Y todo un personaje como San Bernardo de Claraval, supondrá, con su forma particular de entender el espacio eclesiástico, una atuéntica revolución, no solo ideológica, sino también arquitectónica

 

“La inmensa altura de las iglesias, su extraordinaria longitud, la inútil amplitud de sus naves, la riqueza de los pulidos mármoles, las pinturas que atraen las miradas. . . Vanidad de vanidades, aún más insensata que vana. La Iglesia brilla en sus muros pero está desnuda en sus pobres: Cubre de oro sus piedras pero deja sin vestido a sus hijos”. . . Si existe, en verdad, un arte cisterciense todavía visible ahora, cuyas líneas puras, sobrias y austeras son tan conmovedoras y tan “orantes”, ¿Quién podría lamentar el ver proscritos los ornatos y las florituras que sobrecargan otros estilos? Allí hay que ver la mano de San Bernardo: “¿Para qué esos monstruos ridículos, esos bellos horrores, esas horribles beldades en los claustros, bajo los ojos de los hermanos ocupados en meditar? ¿Qué objeto tienen esos monos inmundos, esos leones furiosos, esos monstruos centauros, esos seres humanos? . . . Si no sentís vergüenza de esas inepcias, al menos tened vergüenza por los gastos que os causan” (Apología, XX, 29).

Monasterio de Alcobaça

Antonio Julián Frías Sánchez

Profesor de Historia del Arte, Geografía e Historia

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