CAZADORES DE NAZIS – Andrew Nagorski

Entre 1945 y 2005 se realizaron en Alemania occidental algo más de 172.000 investigaciones individuales relacionadas con los crímenes del nazismo, las que culminaron en un total de 6.656 veredictos de culpabilidad; de ellos, sólo 1.147 condenaban a individuos culpables de homicidio. Considerando los millones de víctimas de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad perpetrados por el régimen nazi, el dato constituye un indicio estremecedor del grado de impunidad que terminó prevaleciendo en el contexto alemán, tristemente icónico por su barbarie y uno de los más espantosos fracasos de la civilización. Cualesquiera fueran las circunstancias que restringieron en su momento la activación y el desempeño del sistema judicial (las hubo variadas y muy complejas, comprendiendo las dificultades de índole moral como las de tipo político y administrativo), lo cierto es que durante décadas la sociedad alemana rindió paupérrimos honores al ideal de la justicia, optando por arraigar el desarrollo de una nueva etapa de su historia en otros estándares: el olvido antes que el dar cara al reciente pasado, la victimización y el invocar presuntos empates morales en lugar de la admisión de responsabilidad. La amnesia voluntaria y el encubrir bajo mil pretextos la mala conciencia, en vez de la contrición y el ajuste de cuentas consigo mismos. Echar tierra sobre las culpas y complicidades, sobre una miríada de aquiescencias y claudicaciones que facilitaron la andadura del Tercer Reich. Esto, hasta que los hijos y los nietos se mostraron dispuestos a asumir la carga del trauma nacional. Andrew Nagorski refiere el caso de Niklas Frank, hijo de Hans Frank, abominable entre los sátrapas del régimen nazi: como titular de la Gobernación General de Polonia, tuvo un papel activo y fundamental en el Holocausto. Niklas, nacido en 1939, juzgaba a su padre –procesado y condenado en los juicios de Nuremberg- un monstruo cuya ejecución estaba plenamente justificada. Entrevistado por Nagorski en 1995 (en el marco de un reportaje para la revista Newsweek), comentó que nunca se olvidaría lo que hicieron los alemanes: “Siempre que voy al extranjero y digo que soy alemán, la gente piensa en Auschwitz… y creo que con toda la razón del mundo”. Una honestidad tan vehemente como la de este hombre era sumamente rara en la Alemania de posguerra. En general, la justicia tuvo en el país muy pocos servidores resueltos. De aquí que el esfuerzo de los cazadores de nazis, alemanes y extranjeros, destaque por mérito propio.

Andrew Nagorski, estadounidense de padres polacos nacido en 1947, es un periodista especializado en relaciones internacionales (ocupó puestos directivos en el centro de estudios EastWest Institut). Es autor de varios libros de actualidad o de contenido histórico relativos a Europa centro-oriental; el más reciente de ellos es Cazadores de nazis (‘The Nazi Hunters’), que fue publicado en 2016. En él, Nagorski traza la historia de algunos de los más individuos que hicieron de la persecución de criminales nazis un propósito central en sus vidas, o al menos de uno de sus capítulos decisivos. Aborda la tarea con una tremenda honestidad: aunque considere inestimable el trabajo realizado por estas personas, y celebra el que se atreviesen a acometerlo, Nagorski desiste en todo momento de idealizar sus motivaciones y su cometido, y es desde un principio reticente a revestirlas de majestad estatuaria. Sabe bien que en una vicisitud tan dramática como la caza de nazis solía haber apenas una delgadísima línea entre la sed de justicia y el afán de venganza, y que la sórdida motivación podía incluso imponerse al abstracto y nobílisimo ideal. Sabe también, y de esto deja constancia, que los rastreadores de nazis no eran necesariamente unos individuos intachables, que sus métodos no siempre fueron ortodoxos, y que entre ellos no eran infrecuentes las rencillas y las desavenencias. Simon Wiesenthal, el más célebre y contumaz cazador de nazis, no sale muy bien parado en la cuenta de Nagorski, por más que el saldo sea positivo. Los Klarsfeld, Beate y Serge, también unos emblemáticos hostigadores de nazis y de quienes los encubrían, pueden en ocasiones resultar fastidiosos. Mas no era agradar ni sumarse al clima de autocomplacencia lo que ellos buscaban. Sobre la importancia de sus respectivas campañas no hay lugar a dudas, ni sobre el hecho de que ellos y los demás cazanazis debían hacer acopio de bríos, denuedo y perseverancia para enfrentar el muro de indiferencia –cuando no de franca hostilidad- que les oponía el entorno, más bien empeñado en hacer oídos sordos a la justicia y a la voz de las víctimas. No sólo en Alemania.

Wiesenthal y el matrimonio Klarsfeld son sólo los más renombrados entre los personajes que pueblan las páginas del libro. Uno de ellos es Benjamin Ferencz, neoyorquino de prosapia judeo-húngara: era un joven cabo del ejército estadounidense con título de abogado por Harvard cuando fue incorporado al equipo de fiscales militares encargados de investigar crímenes de guerra, en 1944. Su tesón y eficiencia lo catapultaron muy pronto al rango de fiscal jefe, con apenas 27 años, y como tal se desempeñó en los juicios de Nuremberg, enfocándose en los mandos superiores de los Einsatzgruppen (unidades de exterminio que seguían a las tropas alemanas en el frente oriental). Entre otros, también están William Denson, fiscal jefe en los procesos de Dachau, que a lo largo de dos años se centraron en el personal de los mayores campos de concentración en territorio alemán y austríaco (Buchenwald, Mauthausen, Dachau, etc.). El polaco Jan Sehn, juez de instrucción que llevó el caso de Rudolf Höss, fundador y comandante de Auschwitz, y el de otros oficiales de la red de campos de concentración. El alemán Fritz Bauer, fiscal general que participó en los juicios de Nuremberg y que prosiguió su labor en los años 50 y 60, a contrapelo de la voluntad mayoritaria de sumir el capítulo nazi en el olvido: nunca cejó en la esperanza de que sus compatriotas recapacitaran sobre lo ocurrido en aquel tiempo; hizo campaña -sin mucho éxito- en pro de una limpieza del sistema judicial de la RFA, infestado de numerosos ex nazis. Iser Harel, líder de la unidad del Mossad que capturó a Adolf Eichmann en Argentina. Eli Rosenbaum, abogado estadounidense que en los años 80 llegó a Director de la Oficina de Investigaciones Especiales (OSI, su sigla en inglés), del Departamento de Justicia norteamericano, encargado de detectar, procesar y deportar a antiguos criminales nazis o cómplices de los nazis –europeos del este casi siempre-, refugiados en EE.UU.; más tarde, como consejero general del Congreso Judío Mundial , se abocó a denunciar el pasado nazi de importantes figuras públicas, el más notorio de los cuales fue Kurt Waldheim, secretario general de la ONU y presidente de Austria. (La OSI fue fundada en 1979 por iniciativa de la congresista demócrata Elizabeth Holtzman, debidamente destacada por Nagorski.)

De la lectura del libro se desprende que el trabajo de perseguir nazis tiene muy poco que ver con las tramas novelescas o hollywoodenses sobre la cuestión, trufadas de suspenso, intriga y acción vertiginosa. El fundador y director de la sede del Centro Simon Wiesenthal en Jerusalén, Effraim Zuroff, considerado el “último cazanazis”, caracteriza así su labor y la de sus colegas: “un tercio de detective, un tercio de historiador y un tercio de activista”. Es una empresa que requiere de convicción y de montones de paciencia y tenacidad, sin olvidar una gran disposición a enfrascarse en batallas legales a menudo lentas y tortuosas. Casos emblemáticos como los de Adolf Eichmann, Joseph Mengele, Klaus Barbie, el francés Maurice Papon y el ucraniano nacionalizado estadounidense John Demjianuk, todos abordados por Nagorski, ilustran los numerosos aprietos que han debido superar los cazanazis: desde la temeridad de una operación como la del rapto de Eichmann, cuestionable desde el punto de vista legal, hasta problemas como la edad avanzada y la salud precaria de los incriminados o las dificultades para una correcta identificación de antiguos criminales. Aunque la actuación de buena parte de los cazadores de nazis haya estado envuelta en la polémica, lo cierto es que su denuedo ha sido crucial para el objetivo de remecer conciencias e impedir que los crímenes del nazismo quedasen en el olvido, y sus responsables en una completa impunidad. Debe reconocérseles su invaluable contribución al esfuerzo de sentar precedentes en el orden legal, honrar la memoria de las víctimas y establecer alguna forma de escarmiento. Aunque pocos criminales recibieran el castigo que merecían, lo urgente era exaltar el principio de que, en palabras de Nagorski, “todo individuo es responsable de sus acciones en todo momento, independientemente de las órdenes que pueda haber recibido”. Los cazanazis hicieron mucho por dar respuesta a tamaña urgencia, y lo hicieron a contracorriente de los sentimientos y las preferencias de su época.

– Andrew Nagorski, Cazadores de nazis. Turner, Madrid, 2017. 474 pp.

 

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