Una cacofonía vocinglera
A juzgar por la prensa y las instancias oficiales, la literatura española vive momentos de esplendor. El número de publicaciones no cesa de aumentar y los suplementos de los grandes periódicos celebran semanalmente la aparición de obras maestras. Una propaganda estrepitosa promueve a los autores de determinadas cuadras editoriales y los levanta hasta los cuernos de la luna. Vivimos pues en el mejor de los mundos, quién sabe si en los inicios de un nuevo Siglo de Oro.
Pero este cuadro optimista y luminoso encubre una realidad que dista mucho de serlo. El nivel de enseñanza de Humanidades ha descendido de forma dramática en los últimos quince años. Muchos estudiantes del preuniversitario ignoran los rudimentos de la filosofía y las obras de nuestros clásicos. El número de lectores disminuye y la propuesta gubernamental del precio único para los libros de texto amenaza con acabar con las pequeñas librerías especializadas en las que se abastecen los lectores asiduos y fieles. La calidad es eclipsada por el griterío de la propaganda y la imagen icónica del escritor avasalla a la propuesta literaria del libro. La crítica confunde el producto editorial con el texto literario y ensalza a menudo el primero en detrimento del segundo. Este fenómeno es evidente en el modo en que ciertas obras recientes reciben elogios desmesurados, como En la boca del lobo de Elvira Lindo, que ha generado un notable debate. Análisis completo sobre su recepción crítica aquí.
Mas, ¿para qué seguir? Este panorama tan poco reluciente está a la vista de cuantos no llevan anteojeras y hacen caso omiso de las presiones empresariales y de las modalidades tribales del amiguismo.
Se me dirá que siempre ha sido así y que los Rafael Pérez y Pérez del pasado, presente y futuro vendieron, venden y venderán más que Valle-Inclán o Gabriel Miró. Pero la situación actual es peor. La censura política, ideológica o religiosa de la era franquista desapareció para ser reemplazada poco a poco por una censura comercial que promueve lo zafio y barato -obra de los “palomos amaestrados” -y empuja a los márgenes a quienes se esfuerzan en hablar con voz clara y distinta.
Los «nuevos intelectuales orgánicos» -según la terminología de Gramsci- no están ya solo al servicio de los Gobiernos y partidos políticos sino también al de los grupos empresariales o cárteles que premian la fidelidad, la presencia puntual allí donde deben estar y la capacidad de adaptación a sus intereses y consignas. La fuerza imperiosa de los medios audiovisuales contribuye aún a recargar las tintas en este paisaje sombrío.
Al aumento espectacular del nivel de vida de los españoles, convertidos en el lapso de dos décadas en nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos, no ha correspondido el de una educación democrática en una apertura a la diversidad del mundo actual y al conocimiento de nuestro propio árbol literario. Salvo las excepciones conocidas de todos, la actual literatura vive exclusivamente en el presente, sin mirar hacia atrás ni proyectarse en el futuro. La ronda anual de substanciosos premios editoriales e institucionales, con sus celebridades de quita y pon, encarna la inanidad de lo efímero.
Lo que escribieron sobre el mundillo literario español autores del fuste de Blanco White, Clarín o Cernuda mantiene una triste vigencia, con los agravantes de la incidencia de los medios de información de masas en los rituales de la tribu parnasiana. En Francia, por citar un ejemplo, ocurre lo mismo, pero el nivel cultural de una vasta minoría de lectores les permite distinguir el gato de la liebre y evitar la confusión -cito la expresión del gran artista Antonio Saura- entre el «hipo de la moda» y la «moderna intensidad».
En España, por razones históricas ligadas a nuestro secular atraso político y económico, esta vasta minoría no existe o es mucho más endeble y reducida. La trivialización informativa que asuela a las sociedades avanzadas halla un excelente caldo de cultivo en quienes abrazan con entusiasmo las manifestaciones exteriores del progreso técnico-científico sin plantearse siquiera la pregunta de adónde nos conduce. Todo se asume de forma acrítica: las nuevas Tablas de la Ley de la mundialización son aceptadas con ese «fatalismo risueño» (la expresión es de Octavio Paz) con el que antaño se acataban los dogmas del porvenir radiante anunciado en las Vulgatas comunistas.
“Vamos a mas”, como rezaba un boyante tema electoral sin saber exactamente el contenido de este aumentativo. Pues se puede ser a la vez millonario y analfabeto -como sucede a menudo en El Egido-, poderoso y cerril hasta el autismo.
El balance de estos últimos cinco lustros es así extraordinario en términos de creación de riqueza, establecimiento de instituciones democráticas y de marcos de libertad expresiva, pero todo ello oculta la ignorancia del pasado y sus errores, la falta de una cultura ética, la vacuidad de la vida literaria, el retorno a la violencia ultranacionalista en el País Vasco y el odio al inmigrante en determinadas zonas de Cataluña, Murcia y Andalucía. De la enseñanza de una historia centralista y monocorde, conforme a los mitos y dogmas del nacionalismo catolicismo, hemos pasado a la resurrección o, por mejor decir, invención de historias periféricas clónicas e igualmente míticas. En otras palabras: a una cacofonía vocinglera que nada tiene que ver con la polifonía.