Últimos días de Jesús.
Los cristianos celebramos durante la Semana Santa los últimos días que Jesús pasó entre los hombres. El Domingo de Ramos se celebra la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, aclamado por sus habitantes con palmas y ramas de olivo. El Jueves Santo recordamos su Última Cena acompañado de los apóstoles, en ella instituyó el sacramento de la Eucaristía y del Orden Sacerdotal. También nos dio el mandamiento del Amor. El Viernes Santo, recordamos el prendimiento, la condena la pasión y la muerte. El Domingo de Pascua conmemoramos la Resurrección de Jesús. Fiesta principal de los cristianos. |
ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN
Después de la resurrección de su amigo Lázaro, Jesús se retiró a la ciudad de Efraim, que estaba junto al desierto con sus discípulos, ya que los fariseos y los sumos sacerdotes reunidos en consejo habían decidido quitarle la vida.
Jesús sabía que se acercaba la hora de su muerte. Salió de su retiro y fue a pasar unos días en Betania, junto a Lázaro y sus hermanas. Luego inició el camino hacia Jerusalén. Cuando se acercaba Jesús a Jerusalén con los que le acompañaban, al pasar por Betfagé, junto al monte de los Olivos, envió delante a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Id a esa aldea que está ante vosotros. Allí veréis enseguida una borriquilla atada con su pollino al lado. Desatadla y traédmela. Si alguien os pregunta qué hacéis, respondedle: El Señor la necesita. Y al momento os la dará». Así se cumplió la profecía que habían hecho los profetas de que el rey prometido por Dios entraría en Jerusalén montado en un asno.
Los discípulos fueron e hicieron lo que Jesús les había ordenado. Trajeron la borriquilla con su pollino. Pusieron sobre ellos unas vestiduras dobladas, y Jesús montó encima.
De la muchedumbre que iba en torno a Él, unos desplegaban sus mantos a manera de alfombras sobre el camino, otros cortaban ramas de árboles y las esparcían por las calles; todo ello como muestra de su regocijo. Querían recibirlo como a un rey. Iban en tropel delante y detrás de Él aclamándolo: «¡Salve al hijo de David, que viene a nosotros en nombre de Dios! ¡Honor y gloria a Él! ¡Alabado sea Dios en las alturas!».
Y al entrar en Jerusalén, toda la ciudad se impresionó y preguntaban unos a otros: «¿Pues quién es?» Y los que venían acompañándole respondían gritando: «Jesús, el profeta de Galilea.»
Después Jesús se dirigió al templo, donde sanó a algunos ciegos y cojos que se acercaron a Él. Los sumos sacerdotes y los escribas, viendo las maravillas que Jesús hacía y como los niños la aclamaban diciendo: «Hosanna al Hijo de David», se indignaron contra Jesús y le dijeron: ¿Es que no oyes lo que estos dicen?». Jesús respondió: «Sí, lo oigo. ¿No recordáis aquel pasaje de la Escritura que dice: De la boca de los pequeños y de los niños sacaste alabanzas perfectas?» Y dejándoles salió fuera de la ciudad, siendo ya tarde. Partió al momento para Betania donde pasó toda la noche.
ÚLTIMA CENA
El primer día de la Fiesta de los Ácimos, los judíos sacrificaban el cordero pascual. Por eso los discípulos, siguiendo las instruciones de Jesús, prepararon el cordero y lo hicieron inmolar en el templo. Lo comerían juntos con lechugas silvestres, diversas clases de hierbas que usaban como ensalada, salsa, un preparado de higos, dátiles y granos de uva formando una pasta, y rebanadas de pan ázimo, es decir, pan sin levadura.
Los discípulos, pues, preguntaron al Señor dónde quería celebrar la cena; y Él les indicó cómo podrían encontrar la casa. Prepararon todo en una sala con mesas y bancos acolchados, y al atardecer, cuando llegó la hora, Jesús se puso a la mesa y los apóstoles con Él para celebrar la cena pascual. Jesús les dijo: «Cuanto había deseado que llegara el momento de comer con vosotros esta Pascua antes de mi pasión porque será la última vez». Luego se humilló y sabiendo que era Señor de cielo y tierra, quiso enseñar a sus discípulos el valor de la humildad y del servicio.
Y aunque había amado a sus discípulos los amó hasta el extremo. Se levantó de la mesa y se quitó el manto. Tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después cogió una palangana llena de agua y comenzó a lavar los pies a los discípulos. Era costumbre entre los judíos lavarse los pies al entrar en casa ya que iban en sandalias o descalzos y los caminos eran de tierra. Además era un signo de acogida cuando llegaba un invitado, y los criados y siervos lavaban los pies a los invitados al entrar en casa.
Por eso cuando llegó al sitio donde estaba Pedro, esté quería negarse, ya que admiraba demasiado a su Maestro al que había reconocido como Dios. No podiá entender que Jesús le lavara los pies como si fuera un siervo o un criado. Pedro le dijo: «¡Señor, tú lavarme los pies a mí!, ¡De ninguna manera!» Jésús le miró y le contestó: «Lo que yo hago ahora, tú no lo entiendes. Lo entenderás más tarde». Pedro le volvió a decir: «¡Jamás me lavarás los pies!». Entonces Jesús le dijo: «Si yo no te lavo los pies, no puedes ser mi discípulo y ya no serás amigo mío». Entonces Pedro contestó: «Señor, en tal caso no sólo los pies. Lávame también las manos y la cara». Jesús le dijo: «No es necesario, Pedro, vosotros estáis limpios aunque no todos».
Después de lavarles los pies, se puso el manto, se sentó a la mesa y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Señor y Maestro, y decís bien porque lo soy. Pues bien, si Yo, el Señor y el Maestro os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros unos a otros. Yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo. Os aseguro que el criado no es más que su amo, ni el enviado más que quien lo envía. Ahora ya lo sabéis y si hacéis esto seréis felices». Entonces se pusieron a cenar.
Cuando estaban cenando les dijo: «Uno de vosotros que come conmigo me traicionará». Todos se asustaron, y, entristecidos, le preguntaron uno tras otro: «¿Señor, soy yo? ¿Soy yo?» Jesús les dijo: «Es uno que mete su mano conmigo en el plato. Yo debo ir por el camino que mi Padre me ha destinado. Pero ¡ay del hombre que traiciona al Hijo de Dios! Le sería mejor no haber nacido». Jesús mojó el pan y se lo dio a Judas Iscariote. Entonces Jesús le dijo: «Lo que vas a hacer hazlo pronto». Judas tomó el bocado y salió enseguida. Era de noche.
Mientras estaban sentados a la mesa, tomó Jesús pan y pronunció la acción de gracias. Luego lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomad y comed. Esto es mi cuerpo». A continuación tomó el cáliz con vino, oró sobre él, les dio a beber a todos y dijo: «¡He aquí la nueva alianza de Dios con vosotros! Esta es mi sangre que será derramada por muchos. Ya no beberé vino sobre la tierra hasta que vuelva a beberlo en el reino de mi Padre». Seguidamente cantaron el himno de alabanza a Dios y salieron juntos al monte de los Olivos.
Marcos 14, 10-11
LOS SUMOS SACERDOTES Y JUDAS
Los sacerdotes y los fariseos se reunieron en el palacio del Sumo Sacerdote Caifás y celebraron un consejo para ver de qué modo podían apoderarse de Jesús y darle muerte. No querían que coincidiese con la fiesta de la Pascua, para que el pueblo que seguía entusiasmado a Jesús, no se amotinase contra ellos. Judas Iscariote, el discípulo que traicionó a Jesús, decepcionado y avariento de dinero y de poder, fue a verlos y les dijo: «¿Qué me dais si os lo entrego?» Ellos se alegraron y le prometieron darle treinta monedas de plata. Judas aceptó el trato y buscaba la ocasión para entregar secretamente a Jesús a sus enemigos.
JESÚS EN GETSEMANÍ
Mientras iban de camino hacia el huerto de los Olivos, también llamado de Getsemaní, les dijo Jesús: «Pronto sufriréis las consecuencias de ser mis discípulos. Creedme, ninguno de vosotros querrá ser discípulo mío. Así dice la Sagrada Escritura: Heriré al Pastor y las ovejas se dispersarán, pero, después que resucite, os precederé a Galilea.» Pedro exclamó: «¡Yo no te traicionaré nunca! Yo ciertamente no, Señor, aunque lo hagan los demás». Jesús le respondió: «Esta misma noche me negarás. Antes de que el gallo cante por segunda vez, jurarás tres veces que no me conoces». Pedro exclamó: «¡Yo no!», y hablaba cada vez más fuerte. «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré.» Lo mismo decían los otros discípulos.
Llegaron al lugar llamado de Getsemaní, donde Jesús tenía la costumbre de ir a rezar. «¡Sentaos aquí y esperadme!», dijo Jesús a los discípulos. «Voy ahí adelante a orar». Pero comenzó a angustiarse y, temblando, se acongojaba, y no quería estar solo. Pidió, pues, a tres de ellos, Pedro, Santiago y Juan, que le acompañasen. «Quedaos conmigo, y velad», les dijo. «Mi alma está preocupada y triste hasta la muerte».
Caminó unos pasos, y, postrándose en tierra, rogó que pasase aquella hora. Y clamó a Dios diciendo: «Padre mío, todo te es posible. Haz que pase de mí este cáliz. Mas no se cumpla mi voluntad, sino la tuya». Luego volvió a donde estaban los tres y los encontró profundamente dormidos. Los despertó, y dijo: «Pedro, ¿duermes? ¿No pudiste vigilar una hora conmigo? Vigilad y orad para que no caigáis en la tentación».
Se marchó de nuevo, e invoco la ayuda de Dios pidiéndole fuerza para cumplir su voluntad. Luego volvió otra vez, abandonado y abatido, y los encontró dormidos. Les habló, y respondían soñolientos sin entender nada; y se les cerraban los ojos de cansancio.
Jesús fue por tercera vez, y oró con las mismas palabras. Y, cuando volvió, todavía dormían. «¿Queréis ahora descansar? ¡Ya basta! Ha llegado la hora. En estos momentos va a ser entregado el Hijo de Dios a los pecadores. Levantaos y vámonos. Mirad, ya ha llegado el que me traiciona».
EL PRENDIMIENTO DE JESÚS
Al mismo tiempo, cuando estaba todavía hablando, se agolpó en el huerto una gran multitud de hombres armados con lanzas y espadas. Eran los enviados de los príncipes de los sacerdotes y ancianos; y Judas, uno de los doce discípulos, estaba entre ellos.
Judas, el traidor les había advertido: «Aquel a quien yo dé un beso, ése es Jesús; sujetadlo y apresadlo. Esa será la señal». Y adelantándose, se presentó rápidamente a Jesús. Hizo como que se regocijaba y le saludó diciendo: «¡Maestro! ¡Maestro!», y le dio un beso. Al instante le echaron mano y lo tomaron preso.
En el atropello, uno que estaba allí sacó su espada para defender a Jesús por la fuerza. Arremetió contra los soldados de los príncipes de los sacerdotes; y, dándole a uno en la cabeza, le cortó una oreja.
Jesús les habló, diciéndoles: «Habéis venido aquí armados hasta los dientes, como si fueseis a apresar a un asesino. He estado diariamente con vosotros en templo, predicando y enseñando, y no me habéis detenido. Mas debe suceder según la voluntad de Dios»
LA NEGACIÓN DE PEDRO
Pedro estaba abajo en el patio. En esto, una de las siervas del sumo sacerdote pasó por donde estaba sentado Pedro calentándose, y al verlo, lo miró detenidamente y lo reconoció. «Tú también acompañabas a ese Jesús de Nazaret», le dijo. Pero Pedro mintió diciendo: «No lo conozco. No sé absolutamente de qué hablas». Y salió fuera al antepatio. Entonces oyó cantar un gallo.
La criada no dejaba de observarlo, y prosiguió diciendo a los que estaban allí: «Este es realmente uno de sus discípulos». Pero Pedro protestó: «¡No es cierto!», negándolo por segunda vez. Al poco rato empezaron los demás a decir lo mismo: «¡Claro, tiene razón! Se te nota en el habla. Eres galileo, como Él».
Pedro se puso a echar pestes gritando: «¡Qué me importa ese hombre que vosotros decís!». Y, de puro miedo, comenzó a negar a su Señor cada vez con más insistencia: «¡Juro que no conozco a ese Jesús! ¡No soy de los suyos!»
En aquel momento cantó el gallo por segunda vez. Y Pedro se acordó de lo que Jesús le había dicho: «Antes de que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres.» Y vivamente avergonzado, cubrió su rostro y rompió a llorar.
LA CONDENA DEL SANEDRÍN
Al amanecer llevaron preso a Jesús al Tribunal supremo, la más alta autoridad del pueblo judío. Allí se habían reunido los sumos sacerdotes y los ancianos y doctores de la ley. Estaba el Consejo en pleno.
Pedro, queriendo ver qué sucedía, siguió desde lejos a la comitiva hasta el patio del sumo sacerdote Caifás. Los criados y los siervos habían encendido fuego al aire libre, pues la noche era fría. Y Pedro, mezclándose entre ellos, se sentó allí, frente al patio, para calentarse.
Se reunió el consejo en pleno para iniciar el proceso. Querían acusar a Jesús como malhechor y poder condenarlo a muerte. Para ello necesitaban testigos. Y surgieron contra Él muchos impostores que se pusieron a acusarle. Pero no era cierto lo que afirmaban, ni podían demostrarlo por más que lo pretendían.
Unos falsos testigos lo acusaban diciendo: «Él se ha vanagloriado de poder destruir el templo de Jerusalén, construido por manos humanas, y poder levantar en tres días otro nuevo, sin mediación de mano alguna». También lo acusaron de otras cosas más. Pero, al no haber dos testigos que coincidieran en el testimonio, no podían condenarlo. Jesús, por su parte, no respondía palabra alguna a todas aquellas acusaciones.
En esto, se levantó el sumo sacerdote, y, poniéndose en medio de la asamblea, se dirigió a Él y le dijo en voz alta: «¿Por qué no respondes a todas estas acusaciones?» Pero Jesús callaba y no decía ni una palabra. Y, permaneciendo en pie, se dirigió otra vez a Él el sumo sacerdote, y le preguntó con voz fuerte: «¿Eres Tú Cristo, el Hijo de Dios todopoderoso?» Y Jesús dijo: «¡Sí, lo soy! Y veréis al Hijo del hombre sentarse al lado derecho de Dios, en el trono de honor, y venir con las nubes del cielo». Entonces Caifás, rasgando sus vestiduras en señal de espanto, exclamó: «¡Esto es una blasfemia contra Dios! No necesitamos mas testigos. Todos vosotros la habéis oído. Él, simple hombre, afirma ser Hijo del Dios vivo. ¿Qué fallo vais a pronunciar?». Y todos unánimemente lo condenaron a muerte.
Algunos comenzaron enseguida a escupirle y a injuriarle. Le daban puñetazos, le tapaban los ojos y le gritaban: «¡Profeta! ¡Di quién ha sido!» Y los criados le abofeteaban.
JESÚS ANTE PILATO
A la mañana siguiente muy temprano, los sumos sacerdotes y todos los ancianos y altos dignatarios judíos celebraron de nuevo un consejo y tomaron la decisión de entregar al acusado al gobernador romano, Pilato. Los judíos no podían entonces ajusticiar a nadie sin el permiso de los romanos. Así, pues, hicieron llevar encadenado a Jesús ante Pilato. Decían: «Es un revolucionario que amotina a la gente, prohibiendo dar tributo al César. Se ha hecho a sí mismo rey y no lo es en absoluto.» Por eso Pilato le preguntó: «¿Eres Tú el rey de los judíos?» .Y Jesús respondió: «¡Sí, lo soy!». Efectivamente, Dios lo había destinado a ser Señor de los judíos y de los paganos.
A todas las demás acusaciones que adujeron los príncipes de los sacerdotes, no contestó. Entonces preguntó Pilato: «¿No respondes nada a tanta acusación? ¿No quieres defenderte como otros presos?». Pero Jesús callaba; y Pilato se admiró mucho.
Pilato era el dueño y señor del país; pero le gustaba aparentar ser amigo del pueblo judío. Todos los años libertaba por Pascua a uno de los presos judíos, que él, como representante del emperador romano, debía condenar. También esta vez se presentaron judíos ante su palacio a interceder por el preso que querían les libertase aquel año, y por insinuación de los sumos sacerdotes, gritaban: «¡Suéltanos a Barrabás!». Barrabás era un asesino. Había promovido una sedición, y, en el motín, había dado muerte a un hombre; por eso lo habían encarcelado.
Pilato habría puesto de buen grado en libertad a Jesús. Lo tenía por inocente y veía que los sumos sacerdotes lo habían apresado y procesado precisamente por miedo a su propio poder. Por eso preguntó otra vez: «¿No debería, más bien, dejar en libertad al rey de los judíos?». Y gritaron todos muy fuerte: «¡No, a Barrabás!» «¿Qué debo hacer con el que vosotros llamáis rey de los judíos?», preguntó Pilato. «¡Crucifícalo!», gritaba aquella multitud delante del palacio. «Pues ¿qué mal ha hecho?», volvió a insistirles. Pero ellos, instigados por los príncipes de los sacerdotes, gritaban: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!»
Entonces Pilato decidió hacer la voluntad del pueblo, y libertó a Barrabás. Pero antes mandó desnudar a Jesús y azotarlo con látigos como se hacía con todos los malhechores antes de llevarlos al lugar del suplicio, y lo condenó a morir con muerte de cruz.
Marcos 15, 16-32
LA CRUCIFIXIÓN DE JESÚS
Pilato entregó a Jesús a los soldados para que hiciesen con Él lo que quisiesen. Lo condujeron dentro del pretorio, congregaron a todo el cuerpo de guardia, y empezaron a divertirse a su costa dirigiéndole mil burlas. Lo cubrieron con un manto rojo de soldado, como si fuese el manto púrpura de un rey. Trenzaron unas espinas, y se las pusieron alrededor de la frente como corona, en señal de vergüenza y de burla. Luego lo saludaban como si fuese un jefe supremo, a quien debieran obediencia, y gritaban: «¡Salve, rey de los judíos!»
Le pusieron un bastón en la mano como un cetro. Y arrebatándoselo, le golpeaban con él la cabeza, y le escupían. Luego doblaban la rodilla, y, postrándose ante Él, fingían adorarlo. Después de haberse burlado de Él, le volvieron a quitar el manto púrpura y le pusieron sus propios vestidos.
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LA MUERTE DE JESÚS
Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo preferido, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquel momento el discípulo se la llevó con él.
A las doce cayeron tinieblas sobre toda la tierra, y duraron tres horas. A eso de las tres, gritó Jesús desde la cruz, exclamando en su propio idioma: «¡Eloi, Eloi, ¿lama sabajtaní?» que traducido significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Allí cerca había algunos que lo oyeron, pero no sabían qué quería decir. «¡Oíd cómo llama al profeta Elías!», dijeron. «Vamos a ver si viene a bajarlo.» Uno de ellos, untando una esponja en vinagre, la puso en una caña larga y se la acerco para que la chupase.
Luego gritó Jesús otra vez con voz potente, y murió. Y, como señal de que era Hijo de Dios, el velo del templo que colgaba delante del sanctasanctórum de Dios se rasgó de arriba abajo en dos trozos. El centurión romano que hacía la guardia y estaba allí de pie, precisamente frente a la cruz, al ver que ocurrían tales cosas en la muerte de Jesús, exclamó: «¡Verdaderamente, Este era Hijo de Dios!»
También se encontraban allí unas mujeres, observando desde lejos la muerte de Jesús. Ellas lo habían acompañado en Galilea y le habían servido; y con muchas otras habían venido con Él a la fiesta a Jerusalén.
Marcos 15, 42-47
LA SEPULTURA DE JESÚS
Al atardecer, fue José de Arimatea ante Pilato y le pidió permiso para tomar de la cruz el cadáver de Jesús y ponerlo en el sepulcro. Debía hacerse pronto, pues el día siguiente era sábado. Él, por ser judío principal y consejero distinguido, podía atreverse a presentarse al gobernador Pilato. También él esperaba el Reino de Dios y tenía afecto a Jesús.
Pilato se maravilló de que el crucificado ya hubiese muerto. Llamó al centurión y le preguntó cuándo había muerto. Entonces entregó a José el cuerpo de Jesús. Y José compró un gran paño de lino de mucho valor, y, tomando el cuerpo de la cruz, lo envolvió en él, cubriéndolo totalmente.
José poseía un sepulcro de piedra, labrado en una roca de modo que se podía entrar y andar por dentro. Ante tales sepulcros solía colocarse una piedra movediza a modo de puerta. Depositó, pues, el cadáver en aquel sepulcro, y luego cerró con la piedra la entrada. María Magdalena y María, la madre de José, que le había seguido desde Galilea, observaban cómo era colocado.
EL SEPULCRO VACÍO
Tres mujeres, las dos que habían estado presentes en el entierro y Salomé, compraron todo lo necesario y se dirigieron muy de madrugada a ungir el cuerpo de Jesús con óleo y bálsamo, como era costumbre en los entierros. El sábado, día de riguroso descanso, había pasado ya y había comenzado el primer día de la semana.
Justamente salía el sol cuando llegaron al sepulcro. Sabían que había una piedra grande a la entrada e iban hablando sobre quién se la movería para poder entrar. En esto, miraron y vieron que la piedra estaba removida. Entraron en el sepulcro, y vieron dentro, a la derecha, a un joven sentado, que llevaba largas vestiduras; ellas se asustaron.
Él les habló diciéndoles: «¡No os asustéis! Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado. No está aquí. Ved, aquí yacía. Id y decid a sus discípulos y a Pedro que Él os precederá a Galilea, como dijo. Allí le veréis». Y las mujeres corrieron huyendo del sepulcro, sobrecogidas de temblor y espanto.
Jesús se apareció a los apóstoles cuando se encontraban reunidos junto a su Madre. Faltaba Tomás y cuando le contaron lo que había sucedido no lo creyó. Por segunda vez se les apareció el Señor, en esta ocasión se encontraba Tomás con ellos. Para convencerse de la resurrección de Jesús metio sus dedos en las llagas.
Marcos 24, 13-35
LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS
El mismo día que las mujeres habían estado en el sepulcro vacío, iban dos de los discípulos a Emaús, una aldea que estaba a dos horas de camino de Jerusalén. Probablemente habían ido de allí a la fiesta, y ahora regresaban a casa, tristes y abatidos.
Hablaban de cómo Jesús había sido apresado, crucificado y puesto en el sepulcro. Y, mientras dialogaban sobre la decepción que habían sufrido acerca de Él, de repente se les acercó Jesús, caminando en su compañía. Venía como un peregrino de los que volvían de Jerusalén, pero ellos no sabían que era Jesús, y no lo reconocieron.
Él les preguntó: «¿De qué habláis en el camino, que os entristece tanto?» Ellos se extrañaron mucho; y uno de ellos, llamado Cleofás, le dijo: «¿Eres Tú el único forastero de Jerusalén que no se ha enterado de lo que ha pasado allí estos días?» El preguntó: «Pues ¿qué ha sucedido?»
Respondieron: «Lo de Jesús de Nazaret. ¿No te has enterado? ¿No sabes que era un gran profeta, poderoso en palabras y obras delante de Dios y de los hombres, y que nuestro sanedrín y los príncipes de los sacerdotes lo han condenado a muerte y lo han crucificado? Nosotros habíamos pensado que Él era el Salvador enviado por Dios al pueblo de Israel. Y resulta que ha muerto. Hoy hace precisamente tres días que sucedió todo esto. Por lo demás, unas mujeres de las nuestras nos han asustado contándonos algunas cosas. Han estado hoy por la mañana en el sepulcro y dicen que no estaba el cadáver. Afirmaban, muy excitadas, que se les habían aparecido ángeles, diciéndoles que Él vive. Por ello algunos de nuestros hombres fueron rápidamente al sepulcro y encontraron todo como habían dicho las mujeres. Pero a Él no lo vieron.»
Entonces les dijo Él: «Pero ¡qué lentos sois para comprender! ¿Tan difícil os resulta creer lo que los profetas dijeron hace tanto tiempo? ¿No debía padecer Cristo todas estas cosas antes de entrar en su gloria?». Y comenzó a explicarles lo que en la Escritura hay referente a Él, empezando por Moisés y pasando por los profetas.
Mientras hablaban, habían llegado a Emaús. Él fingió seguir adelante. Pero ellos le pidieron que entrase en casa, diciéndole: «¡Quédate con nosotros! Está oscureciendo y acaba ya el día. ¡Hospédate aquí!». Y se quedó, y entró con ellos.
Y luego, estando sentados a la mesa para cenar, tomó Jesús pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio a ellos. Así solía hacerlo en otras ocasiones, y así lo había hecho antes de su prendimiento en Getsemaní. De repente se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Y en aquel instante desapareció Jesús de su presencia.
Fuera de sí de alegría, levantándose, exclamaron: «Ahora caemos en la cuenta de por qué latía fuerte nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino explicándonos la Sagrada Escritura». Y, no pudiendo contenerse, a pesar de la oscuridad, fueron corriendo las dos horas de camino que había hasta Jerusalén, y no experimentaron cansancio alguno.
Encontraron a los once discípulos y a todo el grupo de fieles de Jesús reunidos en una casa. «¿Sabéis que verdaderamente ha resucitado el Señor?», les gritaron los del grupo. «¡Simón Pedro lo ha visto!» «¡También nosotros lo hemos visto!», exclamaron ambos en respuesta. Y contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido en casa al partir el pan.