EL SITIO DE VIENA 1529 – Rubén Sáez Abad

Portada-El-Sitio-de-Viena«Los defensores prestaron juramento de luchar hasta la muerte».

Tengo una sensación diferente, febril, cuando leo sobre las campañas de los otomanos en los Balcanes. Hay algo especial en ellas, que va más allá de la historia y que invoca en mí una sensibilidad más acorde con las novelas de fantasía épica. Como si en algún sitio se ocultase la pluma de R.E.Howard, para crear un mundo en conflicto, lleno de misterio y esplendor. El imperio turco, con sus tropas de nombres exóticos, crisol de una multitud de pueblos, cada una con sus costumbres bárbaras y bárbaras lenguas, gloriosos envueltos en pieles y sedas. Todos sujetos por su señor y sus esclavos, con una organización tan eficaz como tiránica, ajena a los cánones europeos que marcaba una racionalidad diferente. Y frente a ellos naciones balcánicas solo un poco menos exóticas, solo un poco menos bárbaras, igualmente alejadas de lo establecido como convencional en Europa Occidental, por en medio de las que se abren paso para enfrentarse a las grandes fortalezas y al acero forjado en los fuegos de la fría ciencia occidental. Si a un lado resuenan los gritos del almuédano, un broncíneo repicar de campanas rompe la calma de los cielos.

No es una sensación personal. Ya Metternich nos advertía que Asia comienza en Viena… Y nunca fue más cierto que en 1529.

Si los hechos no gozasen de un minucioso respaldo documental, este acontecimiento invocaría para nosotros los recursos más propios de lo homérico: El gran ejército de un tirano oriental avanzando a despecho de las distancias y los elementos va sembrando destrucción y ruina hasta encontrar una fortaleza que muchos dan por perdida, y que solo defienden un puñado de hombres juramentados en defensa de su Dios y su raza. En la mejor tradición de Occidente, querellas de siglos; donde dos culturas, continentes y religiones se enfrentan, se van a resolver por la fuerza de las armas en un único lugar. Unidad de espacio. Que favor hecho a la leyenda…Con sus largas picas y sus escudos, los alemanes y los españoles que defendían Viena, habrían podido llamarse espartanos y tespios.

Pero no es la leyenda lo que tiene interés para el autor, sino los hechos objetivos y descriptivos que constituyen el asedio de la plaza, el largo sitio otomano de 1529. Muy fundadamente además, puesto que su trayectoria de escritor está marcada por su especial interés por el campo de la poliorcética.

El planteamiento del libro abarca el origen del conflicto, con la funesta batalla de Mohacs y la caída del último rey de una Hungría libre, el Sultán reuniendo a sus huestes y lanzándose a la campaña a su cabeza (Con sus problemas logísticos insuperables, agravados por el fallo principal y siempre denunciado por los historiadores de la organización militar otomana: Organizar desde Constantinopla una marcha hasta la frontera bélica del momento, aunque estuviese al otro lado del imperio) las medidas para la defensa de la capital amenazada (Absolutamente improvisadas) y los intentos de uno y otro bando de alegar aliados que inclinen la balanza en su beneficio (transilvanos, Dieta de Spira…) hasta el enfrentamiento final, en el que una vez más es el tiempo el juez inflexible (imposible mantener un ejército de ese tamaño, a esa distancia de sus bases, y en medio del invierno centroeuropeo) .

El autor no elude que el empeño turco fue siempre poco realista, y carente de un objetivo viable. Incluso conquistando la ciudad, mantenerla era imposible, no solo por la inevitable contraofensiva imperial, sino por la enorme distancia de la frontera real entre las dos religiones.

Pero podrían haberla arrasado hasta los cimientos. Haber vencido en el campo de batalla más decisivo de todos: el inmaterial, el psicológico, el de las ventajas intangibles que se esconden en las almas de los hombres…Y en ese campo la victoria fue, como sería ya siempre en los Balcanes, para los cristianos.

Quizás allí, en aquellos muros medievales torpemente apuntalados, convertidos en los puntos de mayor peligro en meras trincheras de cascotes que defendían hombres hambrientos cubiertos de acero abollado y andrajos sucios a modo de vendas, cambió definitivamente la marea del destino que no había vuelto a sonreír a los cristianos desde hacia 500 años.

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