo esta estampa fue un reto para los que querían demostrar su destreza en el arte del grabado. Una de estas imágenes únicas puede verse, junto a otras 39 creadas por artistas de la talla de Durero, Rembrandt, Piranesi, Tiépolo o Goya, en la exposición El arte del grabado antiguoinstalada hasta el día 20 en el vestíbulo principal y en la biblioteca del edificio histórico de la Universitat de Barcelona.

Las obras forman parte de la colección del profesor de Historia del Arte de esta universidad Vicenç Furió, experto en grabado y comisario, además de autor de un nuevo y excelente libro en el que se incluyen un total de 130 de estas pequeñas joyas del arte, auténticos paraísos de la línea. Todas son parte de la colección de grabados reunidas y adquiridas en casas de subastas y comercios especializados por Furió a lo largo de más de dos décadas.

Para Furió el grabado, considerado ahora como un arte menor es fundamental para explicar la historia del arte. “Hasta que la fotografía nació era la forma de arte que tenía más difusión”. Muchas de las estampas nacían para reproducir pinturas, para dar a conocerlas a un mayor número de público, aunque traducidas al blanco y negro, como los realizados por los hermanos Giandomenico y Lorenzo Tiépolo de las pinturas de su padre Giovanni, el último pintor barroco. También se utilizaron para ilustrar libros científicos ayudando a extender el conocimiento.

Pero otras se crearon exproceso. Entre ellas, algunas de las que se pueden ver en la exposición de autores tan conocidos como Rembrandt, del que se puede ver uno de sus autorretratos, de 1638; Durero, con obras como El paseo y GoEl cocinero y su esposa, pintados entre 1496 y 1498 o Modo de volar,de Francisco de Goya, creado para la serie Los disparates entre 1815 y 1919. “A Goya se le considera el último autor de grabados antiguos”, comenta el experto junto a su imagen. También otros autores menos conocidos como Hendrick Goltzius, creador de La Anunciación (1594), o Aegiduis Sadeler, que realizó La Sabiduría vence a la Ignorancia, imagen de la exposición que preside la fachada principal del edificio de la Universidad que construyó Enric Sagnier. “La más adecuada para ser expuesta en un centro como este”, explica el experto.

'El jugador de golf' de Rembrandt. / COLECCIÓN FURIÓ
El jugador de golf’ de Rembrandt. / COLECCIÓN FURIÓ

Furió no destaca a ninguna de las imágenes como su preferida, pero si señala la estampa La fiesta flamenca de Nicolaes de Bruyn (1620) basada en una pintura perdida de David Vinkboons. “El interés no radica ni en el diseño ni en la sintaxis del grabador, sino en la acumulación de personajes y situaciones además de su valor como testimonio histórico de la cultura flamenca”. Se entretiene en El jugador de golf, un aguafuerte realizado por Rembrandt en 1654 en el que se ven tres planos e intensidades de diferentes y destaca, por su rareza, el grabado Joven dibujante de Gilles Demarteau realizado en 1767 en dos colores.

El volumen publicado junto a la exposición no es una historia del grabado y su evolución. Es un libro para acabar apreciando estas obras creadas entre los siglos XVI y XVIII; una “divulgación especializada”, bellamente ilustrada que permite apreciar estas pequeñas joyas con gran lujo de detalles. “Los grabados antiguos son los que van del siglo XV al XIX. De cada grabado se imprimían unos centenares de copias que no eran infinitas porque las matrices se desgastaban”, explica Furió delante de algunas de sus estampas; trabajos muy poco vistos en Barcelona ya que, explica, en los museos y centros catalanes con colecciones, como el MNAC, la Biblioteca de Catalunya y Montserrat, “tan solo conservan dos o tres de estas estampas”.

José Ángel Montañés: El paraíso de la línea, EL PAÍS, 14 de febrero de 2015
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‘¿Cuándo os casaréis?’ 300 millones de dólares y récord mundial

'Nafea faaa Ipoipo', de Paul Gauguin
Nafea faaa Ipoipo‘, de Paul Gauguin

El mercado privado del arte ha subido el listón de la distorsión o los desproporcionados precios que se pagan por algunas obras. El lienzo ‘Nafea faaa Ipoipo‘ (¿Cuándo te casarás conmigo?) de Paul Gauguin, pintado en 1892 en Tahití ha sido vendido en las últimas semanas por 300 millones de dólares (264 millones de euros), según se murmura hace varios días por galerías, marchantes y casas de subastas. Estas últimas, en este caso, han visto pasar de largo la oportunidad porque la venta ha sido en privado aunque el vendedor, el suizo Rudolf Staechelin, es un hombre vinculado a la casa de subastas Sotheby’s. ‘The New York Times‘ ha dado por comprobado el runrún y ha puesto la nueva marca en la historia.

El cuadro de Gauguin muestra a dos jóvenes de Thaití en medio de un colorido campo, una de las típicas imágenes creadas por el artista postimpresionista francés que huyó a los mares del sur en busca delo exótico, la pureza y la naturaleza. Las jóvenes, por el título de la obra y por su expresión y posición, muestran su juventud en busca de novio. Gauguin se casó con una adolescente en la lejanía tras dejar a su familia en Francia. El comportamiento del pintor en el siglo XIX hoy sería tachado de inaceptable.
El cuadro ha permanecido colgado en las últimas décadas en el Kunstmuseum de Basilea (Suiza, donde reside el vendedor, propietario de una selecta colección de obras impresionistas. El desmesurado precio pagado por el lienzo superó a los 259 millones de dólares que ostentaba hasta ahora la mayor cifra dada por un cuadro, «Los jugadores de cartas», de Paul Cézanne, adquirido por el Comité de Museos de Catar, el mismo comprador que apunta ser el que se ha llevado el óleo de Paul Gauguin.
¿Quién ha sido el comprador? Todo el mundo piensa en Catar, pero su autoridad museística tiene como norma no confirmar ni desmentir sus adquisiciones con lo cual queda la duda en el aire hasta que la obra se presente en público. ‘Los jugadores de cartas’, adquirida en abril del 2011 a una familia griega todavía no ha sido vista en público. Permanece bajo la tutela de la familia de jeques y jequesas que gobiernas aquel país.

Conxa Rodríguez, Londres: ‘¿Cuándo os casaréis?’ 300 millones de dólares y récord mundial, EL MUNDO, 6 de febrero de 2015
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La construcción de una mirada

La Academia de Bellas Artes de San Fernando, en su sede madrileña de la calle de Alcalá, acoge hasta el próximo día 1 de febrero la exposición Richard Ford. Viajes por España (1830-1833). Organizada por la propia Academia, conjuntamente con la Fundación Mapfre, esta magnífica muestra pretende sacar a la luz la obra gráfica realizada por el viajero hispanista inglés Richard Ford durante su estancia en la Península. Un período de tres intensos años en los que, desde sus residencias de Sevilla y Granada, recorrió todo el arco del Levante, desde Almería a Barcelona; siguió la Ruta de la Plata hasta llegar a Santiago de Compostela a través de Extremadura y Castilla, y viajó por el centro de la Península para visitar Madrid, Toledo, Salamanca, Segovia y Guadalajara. 
Fruto de este periplo fue su obra más celebrada y leída: el Manual para viajeros por España y lectores en casa, publicada por primera vez en 1845 y luego completada en sus siguientes reediciones y convertida inmediatamente en el libro de referencia de la literatura de viajes del siglo XIX, aunque habría que esperar hasta la década de los 80 del siglo XX para encontrar una traducción de la misma (editada por Turner) en lengua española. Este libro-guía realmente excepcional se ve completado ahora con las imágenes, realizadas al vuelo en su mayor parte y reunidas a lo largo de todos sus aventurados viajes. A ellas se añaden también algunas obras de autores coetáneos y una serie de cuidadosos dibujos realizados por su esposa Harriet. 
Todo este riquísimo material gráfico (casi 500 obras entre bocetos, dibujos a lápiz y a tinta y acuarelas), imagen viva de la España de la época, llegó a Inglaterra en el equipaje de Ford, junto con una buena cantidad de pinturas y de libros de autores españoles que hicieron de su biblioteca un auténtico lugar de culto para los estudiosos. Él mismo se encargó de ordenar sus obras en una serie de álbumes, conservados en el patrimonio familiar hasta que, tras un largo proceso de estudio y selección, el comisario de esta exposición, Javier Rodríguez Barberán, ha sacado a la luz muchas de ellas, logrando así completar la figura de Richard Ford, ampliamente estudiada por él con anterioridad y mostrar su perfil de dibujante viajero por la España del primer tercio del siglo XIX, así como la imagen de España desde una mirada inédita, en un momento en que la fotografía, recién nacida, aún no prestaba su testimonio a las cuestiones paisajísticas. 
Existen, no obstante, algunos antecedentes de esta exposición. La «colección invisible», como la llama el propio Rodríguez Barberán en su excelente artículo del catálogo, comenzó tímidamente a ganar visibilidad en el siglo XX, gracias, sobre todo a Brinsley Ford, descendiente directo del autor, quien en un artículo de 1942 publicaba tres dibujos de su bisabuelo. Más tarde, y a raíz de una visita de Brinsley Ford a Granada, el por entonces catedrático de su universidad, Alfonso Gamir Sandoval, publicó, en 1955, la parte del Manual referida a Granada con más de cuarenta dibujos y acuarelas, a la que seguiría, en 1963, la publicación, a cargo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, del pequeño volumen titulado Richard Ford en Sevilla, que contiene otros cuarenta dibujos y acuarelas sobre la ciudad y sus alrededores. 
Resueltas sus deudas con Granada y Sevilla, fue la galería Wildenstein de Londres la que acogió, en 1974, la gran exposición Richard Ford in Spain, aunque volverían a ser de nuevo las ciudades andaluzas las que dieran a conocer nuevas obras del inglés con sendas exposiciones: Artistas románticos británicos en Andalucía, celebrada en 2005 en Granada y La Sevilla de Richard Ford 1830-1833, comisariada también por el profesor Rodríguez Barberán y celebrada en 2007 en la capital hispalense, con más de un centenar de piezas del propio Ford. 
Admirador de Turner y de Roberts y simplemente aficionado al dibujo, Ford no se planteó nunca finalidad comercial o editorial alguna. Sólo intentó registrar lo que veía con el fin de ayudar luego a su memoria. Por ello, en sus apuntes del natural, Ford sigue su gusto y su intuición y disfruta recreando lugares aparentemente poco relevantes, periferias de ciudades y actividades cotidianas de sus calles y sus plazas, explorando temas (como la ampliación de los planos por encima de los monumentos) que la fotografía tardaría aún mucho tiempo en investigar. 
Hijo de su época romántica, el viajero también rindió tributo al orientalismo, presente en una de las salas de la exposición, organizada por temas, aunque en el valioso catálogo editado por la Academia de San Fernando y a cargo de su comisario (que pueden encontrar completo en la página web de la Academia) el prestigioso hispanista inglés Ian Robertson analiza a fondo las rutas llevadas a cabo por Ford y el profesor de la Universidad de Sevilla, Antonio Gámiz Gordo, estudia los paisajes realizados en ellas dividiéndolas en seis grandes capítulos: Sevilla, Granada, Tierras de Levante, Ruta de la Plata, Andalucía y Centro de la Península. 
En un momento en que los que se sentaban a dibujar exteriores en España eran mirados con sospecha, dicha actividad dio pie a Ford, además, para relatar en su Manual una gran cantidad de anécdotas que reflejan fielmente la idiosincrasia de los españoles de la época y la actitud de muchos de ellos frente al arte.  En cualquier caso, y como afirma el comisario de la exposición, «ésta es una oportunidad única tanto para conocer unos dibujos que, con todo su valor artístico y documental, es posible que no los veamos publicados a corto plazo, como para completar una figura tan relevante como la del hispanista Richard Ford«.
Rosalía Gómez: La construcción de una mirada, Diario de Sevilla, 18 de enero de 2015
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El Museo Sorolla aumenta su colección

«Retrato de don Juan Antonio García del Castillo», de Sorolla
«Retrato de don Juan Antonio García del Castillo», de Sorolla

No solo son Prado, Reina Sofía y Thyssen todo lo que reluce en el panorama museístico español. Hay museos mucho menos publicitados que estos tres y que, sin embargo, atesoran espléndidas colecciones. Es el caso del exquisito Museo Sorollauno de esos centros imprescindibles. Fue casa y estudio del pintor: tanto su interior -atesora una espléndida colección de pinturas, acuarelas, dibujos, fotografías…, además del mobiliario original-, como su exterior -cuenta con unos preciosos jardines- bien valen una visita.

Muchas de las obras maestras del pintor cuelgan en sus paredes. Perola colección sigue creciendo. Hoy mismo se presentará en sociedad su nuevo inquilino. En realidad, sus nuevos inquilinos. Uno de ellos llega para quedarse permanentemente. Se trata del «Retrato de don Juan Antonio García del Castillo», pintado en 1887. Este óleo sobre lienzo está dedicado: «A mi querido amigo Tono». No solo era amigo, también colega (ambos coincidieron en la Escuela de Bellas Artes de Valencia) y cuñado (Sorolla se casó con su hermana, Clotilde). Juan Antonio (Tono) aparece retratado muy elegante. Luce el traje de etiqueta que llevó en su boda con María Banús. El cuadro se suma a la importante colección de retratos familiares que pintó Sorolla y que forman parte de la colección del museo.
Parece que el Ministerio de Cultura se ha tomado en serio lo de la ley de transparencia. Poco acostumbrados nos tiene a dar información alguna de las compras que pasan por la Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes del Patrimonio Histórico Español. En este caso, en cambio, en la nota que pasó a los medios se especifica que la obra estaba valorada en 455.000 euros, que sus propietarios solicitaron un permiso de exportación para sacarla al mercado internacional -donde las obras de arte alcanzan precios muy superiores que en España-, pero que dicho permiso se denegó en junio de 2014. ¿El motivo? «Por considerarse un ejemplo excepcional de los primeros retratos realizados por su autor en su periodo de formación académica, resultando también de especial interés por la relación familiar entre retratista y retratado, así como por el momento y contexto familiar en el que fue pintado».
La obra se quedó forzosamente en España y sus propietarios se vieron forzados a venderla aquí. Como se temían, su precio bajó considerablemente. El Estado la adquirió por 135.000 euros, 320.000 por debajo de su estimación. Es el infierno que muchos coleccionistas españoles viven: tienen obras consideradas clave para el patrimonio español, se consideran inexportables, y tienen que (mal)venderlas a precios muy alejados de los que les pagarían en el extranjero. Recordemos el caso de «La condesa de Chinchón», de Goya, vendida al Estado español por la familia Rúspoli por 4.000 millones de las antiguas pesetas. El Museo Getty de Los Ángeles ofrecía mucho más.
Sorolla: Después del baño, 1892
Sorolla: Después del baño, 1892

Además del retrato del cuñado de Sorolla, se incorporan al museo depósitos temporales a largo plazo de coleccionistas privados, que han firmado los preceptivos convenios con la Dirección General de Bellas Artes. Así,«Después del baño» y «Elena en la playa» estarán en el museo durante cinco años. La primera, pintada en 1892, llena un hueco en la colección del museo, que «carece de obras de entidad de la primera época de Sorolla». Está considerado «su mejor desnudo académico, en la línea de evocación idealizada de la antigüedad clásica cultivada en las mismas fechas por algunos pintores como Alma Tadema». Los especialistas destacan de esta obra «la impecable corrección académica del dibujo, el alarde técnico con que Sorolla matiza las distintas texturas y blancuras de la piel, el mármol y la tela».

Sorolla: Elena en la playa, 1909
Sorolla: Elena en la playa, 1909

«Elena en la playa» (1909) es uno de los retratos que Sorolla hizo de su hija menor. También en este caso cubre un vacío en la colección del museo, que tan solo cuenta en su colección con un retrato de su hija: «Elena con una muñeca». La pintó cuando ella tenía dos años. Cuelga en la misma sala que «Paseo a la orilla del mar». Ambos pertenecen a uno de los momentos cumbre en la carrera de Sorolla: tras el éxito de crítica y público que cosechó en Estados Unidos (que tan bien ilustra la exposición de la Fundación Mapfre), pasó el verano junto a su familia en Valencia.

Completan los depósitos: «Jardines del Alcázar de Sevilla en invierno», también de colección particular, que ya fue depositado en 2013 en el museo por tres años; «El bote blanco. Jávea» (1905)«Sombra del Puente de Alcántara. Toledo» (1906) y«Playa de Valencia» (1908), procedentes de una colección privada estadounidense, que se incorporarán al museo la próxima semana, donde estarán hasta enero de 2016. Después se incorporarán a la exposición «Sorolla en París», que se verá en la Kunsthalle de Múnich, el Musée des Impressionnismes de Giverny y el Museo Sorolla.

Joaquín Sorolla, El bote blanco. Jávea, 1905, Óleo sobre lienzo, 105 x 150 cm. Colección particular. Foto: Colección particular, Estados Unidos. Cortesía: Fundación Mapfre.
Joaquín Sorolla, El bote blanco. Jávea, 1905, Óleo sobre lienzo, 105 x 150 cm. Colección particular. Foto:
Colección particular, Estados Unidos. Cortesía: Fundación Mapfre.
Natividad Pulido: El Museo Sorolla aumenta su colección, ABC, 15 de enero de 2015
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5 exposiciones imprescindibles para primavera

Vanguardias, pintura académica, maestros antiguos, artistas multidisciplinares y grandes colecciones. En lo expositivo, los primeros meses de 2015 vienen marcados por el eclecticismo y la reivindicación de artistas poco frecuentados. A continuación, cinco propuestas imprescindibles para apuntar en la agenda.

Rogier van der Weyden. El autor de El descendimiento, una de las grandes joyas de la colección del Museo del Prado, protagoniza una exposición con motivo de la restauración del gran Calvario del monasterioo de El Escorial. Sin duda, una ocasión única para contextualizar la obra de un maestro flamenco cuya influencia fue decisiva para el arte español y que vivió entre los años 1399 y 1464. En el Museo Nacional del Prado desde el 24 de marzo hasta el 28 de junio.
'El descendimiento' (1435), de Rogier van der Weyden.
El descendimiento‘ (1435), de Rogier van der Weyden.

Raoul Dufy. Entre el fauvismo y el costumbrismo cotidiano, la obra de Raoul Dufy se resiste a las catalogaciones y sigue sorprendiendo a los entendidos. Esta retrospectiva de casi un centenar de obras da cabida a su faceta hedonista, pero también a registros más íntimos que permiten recuperar la obra de un artista con escasa presencia en nuestro país. En el Museo Thyssen del 17 de febrero al 17 de mayo.
'Niza' (1927-28), de Raoul Dufy.
Niza‘ (1927-28), de Raoul Dufy.
La colección del Kunstmuseum Basel. La exposición de un centenar de obras maestras pertenecientes a la colección contemporánea del primer museo público municipal del mundo es, por pleno derecho, un acontecimiento cultural de gran calado. Munch, Braque, Klee, Mondrian, Kandinsky, Giacometti, Tinguely, Arp o Nauman son sólo algunos de los artistas representados en ella. En el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía del 18 de marzo al 14 de septiembre.
'Mujer acostada que sueña' (1929), de Alberto Giacometti.
Mujer acostada que sueña‘ (1929), de Alberto Giacometti.
Jeremy Deller. El británico Jeremy Deller ha sabido reflejar como pocos las contradicciones de su país. Su trabajo, basado en la cultura popular, el pop, el fenómeno fan y los medios de comunicación, se expone por primera vez en España de manera conjunta a través de fotografías, instalaciones, vídeos y pósteres que demuestran las razones que le valieron el Premio Turner en 2004. En el Centro de Arte Dos de Mayo desde el 13 de febrero.
English Magic' (2013), de Jeremy Deller.
English Magic‘ (2013), de Jeremy Deller.
El canto del cisne. Pinturas académicas del Salón de París. Cabanel, Bouguereau, Moreau, Ingres o Sargent: los nombres de los artistas académicos franceses del siglo XIX han pasado de tener connotaciones peyorativas a adquirir un valor propio entre el público. Esta exposición toma como punto de partida las colecciones del Musée d’Orsay de París y plantea una revisión crítica de su conjunto que ayuda a entender el papel del academicismo en la configuración de la Modernidad. En la Fundación Mapfre desde el 14 de febrero hasta el 17 de mayo.

Carlos Primo: 5 exposiciones imprescindibles para primavera, EL MUNDO-Metrópoli, 2 de enero de 2015
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