El monte de las ánimas (Primer ciclo)

PRIMER CICLO: Cuento-juego musicalizado y dramatizado, acompañado con sonidos corporales, objetos del entorno e instrumentos musicales.

1º) El alumnado se sienta en círculo de manera que todos/as puedan verse las caras. Leer el texto en voz alta entre todos/as. Encontrar el significado de las palabras que desconozcan.

2º) Se reparten los roles: un alumno/a es Beatriz, que tiene que actuar como va indicando el texto en cursiva.

3º) El resto de alumnos/as son encargados de hacer los sonidos. Los sonidos que hay que hacer son los que aparecen en negrita en el texto. Planificar qué alumno representará cada sonido y con qué parte de su cuerpo, objeto o instrumento lo va a realizar. Los instrumentos disponibles son: triángulos y claves. Los objetos puede ser cualquier cosa de la clase. De su cuerpo pueden utilizar pies, manos, susurros, chasquidos y cualquier otro sonido corporal excepto la voz hablada.

4º) El texto se puede utilizar más adelante para tertulias dialógicas.

Texto: fragmento de «El monte de las ánimas» de Gustavo Adolfo Becquer.

Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y suave; aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi no se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables.

-¡Bah! -exclamó, yendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada, de raso azul, del lecho-. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes(…)?

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