Rubén Darío
El principal renovador de la poesía española e hispanoamericana a finales del siglo XIX es el gran poeta nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento (1867-1916), que hizo universalmente célebre el seudónimo de Rubén Darío. Nacido en Metapa (Nicaragua), pasó su niñez en la ciudad nicaragüense de León, estudió con los jesuitas y empezó a publicar versos desde los trece años. Profesor primero en un colegio, y empleado más tarde en la Biblioteca Nacional de Managua, inició su carrera literaria trabajando como periodista en Chile y más tarde como corresponsal en Nicaragua de La Nación de Buenos Aires.
En 1892, dos años después de su matrimonio con la joven hondureña Rafaela Contreras, de la que tuvo un hijo, fue enviado a España con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América. A su regreso a Nicaragua, le sorprendió la noticia de la muerte de su esposa, que se había quedado en El Salvador, y al año siguiente contrajo segundas nupcias con Rosario Emelina Murillo, de la que no tardó en separarse y de la que vivió alejado durante toda su vida. Por aquel entonces inició Rubén su carrera diplomática al ser nombrado cónsul de Colombia en Buenos Aires, ciudad en la que pasó cinco años de su fecunda actividad literaria.
En 1898, el año del desastre, volvió a España como corresponsal de La Nación de Buenos Aires y entró en contacto con los círculos literarios españoles, ejerciendo una profunda influencia renovadora en las nuevas promociones poéticas de la naciente escuela modernista.
Nombrado a principios de siglo cónsul de Nicaragua en París, y en 1908 ministro plenipotenciario en España, siguió residiendo habitualmente en la capital de Francia, aunque hizo innumerables viajes por Europa y América. Fiel compañera de su vida a lo largo de este período, durante más de catorce años, fue la humilde y abnegada Francisca Sánchez, una muchacha campesina de tierras de Ávila, madre de su segundo hijo, Rubén Darío Sánchez.
En 1914, después de residir una temporada en Mallorca, Rubén pasó a Nueva York, donde cayó gravemente enfermo, y una vez restablecido se trasladó a Guatemala. De allí, sintiendo la muerte cercana, pasó a la ciudad nicaragüense de Léon, «en busca del cementerio de mi pueblo natal», donde murió «en el seno del hogar recobrado», el 6 de febrero de 1916, a consecuencia de una afección hepática originada por el inmoderado abuso del alcohol.
Poeta exuberante y sensual, de vena precoz, irrestañable y fecunda, había publicado ya tres libros de versos cuando la aparición de su obra Azul, publicada en Valparaíso en 1888, le convirtió a los veintiún años en la más brillante revelación poética de la América hispana. A partir de este libro, elogiosamente comentado por don Juan Valera, que constituyó su consagración literaria en el mundo de lengua española, el modernismo rubeniano, en el que se funde el influjo de nuestros grandes poetas clásicos con las nuevas corrientes innovadoras de la escuela parnasiana y simbolista, inicia una marcha ascendente cuyos hitos fundamentales serán: Prosas profanas (1896), Cantos de vida y esperanza (1905), El canto errante (1907), y, en menor grado, Poema de otoño (1910) y Canto a la Argentina (1914).
EDICIONES. _ RUBÉN DARÍO, Poesías completas. Edición, introducción y notas de ALFONSO MÉNDEZ PLANCARTE. Aguilar, Madrid, 1952
CANTOS DE VIDA Y ESPERANZA
I
A J. Enrique Rodó.
Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.
El dueño fui de mi jardín de sueño,
lleno de rosas y de cisnes vagos;
el dueño de las tórtolas, el dueño
de góndolas y liras en los lagos;
y muy siglo diez y ocho y muy antiguo
y muy moderno; audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo,
y una sed de ilusiones infinita.
Yo supe de dolor desde mi infancia,
mi juventud…. ¿fue juventud la mía?
Sus rosas aún me dejan su fragancia…
una fragancia de melancolía…
Potro sin freno se lanzó mi instinto,
mi juventud montó potro sin freno;
iba embriagada y con puñal al cinto;
si no cayó, fue porque Dios es bueno.
En mi jardín se vio una estatua bella;
se juzgó mármol y era carne viva;
una alma joven habitaba en ella,
sentimental, sensible, sensitiva.
Y tímida ante el mundo, de manera
que encerrada en silencio no salía,
sino cuando en la dulce primavera
era la hora de la melodía…
Hora de ocaso y de discreto beso;
hora crepuscular y de retiro;
hora de madrigal y de embeleso,
de «te adoro», y de «¡ay!» y de suspiro.
Y entonces era la dulzaina un juego
de misteriosas gamas cristalinas,
un renovar de gotas del Pan griego
y un desgranar de músicas latinas.
Con aire tal y con ardor tan vivo,
que a la estatua nacían de repente
en el muslo viril patas de chivo
y dos cuernos de sátiro en la frente.
Como la Galatea gongorina
me encantó la marquesa verleniana,
y así juntaba a la pasión divina
una sensual hiperestesia humana;
todo ansia, todo ardor, sensación pura
y vigor natural; y sin falsía,
y sin comedia y sin literatura…:
si hay un alma sincera, esa es la mía.
La torre de marfil tentó mi anhelo;
quise encerrarme dentro de mí mismo,
y tuve hambre de espacio y sed de cielo
desde las sombras de mi propio abismo.
Como la esponja que la sal satura
en el jugo del mar, fue el dulce y tierno
corazón mío, henchido de amargura
por el mundo, la carne y el infierno.
Mas, por gracia de Dios, en mi conciencia
el Bien supo elegir la mejor parte;
y si hubo áspera hiel en mi existencia,
melificó toda acritud el Arte.
Mi intelecto libré de pensar bajo,
bañó el agua castalia el alma mía,
peregrinó mi corazón y trajo
de la sagrada selva la armonía.
¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda
emanación del corazón divino
de la sagrada selva! ¡Oh, la fecunda
fuente cuya virtud vence al destino!
Bosque ideal que lo real complica,
allí el cuerpo arde y vive y Psiquis vuela;
mientras abajo el sátiro fornica,
ebria de azul deslíe Filomela.
Perla de ensueño y música amorosa
en la cúpula en flor del laurel verde,
Hipsipila sutil liba en la rosa,
y la boca del fauno el pezón muerde.
Allí va el dios en celo tras la hembra,
y la caña de Pan se alza del lodo;
la eterna vida sus semillas siembra,
y brota la armonía del gran Todo.
El alma que entra allí debe ir desnuda,
temblando de deseo y fiebre santa,
sobre cardo heridor y espina aguda:
así sueña, así vibra y así canta.
Vida, luz y verdad, tal triple llama
produce la interior llama infinita.
El Arte puro como Cristo exclama:
Ego sum lux et veritas et vita!
Y la vida es misterio, la luz ciega
y la verdad inaccesible asombra;
la adusta perfección jamás se entrega,
y el secreto ideal duerme en la sombra.
Por eso ser sincero es ser potente;
de desnuda que está, brilla la estrella;
el agua dice el alma de la fuente
en la voz de cristal que fluye de ella.
Tal fue mi intento, hacer del alma pura
mía, una estrella, una fuente sonora,
con el horror de la literatura
y loco de crepúsculo y de aurora.
Del crepúsculo azul que da la pauta
que los celestes éxtasis inspira,
bruma y tono menor —¡toda la flauta!,
y Aurora, hija del Sol— ¡toda la lira!
Pasó una piedra que lanzó una honda;
pasó una flecha que aguzó un violento.
La piedra de la honda fue a la onda,
y la flecha del odio fuese al viento.
La virtud está en ser tranquilo y fuerte;
con el fuego interior todo se abrasa;
se triunfa del rencor y de la muerte,
y hacia Belén… ¡la caravana pasa!
CANCIÓN DE OTOÑO EN PRIMAVERA
A G. Martínez Sierra
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
Plural ha sido la celeste
historia de mi corazón.
Era una dulce niña, en este
mundo de duelo y de aflicción.
Miraba como el alba pura;
sonreía como una flor.
Era su cabellera obscura
hecha de noche y de dolor.
Yo era tímido como un niño.
Ella, naturalmente, fue,
para mi amor hecho de armiño,
Herodías y Salomé…
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
Y más consoladora y más
halagadora y expresiva,
la otra fue más sensitiva
cual no pensé encontrar jamás.
Pues a su continua ternura
una pasión violenta unía.
En un peplo de gasa pura
una bacante se envolvía…
En sus brazos tomó mi ensueño
y lo arrulló como a un bebé…
Y te mató, triste y pequeño,
falto de luz, falto de fe…
Juventud, divino tesoro,
¡te fuiste para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
Otra juzgó que era mi boca
el estuche de su pasión;
y que me roería, loca,
con sus dientes el corazón.
Poniendo en un amor de exceso
la mira de su voluntad,
mientras eran abrazo y beso
síntesis de la eternidad;
y de nuestra carne ligera
imaginar siempre un Edén,
sin pensar que la Primavera
y la carne acaban también…
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer.
¡Y las demás! En tantos climas,
en tantas tierras siempre son,
si no pretextos de mis rimas
fantasmas de mi corazón.
En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!
Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris, me acerco
a los rosales del jardín…
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
¡Mas es mía el Alba de oro!
LO FATAL
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…