Παράλληλες ζωές (vidas paralelas de mujeres y hombres)

Un relato que ha llegado hasta nosotros contenido en una enciclopedia recopilada por el obsesivo polímata romano, Plinio «el Viejo» (así llamado para diferenciarlo del «Joven») refiere la historia de una joven de la que ni siquiera nos ha llegado su nombre para poder recordar. Pese a ser la primera pintora de la que se tiene noticia, solo se la menciona por el nombre de su padre: hija de Butades, un alfarero de la antigua ciudad de Corinto. Según la historia, su amante debía realizar un largo viaje y, antes de que se marchara, ella cogió una lámpara, proyectó la sombra de su amado en la pared y dibujó su contorno: creando su silueta vencería por medio del arte al olvido improbable, a la  probable pérdida. 

Fuente: Mary Beard, La civilización en la mirada. Crítica, 2019.

Joseph Wright. The Corinthian Maid (La doncella corintia), 1782-84. Dominio público. 

Cualquier persona que se haya interesado por la Historia del Arte habrá quedado convencida de que en el mundo de la expresión plástica, arquitectónica, musical o cinematográfica apenas han existido las mujeres. Tal y como dice la escritora Ángeles Caso en su obra Las olvidadas

«Tan sólo un pequeñísimo puñado de nombres parecían iluminar, aquí y allá, un territorio de oscuridad y silencio: Sofonisba Anguissola, que había pintado «algo» para el rey Felipe II; Artemisia Gentileschi, la «hija violada» del gran Orazio; Luisa Roldán, escultora de cámara de Carlos II,, o Elisabeth Vigée-Lebrun, retratista de María Antonieta. Ellas –y muy pocas más– eran las únicas presencias femeninas, desvaídas y temblorosas, como pétalos marchitos de delicadas rosas de porcelana, en medio de un esplendoroso bosque lleno de hombres y más hombres pletóricos de talento, fuerza y creatividad. Habría que esperar a llegar a la segunda mitad del siglo XIX y al entorno de los impresionistas para ver florecer algunas otras pintoras, modestas violetas como Mary Cassat, Berthe Morisot, Eva Gonzalès. (…) En cualquier caso, mujeres de obra considerada siempre menor por los historiadores, pálidas sombras de los grandes artistas masculinos en cuya estela ellas caminaban, creaban, amaban y, a menudo, fracasaban, en todos los sentidos».

Si esta apreciación tan necesaria es aplicable a la Historia del Arte desde el Renacimiento hasta la era contemporánea, ¡qué desalentador resulta el pasado más antiguo, y cuánta alegría proporcionan pequeñas noticias como la recogida por el apasionado y viejo Plinio!


Henry Holiday. Aspasia on the Pnyx. 1888.

Henry Holiday (1888), Aspasia on the Pnyx. Wikisource con Licencia CC.

Cuando Aspasía de Mileto, intelectual de peso, posible alumna de Protágoras, fue acusada de impiedad por los tribunales atenienses, tuvo que ser Pericles en su nombre quien la defendiera, debido a que no estaba permitido a las mujeres la participación personal y activa en la vida democrática de la ciudad estado.

En este lienzo, Aspasía sostiene el pergamino con el discurso que hubiera deseado pronunciar ella misma en su propia defensa, tal y como haría Sócrates años después, acusado del mismo delito que la mujer a la que él llamó «sabia», «su maestra». Con certeza podemos conjeturar que el pergamino del cuadro, inspirado en la campaña a favor del voto femenino a finales del siglo XIX en Inglaterra, cuando las tragedias de Eurípides resurgían en boca de las nuevas corrientes feministas, contendría una por una las palabras que Pericles habría memorizado para ella. Porque el discurso era de ella, gestado por ella, qué duda cabe. 


Diodora, madre de Jenofonte

En la primavera del año 430 a.n.e., cercano el momento ya de dar a luz, Diodora no tuvo ninguno de esos sueños que predisponen a las madres a sentirse progenitoras de personalidades fuera de lo común; ella sencillamente había cumplido con su deber piadosamente: había subido a pie hasta el altar de Ártemis en la Acrópolis y había dejado allí su ofrenda para que la diosa fuera favorable en el nacimiento de un niño varón entero y sano. Solo por un momento distrajo su atención y alzando la mirada hacia el friso interior del Partenón deseó que el hijo que iba a nacer de sus entrañas se pareciera algún día a esos jinetes de la procesión de las Panateneas, ahí arriba. 

Diodora, la de ojos azules, piel blanquísima, y un carácter fielmente adaptado a su condición de esposa sumisa a su marido, no confesó nunca a éste ese deseo fugaz que había sido íntimo. El padre de Jenofonte, el futuro autor de la Anábasis, la aventura autobiográfica que todavía se utiliza para enseñar algo de Griego, era un tenaz opositor a Pericles, y hablaba del Partenón como de “extrema soberbia construida con mármol del Penteli”. No le habría gustado lo más mínimo un deseo así a él, quien por dos veces había votado en favor de encarcelar a Fidias, ese sacrílego. 

Parthenon frieze north XLII Friso norte del Partenón. Museo Británico. Imagen con licencia CC en Wikimedia

Fuente: Takis Theodoropoulos, La novela de Jenofonte (Το μυθιστόρημα του Ξενοφώντα, 2017)


Jenofonte. Nota biográfica.

Generalmente se acepta como fecha de nacimiento de Jenofonte la primavera del año 430 a.C., sin embargo, según otros testimonios, habría nacido mucho antes, en torno al 444 a.C., en la época en la que se estaban emprendiendo las obras de construcción del Partenón. Concretamente, Diógenes Laercio refiere que Sócrates llevó sobre su espalda a Jenofonte tras resultar éste herido en la batalla de Delios en Beocia en el año 424 a.C., por tanto para entonces tendría que haber cumplido los 20 años de edad al menos pues de lo contrario no habría podido alistarse en un ejército que combatiría fuera de las fronteras del Ática. Si aceptamos la fecha del 424 a.C., entonces hemos de imaginar que vivió más allá de los 90 años; sin embargo, se contradice con el propio Jenofonte, quien en su Anábasis declara que aceptó hacerse cargo de la retaguardia de los soldados griegos a pesar de ser aún bastante joven. Por otra parte, de ser cierta la anécdota de Diógenes Laercio, ¿no presumiría de ello en alguna ocasión el propio Jenofonte? No todos podrían presumir de algo así…


El tartamudo Temistogenes. La inteligente Filisia (o Milisia).

Nadie los ha encontrado nunca en los libros de Griego de Bachillerato, pero si no hubiera sido por ellos, la Anábasis de Jenofonte ni hubiera existido ni hubiera sido transmitida.

¿Por qué no los conoce nadie? Porque son un esclavo y una mujer. Las dos categorías más silenciadas e invisibilizadas de toda la antigüedad (¿o habría que decir «de todos los tiempos»?). De ella, ni siquiera el nombre es claro, ¿Filisia o Milisia se llamó la mujer con la que compartió décadas de su vida el escritor, a la que él mismo encomendó la misión de hacer llegar a la biblioteca de la Academia de Platón su manuscrito de la Anábasis, ya que él como exiliado no podría haberlo hecho?

Y Temistogenes, eunuco criado entre mujeres en Atenas, que sabía de memoria versos y versos de los grandes trágicos, que manuscribía con pasión y memorizaba poéticamente; él fue quien tomó anotaciones a lo largo de la tremendísima hazaña de los diez mil. Y no solo las escribía, sino que las cargaba sobre sus espaldas, en forma de fajos y fardos de piel sobrescrita.

Esas notas de la mano de un esclavo serían con el tiempo, largo tiempo, pues Jenofonte empieza la redacción de sus memorias como general de la expedición de vuelta a Grecia muchos años después de haber concluido ésta, la materia prima de un clásico que no ha dejado de estudiarse, traducirse, leerse y comentarse año tras año en las clases de Griego de Bachillerato.

Y todos conocemos a Jenofonte. No a Milesia (¿o era Filesia?). No al bueno de Temistogenes.

Fuente: Takis Theodoropoulos, La novela de Jenofonte (Το μυθιστόρημα του Ξενοφώντα, 2017)