EL AMANTE JAPONÉS – Isabel Allende

Isabel Allende es sonrisa. Bajo el tapiz de modernidad y frescura que exhibe en cada entrevista, derrama como un perfume el aroma del dolor, oculto en la profundidad de sus ojos. Una vida azarosa a ratos, enredada y viajera, pero firme y mansa la mayoría de sus días. Liberada de los ecos maliciosos que menospreciaban la rotundidad de su escritura o relegaban a la autora a la categoría de aprendiz mediocre de escritores consagrados del «realismo mágico», defender su pluma, hoy en día, resulta ridículo.

El amante japonés es una de tantas historias a las que la autora nos tiene acostumbrados en las que, con la disculpa de una tórrida y, a veces, imposible, historia de amor se atreve a meter el dedo en la llaga. Esta vez la herida hay que destaparla con cuidado e incido en -con cuidado-, porque esta escritora tiene tendencia a enredar la vida de sus personajes con momentos históricos tan dispares como dolorosos. En la novela El amante japonés mezcla con tino, la Polonia de la II Guerra Mundial, en concreto, el gueto de Varsovia, la Guerra de los Balcanes y las miserias que EEUU se empeña en disimular sobre la existencia de campos de concentración para los prisioneros de guerra japoneses, como respuesta al ataque japonés sobre  Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941.

La crisis en la seguridad del estado norteamericano activó la necesidad de venganza y así, un año después del ataque, el presidente Franklin D. Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066, que llevó al internamiento de unas ciento veinte mil personas de ascendencia japonesa en campos de concentración por todo el país.

Isabel Allende narra las circunstancias y secuelas psicológicas de este fragmento de la historia a través de la relación de los personajes principales: la historia de amor entre la joven Alma Velasco y el jardinero japonés, Ichimei. Unas, vidas en apariencia sin nada en común, que se entrecruzan para mostrar y redescubrir a los lectores que dos tercios de los prisioneros que acabaron en aquellos campos de concentración habían nacido en Estados Unidos. Eran, por tanto, familias desarraigadas de sus hogares, de sus trabajos y comunidades, que fueron encarceladas en lo que se llamó «centros de traslado de guerra». Un eufemismo curioso por ser, a todos los efectos, un campo de concentración, con sus vallas de alambre de espino y sus guardias armados.

Pero la historia de El amante japonés, pese a mostrar la dureza de la vida en los campos, la muerte y las humillaciones a las que fueron sometidos los japoneses y sus descendientes, es, ante todo, una historia de resistencia. En boca de la escritora: “ En agosto habían desplazado a más de ciento veinte mil hombres, mujeres y niños; estaban arrancando a ancianos de hospitales, bebés de orfanatos y enfermos mentales de asilos para internarlos en diez campos de concentración, mientras que, en las ciudades, quedaban barrios fantasmagóricos de calles desoladas y casa vacías”

Narrada en tercera persona, la novela se abre camino a dos tiempos, en una suerte de flash-back, en los que alternan presente y pasado. A mí me parece, ante todo, una historia de adaptación que muestra el coraje de un prisionero en lucha constante por integrarse en la sociedad americana a través del cultivo de las plantas.

La protagonista de la novela se llama Alma Velasco, una anciana malhumorada y poco sociable. Una mujer culta y desahogada económicamente que ingresa en Lark House, una residencia de lujo, por iniciativa propia y como muestra de rebeldía hacia su familia. Nacida en Polonia, Alma viajó a San Francisco para vivir con sus tíos cuando era una niña y en plena Segunda Guerra Mundial. Tras una acomodada y plena vida decide terminar sus días en una residencia. Alma contrata como asistente personal a Irina Bazili, una joven moldava, dotada de una paciencia infinita y drogadicta. Es en esta relación cuando el lector empieza a involucrarse en la trama de secretos que Allende urde con maestría a través de sus personajes. Irina oculta una niñez de pasado oscuro que dificulta el contacto afectivo con la gente. A través de la relación de Irina con el nieto de Alma, Seth Velasco, conocemos la existencia de una serie de cartas y, como no, el secreto que la anciana oculta tras ellas. Este secreto no es otro que existencia de Ichimei Fukuda: El amante japonés.

Al personaje lo conocemos a partir de fragmentos de epístolas que el desconocido envía a Alma a lo largo de toda su vida y a los recuerdos de la propia Alma. Ichimei es un discreto jardinero cuya vida son las plantas. En la novela, la protagonista lo dota de: “dedos mágicos”, metáfora de las virtudes del japonés. La pareja se conocen desde la niñez porque, el padre de Ichimei trabajó para la familia de Alma, y sus vidas coinciden y se separan con movimientos serpenteantes. Su historia de amor parecía estar abocada al fracaso, un matrimonio mixto, entiéndase de diferente raza, se antojaba en aquellos tiempos como un imposible. Tanto Alma como Ichimei continúan su vida por separado, se casan con otra pareja y tienen hijos, pero sin olvidar nunca su historia de amor.

Allende mantiene las constantes de sus novelas con el tema de la vejez, el amor y la muerte,  el mundo de lo paranormal o fantasioso y, por supuesto la coincidencia del amor y de los secretos. Y por si alguien necesita algún aliciente más para leer: El amante japonés, encontrará en la trama otras “pequeñas” llagas en las que la autora mete el dedo: la homosexualidad en los años cuarenta, con los inicios de la enfermedad del Sida y la pornografía infantil. Un combinado sugerente para una buena lectura.

“La felicidad no es exuberante ni bulliciosa, como el placer o la alegría. Es silenciosa, tranquila, suave, es un estado interno de satisfacción que empieza por amarse a sí mismo”. Isabel Allende.

 

Isabel Allende. El amante japonés. Plaza & Janes Editores. (2015) 352 pp

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