PRIMAVERA DEMOCRÁTICA

           

El 14 de abril se cumplirán noventa años de la proclamación pacífica de la Segunda República española y, a día de hoy, sigue despertando odios y amores a partes iguales, fruto de nuestro cainismo ancestral y de nuestro propio ADN nacional, pero también por su trágico final, una guerra civil fratricida a la que siguió un largo régimen franquista que impuso en gran medida su relato, difícil de erradicar incluso a día de hoy.

La República nació con la primavera, “la niña bonita”, que la llamó Salvador de Madariaga, y duró eso, lo que dura la primavera. Y, como en todo proceso histórico, hubo luces y sombras. No obstante, lo que más me impresiona y atrae de este período fue el enorme esfuerzo que durante su vigencia realizaron un puñado de hombres y mujeres para emprender una serie de reformas que acabasen con esa nefasta historia de España, que describió tan acertadamente Gil de Biedma en su “Apología y petición”…

“(…)

este país de todos los demonios

en donde el mal gobierno, la pobreza

no son, sin más, pobreza y mal gobierno,

sino un estado místico del hombre,

(…)

De todas las historias de la Historia

la más triste sin duda es la de España

porque termina mal. (…)”

        Y así fue, la República y su vocación reformista y democratizadora acabó mal. Durante los primeros años trataron de cambiar la cara a este país sumido en una crisis general que arrastrábamos desde finales del siglo XIX y que, como decía Manuel Azaña, “la República no podía dejar las cosas como las halló”, y es que las condiciones de vida de la clase trabajadora y la sangrante desigualdad social existente no permitían más dilaciones; era fundamental también acometer esa reforma agraria reclamada desde hacía siglos y demandada angustiosamente por esas gentes del sur peninsular tan pobres y abandonadas por el poder político; además, era necesario llevar la cultura a los pueblos, hasta entonces convertidos en reductos de marginación y oscurantismo, e impulsar una educación pública de calidad, que acabasen con el analfabetismo y facilitasen el progreso; así mismo, se planteaba la necesidad de dotar de derechos políticos y sociales a las mujeres de este país y establecer un modelo de estado aceptado por todos, entre otras muchas cuestiones perentorias que se habían ido aplazando sin darles solución.

        Todas ellas eran acciones loables y que requerían un enorme esfuerzo y unidad de acción, ya que aparte de los recursos y energía necesarios y de encontrarnos en un momento de crisis mundial, había que doblegar la oposición a los cambios por parte de aquellos que trataban de mantener el orden social y los privilegios de los que gozaban secularmente y de aquellos otros que trataban de impulsar una revolución que impusiera un dominio diferente, pero igual de despótico e injusto. Los socialistas y los partidos republicanos, de derecha e izquierda, podían haber dado la solidez a la República para acometer esa ingente labor, pero unos y otros se verán superados por las posturas más radicales tanto dentro de sus agrupaciones como fuera de ellas. La situación de crisis internacional y la radicalización política a nivel mundial tampoco ayudó, y las democracias se vieron acuciadas por los autoritarismos tanto de derecha como de izquierda.

            Al final, tanto tiraron unos y otros de la cuerda que esta se rompió y, como siempre, por la parte más débil, la de la sensatez, la moderación, el diálogo y el bien social; así, finalmente, vencieron los de siempre, los que habían tenido secularmente el poder político y económico, e impusieron sus valores y su dominio “a sangre y fuego”, como decía Manuel Chaves Nogales en esa excelente obra, en la que nos pone en guardia contra los radicalismos de todo tipo y que animo a todos a leer.

        La guerra fue dura, pero la dictadura franquista fue una terrible losa, que impuso su relato e impulsó el miedo a reabrir las heridas de la guerra durante la Transición y con posterioridad, quedando sin cerrar este trauma nacional, que como consecuencia resurge periódicamente.

            En la actualidad, volvemos a estar en un momento de crisis en los que los radicalismos resurgen con fuerza; pero, lo más preocupante es que estos cada vez tienen mayor protagonismo en los partidos que deberían mantener la estabilidad democrática en España, poniendo en peligro nuestro propio sistema de libertades, buen ejemplo de ello lo tenemos en la campaña electoral madrileña, donde los exabruptos verbales parecen dar rédito político, pero sin darse cuenta que con ello erosionan los pilares de nuestra democracia.

        Por eso, hoy, es más importante que nunca seguir trabajando por la tolerancia, el diálogo y la democracia, arrinconar a los radicales e intolerantes, y conseguir para nuestro país esa primavera democrática, de justicia social y de progreso con la que soñaron aquellos reformistas de los inicios de la Segunda República, y que impidan que nuestra historia siempre acabe mal.

 

 

 

Sebastián Merino Muriana

 

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