MIEDO Y DESEO – Alejandro Lillo

MIEDO Y DESEO - Alejandro LilloNotoria como es la índole social de nuestra especie, resulta casi una perogrullada sostener que en la literatura de ficción no solo se vuelca la subjetividad del escritor, también se expresa -bien que no de modo directo ni mecánico- el entorno sociocultural en que el artífice se desenvuelve. La literatura en general se ofrece a las ciencias humanas como un compendio de información codificada sobre la experiencia de la cotidianeidad en su respectivo contexto, aproximándonos a los usos y costumbres y los ritmos de vida característicos de determinadas sociedades y períodos históricos; pero también asoma como un repositorio de imágenes y conceptos asociados a las estructuras discursivas que articulan el andamiaje identitario de estas sociedades, proyectadas dichas estructuras en los puntos de vista, conocimientos, creencias religiosas, ideas políticas, prejuicios, criterios estéticos y juicios de valor que componen el bagaje intelectual y moral del literato (dicho de otra forma: en los elementos que hacen las veces de coordenadas mentales y espirituales del quehacer literario). Sobre esta sencilla premisa es que la historia cultural reivindica para sí -como también lo hacen la sociología y la antropología cultural, cada cual desde su particular perspectiva y con su propio arsenal metodológico- la prerrogativa de hacer de la literatura todo un campo de estudios, explorando en sus vastas latitudes a fin de cartografiar las claves de la mentalidad prevaleciente en tiempos pretéritos. Es así, pues, que el historiador valenciano Alejandro Lillo practica en Miedo y deseo un minucioso escrutinio de la célebre novela de Bram Stoker, Drácula (1897), rastreando en sus páginas vestigios de la mentalidad victoriana en la Inglaterra finisecular. Lillo acomete la tarea enfocándose en las voces de tres personajes: Jonathan Harker, pasante de abogado cuyas labores profesionales lo encaminan al castillo del conde Drácula, en la lejana Transilvania; Mina Murray, novia de Harker y luego su esposa; y John Seward, psiquiatra al mando de un sanatorio y responsable del tratamiento de R. M. Renfield, uno de los casos de locura más perturbadores bajo su cargo. Los testimonios dejados por ellos (en forma de sendos diarios de vida, los primeros, en forma de grabaciones de fonógrafo el tercero) dan cuenta de sus respectivas visiones de mundo, provistas ciertamente de rasgos personales pero de indudable arraigo en la época y la sociedad a que pertenecen.

Aunque es cierto que en este tipo de lides hay que proceder con sumo tiento, cuidándonos mucho de asumir que las percepciones subjetivas reflejen sin más los paradigmas culturales imperantes -prevención de las más urgentes en lo que compete al análisis de discurso-, también es cierto que el no ser los humanos unos robinsones tiene en la comprensión del mundo una de sus manifestaciones más rotundas. La apropiación cognitiva de la realidad, el ejercicio de captar esta realidad y darle un sentido del que nos hacemos partícipes -participando del sentido del mundo es como proveemos de raíces en tierra firme a nuestra experiencia existencial-, siempre es un proceso que supone la inserción del hombre en una tupida urdimbre social. Toda cosmovisión es en la práctica una construcción social de la realidad, de lo que se infiere que nuestra mirada se nutre de un complejo armazón de experiencias colectivas pasadas y presentes (gran parte de ellas sedimentadas en lo que constituye la memoria de una sociedad). Como bien señala Lillo, «no vemos únicamente como sujetos individuales. También lo hacemos en tanto que seres sociales y miembros de una comunidad humana que ha “aprendido” a ver de determinadas maneras». La forma de mirar equivale a una forma de pensar, de captar e interpretar las señales del entorno que nos rodea, procesándolas de manera tal que suministren consistencia y dirección a nuestro posicionamiento en el mundo; posicionamiento, por demás, dotado de arraigo comunitario, tal que neutralice la posible intelección de la realidad como un descampado ontológico. El “ver con los demás” supone una serie de condicionamientos que parece que coreografiasen la existencia (por no decir que la constriñen), pero no representa en sí una negación del libre albedrío ni una abolición de la autonomía individual; es, en cambio, un indicio del muy crucial sentido de estabilidad y pertenencia: la alienación y la anomia son su reverso. (Está dentro del proceso de maduración personal la posibilidad de conquistar espacios variables de autonomía, que van desde la toma de conciencia de la propia individualidad hasta la ruptura con los convencionalismos -extremo que subyace a la insumisión política, por ejemplo, o a la originalidad creativa en materias artísticas e intelectuales.)

Siguiendo las agudas observaciones de Alejandro Lillo, el caso de Mina Harker es representativo de un estado de tensión entre la conformidad con la normativa social y el impulso a la transgresión, o el cuestionamiento de los estereotipos socioculturales, especialmente los que tienen que ver con el rol de la mujer en su tiempo. Por su parte, Jonathan, cuyo papel también es ilustrativo de esos estereotipos (de manera pasiva y tradicional, en sintonía con el discurso hegemónico), resulta más interesante en la dimensión de portador de la mirada clasista, etnocentrista e imperial, impregnada de los sesgos y prejuicios que alimentan la asimétrica relación entre el imperio por antonomasia y los pueblos considerados inferiores, así como las desigualdades de clase. Estas dos figuras son a mi entender los eslabones más fuertes en el encadenamiento argumental del libro, las que mejor casan con la idea de una cosmovisión o mentalidad epocal (más en línea por ende con la perspectiva hislibreña), y en ellas prefiero concentrar lo que resta de la reseña.

El lector de la novela de Bram Stoker recordará que Jonathan Harker redacta un diario en que consigna en primer lugar las impresiones de su viaje a Transilvania, dando paso más adelante a las tortuosas circunstancias de su cautiverio en el castillo de Drácula. Bien pronto revelan las entradas del diario a un individuo plenamente compenetrado de la ideología imperialista y occidentalista, tanto que ni siquiera es capaz de concebir otra manera de interpretar cuanto ve durante su travesía. A Harker no cabe sino imaginarlo prestando su más ferviente acuerdo al llamado que Kipling haría en un célebre poema (publicado en 1899) a asumir el dominio occidental del mundo como un imperativo moral: ni más ni menos que “la carga del hombre blanco”. La suya es una mirada deudora de la literatura de viajes y exploraciones, que vivió con el auge del imperio británico una época dorada, y coincide también con la coetánea ficción narrativa de aventuras, de ambientación usualmente exótica y contenido orientalizante. Aunque no llega a salir del continente, Harker traza unas fronteras mentales en que la Europa del este es ya el antejardín de Asia, o, en términos más abstractos, de aquel Oriente en que la civilización occidental se observa como en un espejo invertido, y que configura un imaginario que es fuente tanto de fascinación como de cierta inquietud teñida de repulsión. El dualismo implícito en esta perfecta antítesis no admite resquicio ni matiz alguno: los habitantes de las tierras de “más allá” son el “Otro” por excelencia, uno al que cabe tener por ingente masa indeferenciada de pueblos estancados en el atraso y carentes de verdadera cultura, sin más posibilidad de experimentar los beneficios del progreso que dejarse tutelar por las potencias europeas. El eventual elogio del pintorequismo no es sino una forma amable y condescendiente de contemplar a unas gentes que no han sabido superar el estadio de naturaleza.

En la característica mentalidad de Harker, la mirada está por completo supeditada a unos preconceptos y esquemas rígidos; el viaje solo puede reforzarlos, jamás contradecirlos. (Resulta decidor que aquello que no puede ser contrastado con los parámetros británicos o europeos amenaza con desconcertar al joven pasante, quien reacciona excluyéndolo instintivamente de su campo de su visión.) Desde los paisajes hasta las vestimentas y maneras de los nativos, someramente observados a través de las ventanas del ferrocarril o la ventanilla de una carroza: todo corrobora la superioridad incontestable de Europa (es decir, del poniente europeo). Las estructuras mentales de Harker -que son las de una matriz sociocultural entera- reducen la comprensión del mundo a categorías binarias de extraordinaria elasticidad, capaces de abarcarlo (casi) todo. Lo único que amenaza con erosionar la seguridad que estas categorías proveen al pasante es justamente Drácula, un monstruo salido de un pasado nebuloso, diríase que desbordado por los avances de la modernidad, que no obstante se muestra ávido de hacer de su centro -la ciudad de Londres, industriosa, populosa, contaminada- su nueva estancia; modernidad a la que, a su torcida y malévola manera, planea adaptarse. Atrapado en el castillo y atormentado por las tres mujeres vampiro que cohabitan con el conde, la psique de Jonathan comienza a derrumbarse, confinada en una realidad de pesadilla en que el límite entre lo racional y lo irracional se difumina rápidamente, dando al traste con las certezas en que anclaba su estabilidad interior. Horrorizado, en un instante de lucidez llega a vislumbrar que una parte recóndita de sí mismo ansía entregarse al pozo de concupiscencia desenfrenada en que lo hunden las chupasangre.

La de Mina Harker (nacida Wilhemina Murray) es una historia por completo diferente. Sus orígenes modestos son en ella un estímulo para independizarse, pesando menos la mera aspiración al ascenso social que la satisfacción de la autoestima y el despliegue de su briosa inteligencia y un temperamento vivaz. Su aparente fragilidad corporal oculta una personalidad fuerte y laboriosa, siendo en varios aspectos el opuesto del pasivo Jonathan. Ansía desempeñarse como periodista; en cambio, el matrimonio será su destino. En el diario que lleva mientras su prometido se halla en el extranjero, Mina registra no solo sus impresiones y pensamientos sino también su aptitud para dar fe de los acontecimientos con ojo perspicaz. Un hilo de concordancia con las reivindicaciones del por entonces ascendente movimiento feminista recorre las páginas del documento, pero nunca llega la joven a romper con el ideal victoriano de la mujer como “ángel del hogar”, forzada por su supuesta inferioridad natural a recluirse en el espacio de la domesticidad y a hacer de sostén del varón. Está dispuesta a dejar su trabajo como maestra en cuanto contraiga matrimonio con Jonathan. Con todo, constantemente deja entrever la lucha que libra consigo misma para vencer una cierta indocilidad, su dificultad para resignarse al rol subalterno y heterónomo que las convenciones sociales le imponen. Una vez desatada la persecución del conde Drácula, Mina hace gala de unas dotes de observación y de unas reservas espirituales (valentía, determinación, gallardía, astucia) que, para tratarse de una mujer, en el contexto de la época parecen fuera de lo común. Es sobre todo el doctor Van Helsing quien mejor reconoce y alaba el formidable temple que bulle en la joven, aunque, hombre de su tiempo, no puede dejar de atribuirlo a algún grado de masculinidad (insinuando de paso que tanto prodigio vendría a ser un fenómeno contra natura). El conflicto entre su identidad más íntima -puede decirse incluso: su verdadera identidad- y la que le fuerzan a adoptar los estrechos cánones sociales grafica un momento crucial de la historia, en el que la emancipación de la mujer cobra cada vez mayor protagonismo entre los abundantes y profundos trastornos que anuncia el cambio de siglo. Como expone Alejandro Lillo, apoyándose en estas y otras consideraciones, Mina Harker es sin duda el personaje más rico y más interesante de la novela.

Abundante y cautivador es también el material que depara la inteligente disección que realiza Lillo. Espero que sirva esta reseña como aperitivo de lo que es un suculento trabajo.

– Alejandro Lillo, Miedo y deseo: historia cultural de Drácula (1897). Siglo XXI, Madrid, 2017. 366 pp.

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