NICODEMO
Había entre los fariseos un maestro de la Ley llamado Nicodemo. Una noche fue a ver a Jesús y le dijo: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como maestro para enseñarnos, porque nadie puede hacer las cosas que haces tú, si Dios no está con él».
Jesús le contestó: «En verdad te digo que nadie puede ver el Reino de Dios si no nace de nuevo».
Nicodemo le preguntó: «¿Cómo puede un hombre siendo viejo nacer de nuevo? ¿Acaso podrá volver a estar en el vientre de su madre y nacer otra vez?»
Jesús respondió: «Te aseguro que el que no nace del Agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne y lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañe tanto que te haya dicho que tienes que nacer de nuevo. El viento va donde quiere y tú oyes su silbido, pero no sabes ni de dónde viene, ni adónde va. Lo mismo le sucede al que ha nacido del Espíritu».
Nicodemo, que no entendía muy bien volvió a preguntarle: «¿Cómo es posible que suceda eso que dices?
Jesús contestó: «¿Tú eres maestro de Israel y no sabes estas cosas? En verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, pero vosotros los judíos no aceptáis lo que decimos. Si os hablo de las cosas de la tierra no me creéis, ¿entonces cómo queréis que os hable de las cosas del cielo? Lo que te puedo decir es que el Hijo del Hombre será levantado en una cruz para que los que crean en Él tengan vida eterna»

(Juan 4, 1-26)
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LA SAMARITANA
Cuando Jesús se enteró que los fariseos decían que Él bautizaba y tenía más discípulos que Juan el Bautista, (aunque Él no bautizaba, sino sus discípulos) decidió abandonar Judea y volver a Galilea.Tenía que pasar por la región de Samaría y llegó a un pueblo llamado Sicar en el que estaba el pozo de Jacob. Jesús cansado del camino, se sentó a descansar al borde del pozo. Los discípulos se habían ido a comprar algo para comer porque era cerca del mediodía.
En esto, una mujer samaritana llegó al pozo para sacar agua y Jesús le dijo: «Dame de beber».
La samaritana le dijo: «¿Cómo es que tú que eres judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Hay que tener en cuenta que estaba muy mal visto que un hombre entablara conversación con una mujer en un lugar público y que los judíos no se llevaban bien con los samaritanos.
Jesús le dijo: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú misma le pedirías agua viva y Él te la daría».
Ella le dijo: «Señor, no tienes con qué sacar agua y el pozo es profundo. ¿De dónde vas a sacar ese agua viva? ¿Eres tú mejor que nuestro padre Jacob que nos dió este pozo para que pudiéramos beber?»
Jesús le contestó: «El que beba de esta agua volverá a tener sed otra vez, pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás y además esa agua será en él como un manantial que salta hasta la vida eterna».
Entonces la mujer le dijo: «Señor, dame de esa agua para no tener más sed y no tener que venir al pozo a sacarla».
Jesús contestó: «Anda ve a llamar a tu marido y vuelve aquí».
La mujer dijo: «No tengo marido».
Jesús le dijo: «Has dicho muy bien al decir que no tienes marido porque cinco has tenido y el que tienes ahora no es tu marido. Has dicho la verdad».
La mujer le dijo: «Señor veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron a Dios en este monte pero vosotros los judíos decís que hay que adorarlo en Jerusalén».
Jesús le dijo: «Créeme mujer, pronto no adoraréis al Padre ni en este monte ni en Jerusalén. Los que de verdad quieran adorar a Dios lo harán en espíritu y en verdad».
Entonces la mujer le dijo: «Sé que un día vendrá el Mesías, es decir, el Cristo, y entonces él nos aclarará todo».

(Lucas 11, 1-4; Mateo 6, 5-8)
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PADRENUESTRO
En una ocasión estaba Jesús rezando en un lugar apartado. Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos». Jesús les dijo: «Cuando oréis decid: Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre,
venga a nosotros tu Reino,
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día,
perdona nuestras ofensas
como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden,
no nos dejes caer en la tentación
y líbranos del mal.
Cuando recéis no seáis como los hipócritas que prefieren rezar de pie en las sinagogas y en las plazas para que todo el mundo los vea. Os aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú cuando reces entra en tu habitación cierra la puerta y reza a tu padre, que está allí a solas contigo en lo secreto. Y tu Padre que ve lo secreto de tu corazón, te recompensará. Cuando pidáis y recéis a Dios no utilicéis muchas palabras como hacen los paganos que creen que así serán mejor escuchados. No hagáis como ellos pues vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de que se lo hayáis pedido.»


BIENAVENTURANZAS
Un día, al ver Jesús la gran cantidad de gente que le seguía, subió al monte, se sentó y sus discípulos se pusieron a su alrededor. Entonces comenzó a hablar y les enseñaba diciendo:
«Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de Dios.
Dichosos los afables, porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los afligidos, porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcazarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por ser justos, porque de ellos es el Reino de Dios.
Dichosos seréis cuando os injurien, os persigan y digan contra vosotros toda suerte de calumnias por causa mía.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos. Pues también persiguieron a los profetas antes que a vosotros». |
Este discurso, que conocemos con el nombre de Sermón de la Montaña o también llamado de Las Bienaventuranzas (la palabra bienaventurado significa feliz o dichoso), pudo ser pronunciado por Jesús probablemente en algún monte que rodea al Mar de Galilea para enseñar al pueblo la nueva y definitiva ley de Dios, en contraposición con la ley que Dios entregó a Moisés en el Sinaí.
 
(Lucas 10, 38-42)
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MARTA Y MARÍA
Siguiendo su camino, llegaron a Betania, lugar al que Jesús y sus discípulos acudían con mucha frecuencia. Allí vivían Lázaro, el amigo de Jesús, y sus hermanas Marta y María.
Cuando se instalaron en casa de Lázaro, María se sentó a los pies del Señor a escuchar sus palabras. Marta, por su parte, iba de un lado para otro para atender a los huéspedes, y no paraba de preparar cosas. Como María no la ayudaba se acercó a Jesús y le dijo: «Señor, ¿qué te parece que mi hermana me deje a mí sola todo el servicio?. Dile, por favor, que venga a ayudarme».
Pero el Señor le contestó: «Marta, Marta, trabajas y te preocupas de muchas cosas; pero sólo una es necesaria. María ha elegido la mejor parte, y no se la podrá quitar nadie».
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(Lucas 18, 15-17)
JESÚS Y LOS NIÑOS
En cierta ocasión le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y rezase por ellos. Los discípulos les regañaban y no dejaban que se acercaran a Él.
Jesús, al verlo, se indignó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él».
Entonces Jesús tomó a los niños en brazos y los bendijo imponiéndoles las manos.

(Lucas 19, 1-10)
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ZAQUEO
Jesús fue a Jericó y recorrió la ciudad. Mucha gente le seguía y acompañaba. Allí vivía Zaqueo, hombre de alto cargo entre los recaudadores de impuestos y muy rico. Había oído hablar de Jesús y quería verlo con sus propios ojos. Pero, como era muy bajito, no llegaba de ninguna manera a verlo entre tanto gentío.
Adelantándose a los primeros, trepó a una higuera, junto a la cual debía pasar Jesús, para verlo desde allí.
Al llegar Jesús a aquel lugar, miró hacia él y le dijo: «¡Zaqueo, baja enseguida! Hoy voy a hospedarme en tu casa». Zaqueo se bajó rápidamente del árbol y, lleno de alegría hospedó a Jesús en su casa.
Los que vieron la escena, se disgustaron y se enfadaron porque Jesús había ido a casa de Zaqueo, y decían: «Se va a hospedar en casa de un publicano pecador».
Una vez dentro de la casa, y después de escuchar las enseñanzas de Jesús, Zaqueo se puso en pie y dijo: «Señor, ahora mismo daré a los pobres la mitad de mi fortuna. Y, si he cobrado demasiado a alguno, se lo devolveré cuatro veces más».
Entonces, le dijo Jesús: «Hoy ha venido la salvación de Dios a esta casa. Porque también este hombre es hijo de Abrahán. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido».

(Juan 13, 33-35)
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EL MAYOR MANDAMIENTO
Un día se acercó uno de los escribas que había oído a los saduceos discutir con Jesús sobre la resurrección de los muertos y, viendo que Jesús les había respondido muy bien, le preguntó: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?».
Jesús le contestó: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».
Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevió a hacerle más preguntas.
Otro día, poco antes de morir Jesús, volvió a recordar a sus discípulos qué era lo más importante. Cuando terminaron de celebrar la cena de Pascua, Jesús se despidió de sus discípulos y les dijo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os he amado, así también os améis unos a otros. En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros».
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(Marcos 12, 41-44)
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EL ÓBOLO DE LA VIUDA
Un día Jesús fue al Templo de Jerusalén y se sentó frente al gazofilacio (caja en que se recogían las ofrendas del templo y que hoy serían los cepillos para las limosnas) y observaba cómo la gente echaba monedas. Vio a muchos ricos que depositaban mucho dinero. En esto, vino una pobre viuda y echó dos moneditas de muy poco valor.
Entonces llamó Jesús a sus discípulos y les dijo: «Os aseguro que esta pobre viuda ha dado más que todos los demás que echaban dinero en la caja. Pues los otros tienen dinero suficiente, más incluso de lo que necesitan, y han dado sólo una pequeña parte. Ella, en cambio, sufre necesidad y precisa hasta el último céntimo y, sin embargo, ha ofrecido todo lo que tenía. Ha echado todo el dinero que le quedaba para vivir».

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