Hace mucho mucho tiempo, una humilde campesina de una aldea próxima a Múnich se dirigía a esta hermosa y próspera ciudad para vender los productos de su huerto en el mercado. Ya estaba a punto de llegar a su destino cuando reparó en un extraño bulto que había al lado de un árbol. Al acercarse, la mujer vio que se trataba de una bolsa de cuero que contenía la friolera de… ¡doscientos ducados de oro!
«Desde luego, quien la haya perdido estará muy disgustado», pensó. «Preguntaré en la ciudad a ver si alguien sabe algo».
En cuanto llegó a Múnich vio a un posadero en la calle, junto a la puerta de su negocio, y le dijo:
–Disculpa, ¿no sabrás si alguien ha perdido por aquí hace poco una gran cantidad de dinero?
El posadero no pudo disimular su sorpresa:
–¡Pues claro que sí! Desde ayer no se habla de otra cosa. Otto, el prestamista, anda furioso echándole la culpa a todos. Dice que perdió una bolsa de
cuero con monedas y, aunque nadie sabe exactamente cuántas, ese hombre
maneja mucho dinero… Vive ahí mismo, en esa casa –dijo señalando un viejo edificio al otro lado de la acera.
La mujer, sin pensarlo dos veces, llamó a la casa del prestamista.
–¿Quién demonios llama? –profirió él a modo de descortés saludo.
Ella le explicó el motivo de su visita y le entregó la bolsa con las monedas.
Otto contuvo cualquier muestra de gratitud. Tan avaro era aquel hombre que su alegría por haber recuperado las monedas se ensombreció ante la posibilidad de tener que darle alguna recompensa a la campesina. Y en pocos segundos tramó un plan mezquino. Antes de que la mujer se marchara, fingió contar las monedas y…
–¡Faltan cien monedas! Seguro que te las has quedado. ¡Mira que engañar así a un pobre hombre como yo! Fuera de mi vista, desvergonzada.
La campesina ni siquiera pudo replicar y se marchó de allí sorprendida y humillada. El posadero seguía en la calle y ella le contó lo sucedido. Según avanzaba en su relato, su indignación iba creciendo.
–No solo ha sido desagradecido. ¡Encima me acusa de haberle robado cien monedas de la bolsa!
–Mujer, deberías ir a contárselo al juez –le aconsejó el posadero–. Seguro que él sabe cómo arreglarlo. No es justo que tu honradez quede en entredicho por culpa de ese hombre.
Y la campesina se fue a ver al juez, que tenía fama de sabio. El juez la escuchó atentamente sin hacer el más mínimo comentario a sus palabras.
Aun así, había algo en su mirada, en su manera tranquila de escuchar, que inspiraba confianza.
Cuando la mujer dejó de hablar, el juez ordenó que el prestamista fuera llevado a su presencia.
–Cuéntame tu versión de lo ocurrido –le pidió.
–Esta mujer me devolvió una bolsa de monedas que había perdido, pero
ella se ha quedado con cien –respondió indignado.
–¿Sostienes entonces que en la bolsa que perdiste había trescientos ducados de oro?
–Sí –dijo sin titubear.
–¿Estás seguro?
–¡Pues claro! –respondió aquel hombre con insolencia–. Sé perfectamente el dinero que tengo. Por suerte, la memoria aún no me falla: en la bolsa había trescientos ducados, trescientas monedas resplandecientes. Contantes y sonantes.
El juez insistió:
–Y la bolsa que ella te ha entregado contiene solo doscientas monedas, ¿no es así?
–Exactamente.
–Pues dado que la honestidad de esta mujer –dijo refiriéndose a la campesina– queda probada por su admirable gesto de devolver la bolsa de dinero que había encontrado, y puesto que a ti te conozco bien, debo suponer que ninguno de los dos miente.
Las palabras del juez crearon una gran expectación. Todos esperaban en silencio el veredicto.
–Por tanto –prosiguió el juez–, creo que esta no es la bolsa que perdiste, Otto. Tienes que devolvérsela. Ella se la quedará hasta que encontremos a su verdadero dueño.
–Pero… –protestó el prestamista– ¿y yo?
–Tú tendrás que seguir esperando a que aparezca tu bolsa con las trescientas monedas.
Y así fue como el prestamista recibió una merecida lección y la campesina fue premiada por su honradez.
Cuento popular