IN MEMORIAM

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JUAN RAMÓN JIMÉNEZ.

 

No sois vosotras, ricas aguas
de oro, las que corréis
por el helecho, es mi alma.
Aguas de oro, como las describe Juan Ramón Jiménez, reflejo onírico de una realidad que no termina en los estrechos márgenes del cuerpo, sino que se dilata, con una acuosidad de esperanza, en los extensos –e imaginados- cauces del alma, allá donde discurre ufana y libertina, trascendiendo el tiempo, el decrepitar de la forma, el cuerpo azotado y humillado por arrugas y achaques.
No sois vosotras, frescas alas
libres, las que os abrís
al iris verde, es mi alma.
Allí, en aquel departamento de tecnología, a solo unos días del deceso de su progenitor, Federico aducía esperanzas que, conforme las desgranaba, caían en pedazos sobre el inflexible abismo de lo inevitable. Habló de una vida, la de su padre, cuya llama hubiera deseado inextinguible. Pero, lenta e inexorablemente, se iba apagando. Y en cada recuerdo, y en cada análisis, surgía la sospecha del desenlace último, que se presumía inminente: la llama mortal, alas libres hacia el iris verde de la nada.
No sois vosotras, dulces ramas
rojas, las que os mecéis
al viento lento, es mi alma.
Lograr la armonía plena, estética y vital, como unas ramas mecidas por un viento lento. Así concibió Juan Ramón Jiménez este asomo a un abismo de plenitud, que lejos de ser una paradoja no es, Federico, sino un equilibrio más o menos imperfecto en donde nuestro vivir, tan impreciso como fortuito, se balancea. La dicotomía entre el hombre y el mundo, entre la vida y la muerte, entre el padre y el hijo, no es tal bajo la mecedora brisa del recuerdo. Porque hay algo, amigo Federico, que la muerte no podrá arrebatarte: el viento del recuerdo al que alude el poeta español de Moguer, el viento que te susurrará en tiempos muertos y espacios baldíos, ese mismo viento que logrará infiltrarse entre rendijas y heridas abiertas para hablarte de tu padre, o acaso sea tu mismo padre quien se acercara a decirte algo.
No sois vosotras, claras, altas
voces las que os pasáis
del sol que cae, es mi alma.
El sol que cae, última estación del día. Voces que ya anuncian la noche, ocasos donde la luz se despide por siempre.
letum non omnia finit,
luridaque euictos effugit umbra rogos.
[«la muerte no acaba con todo
y una sombra pálida vence a la pira y sobrevive»
, Propercio, Elegías, IV, VII].

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