la muerte de Esteban.

El número de los discípulos, en Jerusalén crecía continuamente. Los apóstoles eligieron a siete diáconos o servidores, para que les ayudasen en las múltiples tareas de la comunidad. Uno de ellos era Esteban. Dios le dio gracia y poder. Obraba grandes milagros y prodigios entre la gente, y lo que él decía estaba lleno de Espíritu y sabiduría.

Los ancianos y los doctores de la ley e atacaban, diciendo: «Esteban blasfema contra Dios y contra Moisés.». Y, apresándolo, lo arrastraron ante el sanedrín para acusarlo. Compraron falsos testigos para que dijeran: «Este hombre habla continuamente contra el santo templo y la ley judía». En el proceso, el sumo sacerdote le preguntó: «¿Es cierto lo que dicen contra ti?».

Entonces Esteban pidió atención y les habló largamente, recordándoles cómo Dios se había dirigido en tantas ocasiones al pueblo de Israel y éste le había desobedecido. Finalmente les dijo: «Como vuestros padres que no escucharon al Espíritu de Dios, vosotros tampoco lo escucháis y sois duros de corazón y obstinados. También vuestros antepasados persiguieron a los profetas que Dios les enviaba. Mataron a todos los que profetizaban la venida de Cristo. Y, ahora que ha venido, lo habéis traicionado y asesinado. ¡Vosotros lo habéis hecho! Vosotros, que recibisteis de Dios su santa ley y no la habéis observado».

Al oír estas cosas, se iban airando y sus dientes rechinaban de rabia e indignación. Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró hacia el cielo y vio a Dios en su gloria y a Jesús a su derecha. En aquel momento exclamó: «El cielo está abierto y puedo ver a Jesús a la derecha de Dios».

Al oírlo, se taparon los oídos, gritaron y alborotaron todo lo que pudieron. Se arrojaron contra él, lo agarraron y lo arrastraron, golpeándolo fuera de la ciudad. Allí comenzaron a arrojarle piedras para matarlo. Se quitaron sus mantos y los depositaron a los pies de un joven llamado Saulo. Éste, aprobando el asesinato, se quedó guardándolos mientras ellos apedreaban a Esteban.

Esteban por su parte, oraba diciendo: «Jesús, Señor, recibe mi espíritu». Luego cayó de rodillas, y exclamó todavía en voz alta: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado». Estas fueron sus últimas palabras, antes de morir bajo las piedras que le arrojaban

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