PRIMER PREMIO EN RELATO BREVE (3º-4º ESO)
Noelia Páez Páez (3º ESO A)
QUINCE
Era una fría y oscura noche. Yo no tenía más de nueve años, llevaba una bolsa en la cabeza, por dónde solo se podía ver mis ojos azules, y dónde se ocultaban los rasguños que tenía por alrededor de mi cara. Llevaba una bata de hospital rota y sucia. Estaba cansado. Calculo que llevaría corriendo una media hora, cuando encontré una casa.
La casa no tenía muy buen aspecto, pero se escuchaban pasos por los alrededores, y cegado del miedo, decidí entrar, sin pensármelos dos veces, ya que, si lo hubiera hecho, probablemente hoy en día estaría muerto, pero eso es otra historia. La casa olía muy mal, pero eso no me impidió seguir hacia delante. Al subir las escaleras vi escrito en el suelo, delante de una puerta, “ayuda”. Quizás debí seguir mi camino e ignorar aquel mensaje, pero algo en mi interior me decía que debía abrir esa puerta… y así lo hice. El interior de la habitación estaba vacío, excepto en el medio, dónde había una niña con una caja de música. La niña tenía el pelo largo y oscuro. Estaba sucia, como yo, pero a diferencia de mí, ella no tenía ninguna bolsa en su cabeza que ocultara sus heridas. Al verme se asustó y salió corriendo. Yo la seguí. Ella corría y corría cuando de repente se paró ante una puerta medio abierta, y su mirada bastaron más que mil palabras para que yo supiera que a partir de ahí debíamos ir en silencio y muy despacio. Al entrar en la habitación vimos a un hombre, de unos setenta años, que estaba cargando una escopeta. Había muchos cuadros, de niños como yo, de niños como ella, pero estos no tuvieron la suerte que yo tuve y tengo a día de hoy. El caso, es que lamentablemente, me choqué con un muro, sí, me choqué en el peor momento de mi vida, y eso hizo que tuviera que correr como si no hubiera un mañana, pero no sé si me preocupaba más que nos hubieran descubierto, o que pensaba la niña en esos momentos. Como ya deduciréis, logramos escapar, sino no os podría contar esta historia. No me preguntéis como lo hicimos, porque si lo logramos fue por ella, quien me explicó que se llamaba Quince. Obviamente ese no era el nombre que sus padres le dieron, ella era la persona número quince de un sitio, que conoceréis más adelante.
Cuando escapamos llegamos a un campo con los cultivos podridos, y miles de huesos de animales, y humanos. Eso en su día fue una granja. Teníamos dos opciones, seguir hacia delante y llegar al interior de la granja, ya que la granja no se podía rodear, había cientos de huesos, donde no se podía pasar; o quedarnos allí hasta que la muerte viniera a visitarnos. Elegimos seguir hacia delante. El problema llegó cuando, al entrar, había tres ovejas, si se les puede llamar ovejas claro, porque esas ovejas eran carnívoras, quienes cuando vieron a Quince, la capturaron y se la llevaron. Quizás debí haber luchado, pero era una pelea nunca ganaría, así que me escondí como un cobarde, y cuando ya estaba cien por cien seguro que no había nadie, salí de mi escondite.
La salida de ese lugar estaba cruzando un pasillo, así de simple, pero por alguna razón que a día de hoy desconozco, fui a la derecha, donde minutos antes, las ovejas se llevaron a Quince.
El granjero de aquel lugar era un señor de unos veinte años, pero a diferencia de otros granjeros, para vigilar aquellos animales descontrolados, aquel animal que lo desobedeciera (o fuera un intruso, como yo) se lo comía crudo, al instante, y a mi morir porque un señor loco me comiera no era lo que más me apetecía, y lo esquive una y otra vez, aunque no sé cómo, lo esquive, y llegué al piso más alto del edificio, donde estaban las tres ovejas. Quince estaba atada a una cuerda, a punto de ser devorada por varios corderos. Cerca había una llave inglesa, no sé qué haría allí, pero esa llave le salvó la vida a Quince, y también a mí. Puede que darle a un animal, que parece que ni tienen cerebro, en la cabeza con una llave inglesa no fuera lo que más me apetecía en ese momento, pero a veces el instinto para sobrevivir hace que los seres humanos hagamos cosas que nunca imaginamos hacer.
Cuando rescaté a Quince, ella me señaló una ventana que daba a la otra parte de la granja. Saltamos y caímos sobre un montón de paja. Allí abajo parecía estar todo calmado, parecía que no había nada, pero eso fuera sido demasiado bonito. Al salir de la montaña de paja, pudimos ver cientos, o miles quizás, de caballos, bueno, de caballos mutantes, durmiendo en su respectivo lugar. Debíamos salir ahora que estaban durmiendo, ya que probablemente si despertaran, seríamos un rico desayuno de aquellas criaturas. Íbamos a llegar ya al final, cuando una yegua se despertó. Sus ojos eran rojos, y su boca estaba llena de un líquido que desconozco que podría ser. Parecía que tenía hambre, y había encontrado la comida perfecta. Logramos esquivar el primer bocado, pero una vez la yegua se levantó, no había ser que corriera más rápido que ella. Quince me señaló un árbol, y yo, detrás de ella, lo escalamos. La yegua estaba debajo del árbol, y parecía que no tenía prisa por irse, y estaba en lo cierto, se tumbó debajo del árbol, esperando a que bajáramos. El árbol era viejo, y no soportaría durante mucho tiempo nuestro peso, así que debíamos pensar rápido. Quince se quitó un trozo de su pantalón roto. Se cortó su largo pelo. Cubrió el pelo con el trozo de ropa, que restregó en sus brazos llenos de sangre. Esa bola de pelo cubierto de ropa ahora olía a sangre humana, lo que buscaba aquel animal. Tiró la bola hacía unos arbustos, lejos del árbol, y la yegua no tardó en encontrarlo y devorarlo. Yo iba a escapar, era el momento, ya que cuando el animal descubriera que eso era una bola de pelo, volvería al árbol, y mucho más furioso; pero Quince me cogió del brazo y me señaló al animal, que estaba tumbado en el suelo. Estaba muerto. No sé qué pudo haberlo matado. Quince era una niña de pocas palabras, y nunca me explicó que le sucedió al animal.
Bajamos del árbol y al seguir caminando llegamos a un castillo. El castillo llevaba años y años abandonado. Quince me dijo que en ese castillo estaba la salida de aquel terrorífico mundo. De este terrorífico mundo. En una de las habitaciones del castillo había un oso de peluche. Quince me lo señaló, ella quería el peluche, y yo lo cogí, pero fue la peor decisión que tomé en mi vida. Ese peluche mantenía el edificio en pie, y algo me dice que Quince lo sabía. De repente, el castillo empezó a derrumbarse, y debíamos darnos prisa si queríamos salir por fin de aquel mundo. Quince iba unos pasos más delante que yo. Al final de un pasillo se veía un portal. No sabíamos donde iría aquel portal, pero seguro que a un lugar mejor del que estábamos. El pasillo se partió por la mitad. Quince estaba en la mitad donde estaba el portal. Yo estaba en el otro. Ella me dijo que saltara, que ella me cogería. Al saltar, la bolsa que tapaba mi cara se cayó. Quince me cogió de la mano, pero al ver mi cara, ella se asustó y me soltó de la mano…
Quince logró escapar de este mundo. A día de hoy pienso que pudo ver en mi cara. Qué pensó. No sé a dónde fue, ni si a día de hoy está viva. Pero yo me quedé en este mundo atrapado, debajo de un castillo toda mi infancia, mi adolescencia, mi juventud… A los cincuenta y dos años salí del castillo, e hice el mismo recorrido, pero de vuelta a aquel hospital donde experimentaban a niños y les ponían como nombre un número. Aquel lugar donde los niños, por las pruebas médicas, cada día estaban más débiles. Aquel lugar donde yo estuve atrapado una parte de mi infancia, donde Quince estuvo atrapada. Me había convertido en el ser que odié durante toda mi vida. Ahora era uno de ellos…