TEMPLARIOS. SOLDADOS DE DIOS – Zvonimir Grbašić

“Ordenamos, por consentimiento común, que en esta orden, gobernada por Dios, ningún hermano luchará o descansará de acuerdo a su propia voluntad, sino siguiendo las órdenes del maestre, a quien todos deben someterse. Y este seguirá las palabras de Jesucristo cuando dijo: ‘No he venido a hacer mi propia voluntad, sino la de mi Padre, que me ha enviado’”.

Cláusula 41 del reglamento del Temple.

A finales de noviembre del año 1095 el obispo de Roma Odón de Lagery, conocido como Urbano II, convocó en la localidad francesa de Clermont un concilio a instancias del emperador bizantino Alejo I Comneno. Acudieron los altos cargos de las jerarquías eclesiásticas, señores feudales y nobles personalidades de toda la Cristiandad. Después de diez días de debates, el 27 de noviembre Urbano cerró el cónclave con una histórica alocución en la que exhortaba a cumplir una misión que atañía a todo aquel que se preciara de ser hijo de Dios. Su discurso enardeció a las masas congregadas, que repitieron con fervor: “¡Deus lo vult!, ¡Deus lo vult!”.

¿Qué es lo que Dios quería, para lo cual había de emplearse tiempo, esfuerzo y sacrificio en forma de vidas humanas? Alejo Comneno había pedido ayuda a la Cristiandad en la lucha contra los turcos seléucidas, que estaban resultando victoriosos en su empeño de ampliar sus territorios en Oriente, en las fronteras del imperio bizantino. Las Sagradas Tierras, donde el Hijo de Dios nació y realizó su prédica mil años atrás, estaban en manos de los musulmanes: Jerusalén era una ciudad ocupada por los infieles. Incitado por el emperador de Bizancio, el papa Urbano II hizo en Clermont un llamamiento a la recuperación de Tierra Santa. Cientos, miles de nobles y caballeros, y también gente humilde, se unieron a la expedición desde diferentes lugares de la Cristiandad; quienes los veían pasar los llamaban crucesignati, los cruzados, por su característica vestimenta con la cruz cosida en las ropas. Ese fue el inicio de las Cruzadas, cuya primera expedición se vio coronada con el éxito un lustro después del famoso discurso de Urbano II: la Ciudad Santa volvió a ser suelo cristiano.

Jerusalén siempre fue la principal ciudad de peregrinaje de los cristianos, para quienes el viaje hasta los Santos Lugares representaba la culminación de su fe. La convulsión que supuso la caída de Jerusalén en poder de los musulmanes y su posterior recuperación, convirtió los territorios de ultramar en zona insegura y peligrosa. Muchos peregrinos llegaban a Tierra Santa indefensos y sin recursos después de un viaje largo y extenuante, a lo cual se sumaba ahora el riesgo de morir a manos de las tribus locales y de los sarracenos. Un grupo de hombres, guiados tanto por sus firmes convicciones cristianas como por la necesidad de sobrevivir, decidió organizar una especie de hermandad destinada a proteger a los peregrinos en tierras de ultramar. Se trataba de nueve cruzados veteranos, gente de armas y de fe —milites Christi— liderados por el caballero Hugo de Payns, quienes, como otros muchos cruzados, buscaban una ocupación que les permitiera subsistir y que estuviera a la altura de lo realizado durante la Cruzada, es decir: que compatibilizara su fe en Cristo con el uso de las armas y la defensa armada del Reino de los Cielos. En la Navidad del Año del Señor 1119, en la iglesia del Santo Sepulcro, el patriarca de Jerusalén aceptó los votos de pobreza, obediencia y castidad de los nueve caballeros, así como su sumisión a la orden de San Agustín. Fueron conocidos como los Pobres Caballeros de Cristo, y más tarde como los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón, los caballeros del templo, los templarios o, simplemente, el Temple.

Zvonimir Grbašić es un croata nacido hace los suficientes años como para haber participado en la guerra que en el siglo XX devastó su país durante la década de los 90. De ahí tal vez le venga su interés por la historia militar. Y si los templarios compaginaban su fe con su destreza en el combate, Grbašić hace lo propio con ese interés en los temas bélicos y su habilidad, por no decir virtuosismo, en el dibujo ilustrado. El libro Templarios. Soldados de Dios es una maravilla visual gracias a las escenas de batallas, cargas de caballería, representaciones de soldados, etc., realizadas por Grbašić. El detallismo del dibujo, el verismo de las escenas y el colorido de las imágenes, elevan la publicación y la hacen digna de todos los elogios. Estas ilustraciones acompañan un texto ameno y conciso, en el que se relata el nacimiento y evolución de la Orden del Temple. Sin embargo, y aunque ese es el eje vertebrador de la obra, a lo largo de sus once capítulos el libro se explaya también en detalles sobre la vida caballeresca en general, el modo de vida de los caballeros de aquella época. Así, el lector descubre qué ha de hacer un noble, o incluso un humilde plebeyo, para ganarse las espuelas y ser nombrado caballero. O cuán alto es el precio que ha de pagar para conseguir una panoplia completa: según la ley franca, ni más ni menos que 47 vacas (12 por la loriga, 12 por el caballo, 7 la espada, 6 el casco, 6 más las grebas, 2 la lanza y otros 2 el escudo). Los caballeros apreciaban hasta tal punto todos estos objetos, que incluso les ponían nombre a las lanzas, las espadas o las panoplias completas. Se trata de una época que guarda semejanzas con la de los héroes homéricos, pues unos y otros, caballeros y héroes, se mueven por el deseo de obtener la gloria y destacar en el combate, muy por encima y diferenciándose radicalmente de la masa plebeya, humilde e informe, que se limita a admirar sus hazañas y aspirar a parecerse a ellos, sabiéndose comprimidos y oprimidos por el cerco de sus míseras vidas.

Se nos explica que a menudo las batallas se iniciaban con un combate singular de campeones (de nuevo como los héroes homéricos), cuyo resultado determinaba en gran medida el desenlace de la batalla. Ese rasgo característico de los caballeros iba ligado, como la cara y cruz de la misma moneda, a un profundo sentimiento individualista. Ello provocaba que en los ejércitos cristianos reinara con frecuencia la indisciplina, la anarquía y el caos, pues los caballeros hacían la guerra por su cuenta y no mostraban solidaridad los unos con los otros a menos que ello les reportara un beneficio de manera particular. El ansia de gloria es destacado varias veces en el texto. Este comportamiento, como es lógico, podía acarrear consecuencias desastrosas en una batalla. En claro contraste, la Orden del Temple encarnaba la viva imagen de la disciplina y la organización, y era el motivo por el que los caballeros templarios fueran tan apreciados en todos los ejércitos: su rectitud en la fe conllevaba acatar la disciplina y esforzarse en cumplir los objetivos para mayor gloria de Dios, no suya. Las huestes templarias estaban fuertemente jerarquizadas y contaban con oficiales que vigilaban los deberes de cada combatiente. Nada quedaba al azar o al desorden.

El libro acude con frecuencia a las reglas y cláusulas por las que se regían los templarios tanto en el combate como en su vida cotidiana. La orden tenía autonomía respecto a cualquier poder secular o eclesiástico: el Gran Mestre, máxima autoridad del Temple, podía decidir, por ejemplo, cuándo y dónde ir a la guerra. Su poder llegó a ser inmenso, no solo en outremer sino también en el Occidente cristiano. Habiendo comenzado con tan solo nueve caballeros y haciendo voto de pobreza —manifiesto en el sello templario, donde aparecen dos caballeros a lomos de una misma montura—, en su momento más álgido llegó a contar con 7.000 miembros, casi todos ubicados en Tierra Santa. Y como no puede ser de otra manera, el relato sobre la Orden del Temple va inevitablemente ligado al de las Cruzadas, que son recorridas en las páginas de Templarios de modo somero y sin entrar en detalles, pues no es ese su objetivo (para ello ya existen obras de gran enjundia, como las de Steven Runciman o Christopher Tyerman). Sí lo es, por ejemplo, la mención de las otras órdenes con las que convivió el Temple, de similares características pero con rasgos particulares cada una de ellas; o los enemigos con los que hubieron de enfrentarse los templarios en particular y la Cristiandad en general: los musulmanes al otro lado del Mediterráneo y los mongoles más allá de las fronteras que delimitaban el suelo de la Europa cristiana.

Múltiples y grandes mapas se reparten por las páginas de Templarios, excelentes y clarificadores como siempre son los mapas de Desperta Ferro, así como numerosas ilustraciones. No cabe duda de que el lector más exigente ha de quedar satisfecho con el abundante material gráfico y lamentará que el libro llegue a su fin. Como a su fin llegó la Orden del Temple casi doscientos años después de su creación. La caída de Jerusalén y la pérdida de los territorios de ultramar conllevó el descrédito y la pérdida de relevancia de los templarios. Un viernes 13 de octubre todos los templarios de Francia fueron detenidos bajo acusaciones  de herejía, idolatría y conducta homosexual. Se encarceló y torturó al Gran Mestre Jacques de Molay, y casi 5 años después, en marzo de 1314, fue quemado vivo en la hoguera, condenado por esa misma iglesia y esa misma fe que los templarios defendieron a lo largo de su historia.

Magnífica obra, en definitiva, que hará las delicias de los aficionados al mundo de los templarios, pero también entusiasmará al lector en general. Porque “Non nobis Domine, non nobis, sed Nomini Tuo da Gloriam”.

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Zvonimir Grbašić, Templarios. Soldados de Dios. Madrid, Desperta Ferro Ediciones, 2022, 221 páginas.

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