EL TREN DE LENIN – Catherine Merridale

EL TREN DE LENIN - Catherine MerridaleEntre los episodios que trazaron el rumbo del siglo XX, uno de los más decisivos fue sin duda el del viaje que llevó a Lenin desde Suiza, sede de su exilio, a la Rusia revolucionaria, en abril de 1917 (según el calendario gregoriano). Acierta de lleno Stefan Zweig al decir de este acontecimiento –recreado en su espléndida colección de miniaturas históricas, Momentos estelares de la humanidad– que fue el más potente de los proyectiles disparados durante la Gran Guerra, pues hizo saltar en pedazos el orden vigente y alteró la faz no ya de un país sino del mundo entero. El traslado de Lenin y su comitiva (32 personas en total) en el célebre “tren sellado” –que de sellado tuvo en realidad muy poco-, partiendo en Zurich y atravesando tierras alemanas con destino a Suecia, para finalmente arribar a Petrogrado en la Estación Finlandia: este episodio ha sido referido muchísimas veces, constando con diverso grado de detalle en las biografías de Lenin y en la generalidad de las obras panorámicas abocadas al siglo pasado o a la Revolución Rusa. Como tantos capítulos de la historia, con mayor razón tratándose de uno verdaderamente crucial, merece este incidente una visión pormenorizada, y esto es precisamente lo que ofrece la historiadora británica Catherine Merridale en su más reciente trabajo, El tren de Lenin (‘Lenin on the Train’, 2016). Destaca este libro en el aluvión de publicaciones motivadas por el centenario de la Revolución Rusa, considerado el panorama editorial español: una monografía en medio de una respetable variedad de historias generales (sin afán de exhaustividad: obras concisas como las de Julián Casanova, José M. Faraldo, Mira Milosevich o Christopher Hill, medianas como las de Sean McMeekin o Neil Faulkner, extensas como la de Richard Pipes). No es solo que el viaje de Lenin a Rusia tuviera a la larga consecuencias de proporciones globales; el hecho mismo estuvo surcado de vicisitudes y aristas de tal magnitud que justifican un escrutinio focalizado como el emprendido por Merridale, que merced a su buen pulso narrativo y un encomiable sentido crítico proporciona un estudio de considerable interés.

En la raíz del acontecimiento hubo una convergencia de intereses de lo más improbable, inimaginable en circunstancias ordinarias. Debía cristalizar un contexto tan desquiciado como el de la Primera Guerra Mundial para que el gobierno ultraconservador de la Alemania imperial y el líder de una camarilla revolucionaria rusa acordasen una acción en común. El quid del asunto es conocido: las autoridades alemanas buscaban un modo de desestabilizar a su oponente ruso a fin de forzar su salida de la guerra, permitiendo a los alemanes canalizar su esfuerzo bélico en un único frente, el occidental. Provocar en el imperio ruso una crisis interna por la vía de fomentar un golpe de estado o una sublevación popular fue una alternativa que ganó adeptos conforme empezaba el tercer año de la contienda, llevando al personal del Ministerio de Relaciones Exteriores a fijarse en el grupo de revolucionarios rusos exiliados en Suiza, los más prometedores en términos de determinación y radicalismo. Los agentes alemanes con base en el país alpino identificaron a Lenin como el líder de la facción más extremista; lo era en verdad, al punto de haberse manifestado abiertamente partidario de que Rusia perdiera la guerra: la derrota desacreditaría al régimen zarista y precipitaría al país a la revolución. El paso siguiente para los alemanes fue recurrir a individuos que sirvieran como intermediarios que contactaran a Lenin y allanaran el camino al objetivo de ponerlo –a él y a sus secuaces- en Rusia. La eventual disposición del jefe bolchevique a aprovechar la ocasión tenía una garantía inapreciable: la perspectiva de una Rusia triunfante en su guerra contra las Potencias Centrales era el mayor obstáculo que cabía concebir para la revolución, un supuesto que los trastornos de febrero de 1917 no hacían sino confirmar. Una vez enterado de los sucesos que desembocaron en la abdicación del zar Nicolás II, Lenin vivía atormentado por el deseo de retornar a Rusia -tras una década de expatriación- y poner a su partido en la cabecera del movimiento revolucionario. Con todo, el ser visto como un agente del gobierno alemán representaba un inconveniente mayúsculo que debía ser escrupulosamente sorteado. Fijadas las condiciones para esto, tanto como podía hacerse en la problemática coyuntura de entonces, el famoso viaje desde Zurich a Petrogrado atravesando territorio alemán pudo ser acometido.

Catherine Merridale delinea en torno de estos hechos un relato ágil, robusto y meticuloso, en el que confluyen muchas de las facetas involucradas en el episodio que gatillaría la revolución bolchevique. Como es de esperar, destaca el papel desempeñado por los individuos que sirvieron de enlace entre las partes concernidas en el viaje, sobresaliendo algunos como Fritz Platten, Yakov Fürstenberg (alias “Hanecki”), Aleksandr Kesküla y el más conocido de todos, Aleksandr Helphand (alias “Parvus”): descontando al primero, un marxista suizo de carrera más o menos convencional (y que acompañó a la comitiva rusa a bordo del tren, mediando entre ésta y los custodios alemanes), los otros eran sujetos más bien sórdidos y ambiguos, que tanto podían ser dobles agentes o infiltrados bajo careta revolucionaria como podían compatibilizar unas convicciones marxistas con un fructífero desempeño en las arenas de la empresa capitalista. Helphand/Parvus era en este sentido un caso emblemático, con su opulento estilo de vida –digno del más desenfrenado aficionado a los placeres que la riqueza puede comprar, cosa que él era- y con sus actividades subversivas, sobre todo el financiamiento de sindicatos y organizaciones extremistas. También pone el foco nuestra autora en la actuación de otros emigrados o desterrados, vueltos a Petrogrado después de febrero de 1917: muy principalmente, el caso de Georgi Plekhanov, decano de los marxistas rusos, residente a la sazón en San Remo, Italia; y el del georgiano Irakli Tsereteli, dirigente menchevique desterrado en Siberia. Por sus respectivos antecedentes, ambos estaban llamados a ocupar un lugar prominente entre los conductores del proceso revolucionario, pero fueron finalmente desbancados por la radicalización del mismo bajo protagonismo bolchevique. Su frustrado cometido aporta a la narración un esclarecedor contrapunto con el papel ejercido por Lenin, del que se diferenciaban por ser bastante más moderados y conciliadores y por su apoyo a la participación de Rusia en la guerra, justificándola como la defensa de la patria ante la agresión de las potencias enemigas (postura a la que por entonces los círculos de izquierda aplicaban el nombre de “defensismo”).

Especial atención recibe el aspecto más controversial del viaje de Lenin, la espinuda cuestión del presunto papel del líder bolchevique como agente de Alemania. Ya en aquel tiempo fue Lenin objeto de ácidas críticas por sus negociaciones con los alemanes, sin cuyo consentimiento jamás podría haber retornado del modo en que lo hizo, sospechándose además que el financiamiento alemán excedía lo requerido para la realización de su viaje a Rusia y que su proceder como agitador estaba espoleado por el propósito de retribuir a los favores de las autoridades germanas, cometiendo traición a su país. El asunto fue profusamente tratado en la prensa rusa lo mismo que en la extranjera, alimentando las especulaciones más disparatadas. Tanto Lvov como Kérensky, jefes sucesivos del Gobierno Provisional, impulsaron sendas investigaciones en pos de evidencias que demostraran que Lenin actuaba en connivencia con los alemanes, ninguna de las cuales obtuvo resultados definitivos. El asunto del supuesto “oro alemán” detrás de las actividades de Lenin persistió en el imaginario y en las conjeturas en derredor de los sucesos de aquel año, con secuelas hasta tiempos recientes. Merridale opta por desestimar las acusaciones de Dmitry Volkogonov, que en la década de los 90 adujo haber encontrado documentos incriminatorios que demostraban fehacientemente que Lenin había obrado al servicio del gobierno alemán. La historiadora considera razonable la suposición de que la subvención del diario Pravda provenía en buena medida de los alemanes, y que una parte de los fondos recaudados por individuos como Parvus y Hanecki -que sostenían contactos con los alemanes- debían haber ido a parar no solo a las apremiadas arcas del partido bolchevique sino también a los bolsillos de Lenin, pero sin alcanzar las cantidades fabulosas que en aquellos días se ventilaban. Lo cierto es que, así como Ludendorff y otros jefes alemanes esperaban sacar provecho de la labor de zapa de Lenin, empeñado como estaba en desbaratar los compromisos que el régimen zarista había contraído con sus aliados occidentales, Lenin se benefició de los cálculos de los alemanes en favor de sus propios intereses, conduciendo a Rusia hacia la atroz dictadura comunista.

– Catherine Merridale, El tren de Lenin. Los orígenes de la Revolución Rusa. Crítica, Barcelona, 2017. 368 pp.

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