EL GRAN MIEDO – James Harris

El sentido entero del libro de Harris es contrarrestar la tesis tradicional sobre el Gran Terror, las purgas multitudinarias que tuvieron lugar entre 1936 y 1938 en la Unión Soviética; tesis que, según el autor, incurre en el error de personalizar en exceso el dramático acontecimiento, atribuyendo su gestación al deseo de Stalin de acrecentar su poder. A esta explicación simplificadora, consagrada ante todo por el clásico estudio de Robert Conquest, ‘The Great Terror’ (1968), Harris opone una que pone el acento en ciertas continuidades históricas tocantes a la Rusia pre y posrevolucionaria. El enfoque de Harris imbrica la mentalidad de asedio de los dirigentes soviéticos con la apreciación del terror como supremo mecanismo de defensa frente a la amenaza interior. De acuerdo a esta tesis, los dirigentes de la URSS, partiendo ciertamente por Stalin, creían que el régimen surgido de la revolución estaba sometido a una constante amenaza exterior, y que los estados enemigos operaban en connivencia con numerosos elementos contrarrevolucionarios que, infiltrados en el sistema, realizaban una subrepticia labor de zapa. La impresión de hallarse bajo asedio era una herencia del Antiguo Régimen, aquejado desde sus orígenes de un estado de guerra semipermanente contra multitud de potencias hostiles; también lo era el temor al faccionalismo y las luchas intestinas por el poder, así como al peligro de las infiltraciones, sobre todo desde que la Revolución Francesa y las libertades políticas occidentales amenazaran con contagiar de ideas peligrosas a los aristócratas que viajaban a Europa. La sensación de vulnerabilidad e inseguridad había sido una constante en la historia de la monarquía rusa, y los amos del nuevo régimen estaban igualmente imbuidos de ella. Pero también lo estaban de la forma de proceder bajo esa sensación: recurriendo a medidas coercitivas propias de un estado policial, bien conocidas por quienes habían sido las víctimas predilectas de la represión zarista. De su muy personal experiencia, los líderes bolcheviques dedujeron que la respuesta a la acción subversiva consistía en un aparato de vigilancia y castigo de eficacia redoblada, para lo cual urgía endurecer sus métodos. La tesis de James Harris se yergue sobre la premisa de que ninguna de las circunstancias que incidieron en la génesis del Gran Terror carecía de precedentes en la historia rusa.

El paradigma revolucionario supone el recurso a la violencia extrema, legitimada por el principio de que la fundación de una nueva sociedad conlleva la necesidad de desmantelar el orden existente desde sus cimientos, una tarea de suyo ímproba; entre otros factores, hay que dar por descontado que el antiguo régimen, por moribundo que esté, no se dejará destruir sin oponer resistencia. La creación de una sociedad de nuevo cuño es un proceso que demanda enormes sacrificios, y esta es apenas una de las razones por las que los revolucionarios profesan el más absoluto desprecio por los derechos y libertades individuales, caros a los regímenes burgueses. La revolución actúa en concomitancia con el imperativo histórico, toda ella es puro acuerdo con las leyes históricas, y en el trayecto hacia lo históricamente inevitable –la instauración del orden ideal-, los escrúpulos humanitarios, los inspire la fe religiosa o la ética ilustrada liberal, solo pueden ser un estorbo y una distracción. En el contexto del credo revolucionario -¿y qué es la ideología revolucionaria sino otra forma de fe?-, imponerse con la máxima fuerza al adversario significa eliminar toda oposición a la labor fundacional de la vanguardia revolucionaria; suprimir la disidencia es por consiguiente una necesidad indeclinable, o, más aun, un deber sagrado.

La ideología marxista en particular aboca a sus seguidores a una lucha en que el individuo solo cuenta por su adscripción de clase; compenetrados de una lógica binaria y en esencia beligerante de amigo/enemigo (“si no estás con nosotros estás contra nosotros”), empeñados por consiguiente en acabar con segmentos enteros de población (encarnaciones del enemigo existencial, la “burguesía”), los bolcheviques se veían en la tesitura de hacer caso omiso de un sinfín de sutilezas morales y jurídicas, entre ellas las relativas a los derechos de las personas. Era en definitiva una cultura no solo dogmática y autoritaria, sino cultura de la sospecha lo que se implantaba en el corazón del régimen, fomentando la interpretación automática de la disconformidad, incluso de las más cautelosas objeciones, como desviacionismo y afán de sabotaje; dudar de la línea adoptada por la autoridad central constituía una señal de herejía e insumisión, el más intolerable de los pecados. Ninguna de estas consideraciones es irrelevante al momento de examinar la propensión del régimen soviético al ejercicio sistemático del terror; una propensión que cabe ver no como elemento incidental o subordinado sino como componente estructural del sistema.

Habida cuenta de algunas de las circunstancias coadyuvantes (aquí apenas esbozadas), es importante hacer hincapié en el hecho de que, mediada la década de los treinta, ninguna amenaza interior o exterior –ningún cerco capitalista, ninguna invasión extranjera ni conjura interna- hacía peligrar la subsistencia del régimen comunista. En aquella coyuntura, más que los hechos, lo determinante eran las percepciones, derivadas en gran medida de la mentalidad y las predisposiciones imperantes. En el clima de desconfianza e inseguridad que cundía en la cúpula directiva, sumado a la tradición rusa de violencia política y menosprecio de la individualidad y a la implacable beligerancia de quienes estaban decididos a ejecutar un programa revolucionario, la percepción de una amenaza podía desatar genuinas tormentas de persecución y coerción. Según nuestro autor, esto es justamente lo que ocurrió en la URSS de la época. El propósito de James Harris es analizar el detonante concreto del Gran Terror, que en lo medular concierne a un fallo en la recolección y procesamiento de información y en la comprensión distorsionada de la realidad por la dirigencia, que se creyó expuesta a una amenaza existencial.

Tratándose de información, los organismos de seguridad asumen un rol protagónico. Muy malos augurios tuvo para el futuro del país el nacimiento de la policía política soviética, cuyo primer organismo, la Cheká (fundada en diciembre de 1917), se aficionó a ver coaliciones antisoviéticas y conspiraciones por doquier, exagerando muchas veces la importancia de las que hubo en los años iniciales del régimen. Fuera de inseminar una mentalidad de la conspiración en la matriz de la seguridad nacional, la etapa de gestación de la misma le proporcionó un pretexto del que sus sucesores –llegando hasta el KGB- echarían mano regularmente a fin de justificar su existencia: mientras hubiera enemigos confabulándose para socavar las bases del régimen, este necesitaría de una policía secreta, generosamente financiada y bien provista de personal. Otro factor que incidiría en la catástrofe era la falta de espacio para un desempeño honesto y eficiente del funcionariado, impedido de suministrar a la jerarquía gubernamental información verídica que pudiera contradecir las directrices emanadas por el centro. En este sentido, los fallos en la industrialización y la hambruna ucraniana sentaron un funesto precedente: Stalin demostró escaso realismo y nula receptividad a los informes sobre las dificultades para cumplir los exorbitantes planes económicos (plazos y cuotas de producción imposibles), dudando de la lealtad de los funcionarios que osaban cuestionar los programas oficiales (y en el clima ideológico de aquel régimen, todo individuo desleal debía por fuerza ser un saboteador o un provocador a sueldo de una potencia extranjera). De tal suerte intimidados, los funcionarios no tendrían en adelante más remedio que mentir, maquillar sus reportes de modo de hurtar el cuerpo a las suspicacias de la jefatura, reportando datos y observaciones que la complacieran. (Lógicamente, la transmisión de información falsa es por completo disfuncional a lo requerido para una toma de decisiones eficaz.) Harris remarca que Stalin había «cerrado los canales de comunicación entre él y sus principales funcionarios», acentuando de paso la demonización de quienes no se ceñían irrestrictamente a la planificación central.

Indicios de la tensión acumulada por semejante estado de cosas proliferaron con ocasión del asesinato en diciembre de 1934 de Serguéi Kírov, jefe del partido en Leningrado. En conformidad con la mentalidad que él mismo había contribuido a afianzar, Stalin se rehusaba a admitir que Nikoláiev, el asesino de Kírov, hubiera actuado por cuenta propia; el atentado debía ser obra de un grupo de opositores, quizá de una red extensa de organizaciones clandestinas (tras la cual podía adivinarse la sombra de Trotski, el gran chivo expiatorio del estalinismo). Así como en el terreno de la economía, los funcionarios amañaban los informes para “decir al Jefe lo que quería oír” (no solo esto: también recurrían a artimañas como entregar artículos incompletos o defectuosos para cumplimentar las metas fijadas), en materia de seguridad el NKVD –el órgano represivo de turno- recrudeció el procedimiento de sobredimensionar las conspiraciones, exagerando el número de implicados e inventándose ramificaciones; mostrarse diligentes en la búsqueda de chivos expiatorios era un modo probado de complacer a Stalin. Era también el camino seguro a una crisis que no tardaría en estallar. «La presión para encontrar enemigos –apunta Harris- era extremadamente peligrosa porque amenazaba con destrozar de arriba abajo el aparato del Partido y el Estado en una espiral de denuncias y contradenuncias». Para mayor abundamiento, el ascenso de los fascismos y el incremento de las tensiones en el plano internacional hacían creer a Stalin que el cerco se estrechaba, volviéndose inminente el asalto contra la URSS. El contexto entero empujaba a la jefatura soviética al convencimiento de que la única de manera de sobrevivir era desatar una oleada masiva de terror destinada a expurgar el país de elementos perniciosos.

Harris hace un repaso panorámico de la trama desencadenada por el asesinato de Kírov: el procesamiento y ejecución de los líderes bolcheviques caídos en desgracia (Bujarin, Kámenev, Zinóviev, Smirnov, Ríkov, etc.); los violentos interrogatorios y la impostura de los juicios de Moscú (en conjunto, una gran farsa); el hostigamiento de las decenas de miles de exiliados comunistas refugiados en la URSS, casi todos ellos ejecutados o confinados en el Gulag; la rivalidad entre Yagoda y Yezhov, esbirros de Stalin y despiadados animadores de las purgas (como es sabido, ambos jefes sucesivos del NKVD acabaron devorados por el terror que habían orquestado); la depuración, en fin, de las fuerzas armadas, cuya víctima más sonada fue el general Tujachevski, falsamente acusado de conspirar contra Stalin. De las líneas gruesas de esta recapitulación, Harris extrae conclusiones sobremanera relevantes, en línea con los planteamientos arriba reseñados.

Una de ellas remite al efecto surtido por las presiones ejercidas sobre el funcionariado, en orden a exigirles un cumplimiento estricto de las metas establecidas por los planes económicos. En el ámbito respectivo, lo que resultó de esas presiones –y de las amenazas apenas veladas que ellas implicaban- fue no solo la corrupción creciente de los funcionarios sino una respuesta que los expertos en administración y sociólogos organizacionales habrán observado en sus investigaciones: la formación de camarillas que cerraban filas para sostener las estructuras de poder locales y desviar la responsabilidad de los fallos hacia otras entidades o hacia el personal del escalafón inferior. En el caso del aparato policial, su desempeño en las purgas arrojó grandes cantidades de militantes del partido y funcionarios de bajo rango expurgados, fruto de un mecanismo similar: los secretarios regionales y élites locales habían cerrado filas y desviado la atención de los agentes del NKVD hacia las bases del sistema; contribuyeron también en el montaje de supuestas maquinaciones cuyos hilos conducían a los antiguos rivales de Stalin, Bujarin, Kámenev y demás (en último término, cómo no, a Trotski). La exigencia de extremar la vigilancia y consumar la caza de conjurados provocó un ciclo ascendente de denuncias y contradenuncias que alcanzaba finalmente la cima de la jerarquías locales. El cometido de Yezhov fue crucial en la apoteosis del terror. Determinado a mostrarse expeditivo en la depuración del régimen, aceleró la pauta de detenciones y castigo de supuestos crímenes de sabotaje y traición, con la consiguiente masificación de las víctimas. Su mismo empeño estaba condenado al fracaso ya que las confabulaciones y operaciones de sabotaje no eran más que fantasías, producto de la generación de información falsa por los servicios de inteligencia. La sola circunstancia de que la información se obtuviera por medio de una tortura sistemáticamente aplicada, con ausencia clamorosa de pruebas concretas, es una señal de la paupérrima fiabilidad de las denuncias y presuntas confesiones obtenidas.

Por cierto, ni siquiera Harris, razonablemente empeñado en no personalizar la interpretación del Gran Terror, puede eludir la preeminencia del dictador en la cuestión. Después de todo, se trataba ni más ni menos que de un despotismo totalitario. Al respecto, lo que el historiador sostiene es que «las explicaciones de ese asesinato masivo que se concentran en su psicopatología son inadecuadas e inútiles. Stalin no era un paranoico, al menos no en el sentido clínico del término. Aunque es cierto que hizo más que cualquier otra persona por moldear el perverso sistema de información y dirigir las respuestas de la policía política, sus acciones y reacciones no fueron en absoluto únicas. Su círculo íntimo compartía su manera de reaccionar ante los informes de inteligencia que recibía». Considerado el asunto en perspectiva, salta a la vista que la mecánica entera del sistema había erigido las figuras del saboteador y del agente trotskista en unos demonios que aplicaban todo su celo en la destrucción solapada del régimen soviético. Conspiradores ellos mismos en los tiempos del zarismo, los viejos bolcheviques inficionaban al sistema de una mentalidad de conspiración y suspicacia generalizada que se retroalimentaba constantemente, enrareciéndolo de tal manera que su funcionamiento, viciado de raíz, no solo impedía la eficiencia y la probidad administrativas –así como el procesamiento adecuado de información relativa a la seguridad- sino que terminaba aniquilando vidas.

– James Harris, El Gran Miedo: una nueva interpretación del terror en la Revolución Rusa. Crítica, Barcelona, 2017. 272 pp.

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