EL VIAJE Y SU SENTIDO. CUANDO LOS FILÓSOFOS SE HICIERON NÓMADAS – Emily Thomas

«Las gentes de los Caribes, la bahía de Soldania, Perú y Mingrelia pueden ser tan buenos hombres como las mejores gentes de Europa, a pesar de sus extrañas costumbres a la hora de cocinar y luego comerse a sus propios hijos.»
Henry Lee, Anti-Scepticism, 1702.

¿Qué sentido tiene viajar? ¿Por qué el género humano decide desplazarse de un sitio a otro? Quédense al margen las motivaciones relacionadas con la supervivencia, por supuesto. Los animales se mueven sobre la superficie del planeta, de modo individual o en grandes migraciones, en busca de alimento o de un clima mejor para subsistir; pero nosotros abrimos la nevera o nos ponemos un abrigo, y lo tenemos solucionado. Las preguntas tampoco se refieren a la ambición que subyace al ejercicio del poder. Alejandro Magno viajó a la India, pero es que quería conquistar el imperio persa y sus aledaños. Ni se refieren al viaje como huida: Darío III viajó al este de su imperio, pero no por antojo sino porque Alejandro Magno le perseguía como un poseso. La cuestión es, por tanto: si uno tiene cubiertas sus necesidades vitales y sus ansias de poder están razonablemente satisfechas, y está en paz con todo y con todos, ¿a qué viene plantearse un viaje a otro lugar? Pues de eso, de buscar las respuestas a estas preguntas, va este libro.

La londinense Emily Thomas es profesora asociada de Filosofía en la universidad de Durham, y un poco eso es lo que hace en esta obra: asociar la filosofía a sus reflexiones sobre el sentido y la naturaleza del viaje. Con ese empeño, y en acertada coherencia con su ocupación, echa mano de filósofos y filosofías que son afines a su objetivo. ¿Y por qué de filósofos y filosofías precisamente? Pues quizá esta anécdota, que por cierto no aparece en el libro que ha escrito Thomas pero que viene al pelo, ayude a clarificar esa conexión: cuenta Heródoto que allá por el siglo VI a.C el legislador ateniense Solón fue recibido en la corte de Creso, rey de Lidia. Y este le saludó diciendo: «Huésped de Atenas, aquí nos ha llegado fama de ti por tu sabiduría y por tus viajes, ya que en tu amor a la sabiduría has visitado muchos países para conocerlos» (Heródoto, I 30.2). «Amor a la sabiduría», esa actividad que practica Solón y que le ha llevado a visitar muchos países, es, el lector perspicaz lo habrá adivinado, lo que significa la palabra «filosofía». No tengo a mano el texto original griego, pero estoy por jurar que la palabra que emplea Heródoto es exactamente esa. De modo que filosofar y viajar van de la mano, nunca mejor dicho. Por otro lado, Sócrates, el filósofo más grande de la Antigüedad, no hizo más viajes en su vida que los tres que el gobierno de su Atenas natal le obligó a hacer, lanza y escudo en ristre. Y Kant, el filósofo más grande de la Modernidad, no se alejaba de su casa más que para realizar unos breves y cronometrados paseos por las cercanías de su domicilio en Königsberg, ciudad que le vio nacer, vivir y morir. Es probable que por esa razón ni uno ni otro sean mencionados por Thomas como ejemplos de personas viajadas, sino si acaso como lo contrario. Sí aparece, y con todos los honores, Montaigne, y con él se inauguran las reflexiones de El viaje y su sentido, libro híbrido entre el ensayo histórico, el libro de viajes, el diario personal y la divagación filosófica. Porque es el filósofo francés quien da la clave, el quid, la razón por la que el ser humano viaja y desea viajar: para conocer lo otro, lo diferente, lo distinto. Cuando vamos a Pisa y contemplamos la torre inclinada, o a la India y vemos el Taj Mahal, en esencia lo que andamos buscando es la otredad. En el jardín de nuestra casa (si es que tenemos casa y jardín) por lo general no disponemos de una torre italiana ni de un palacio de marajá; no forman parte de “lo nuestro” sino de “lo otro”, lo distinto, lo externo y extraño. Así que hay que desplazarse si queremos disipar esa ignorancia y hacer que lo otro deje de ser lo otro y pase a ser lo uno, lo nuestro. No está mal, para empezar.

Sin embargo, no nos equivoquemos: el tono del libro no es tan abstracto como quizá pudiera parecer por el párrafo precedente. La autora emplea, de hecho, un lenguaje cercano y un estilo cómodo y asequible, lo cual no quiere decir, por supuesto, que esté escrito para mentes simples, más bien todo lo contrario. En la sucesión de ideas, reflexiones, nombres y lugares, Thomas cita con especial interés algunos pensadores (pues un filósofo no deja de ser, mal que le pueda pesar a alguien, un pensador) que han reflexionado, de modo directo o indirecto, en torno a la idea de viaje, al sentido del viajar. Para Francis Bacon, solo se puede conocer el mundo si se viaja. Esta perogrullada no lo era tanto en el siglo XVI, y en realidad quizá solo parezca perogrullada si uno la oye decir pero no se detiene a escucharla. Bacon fue un filósofo y un científico, cosas estas que, sorprendentemente para las mentes estrechas que pululan en los tiempos que corren, venían (y vienen) a ser casi lo mismo. Y cuando habla de conocer el mundo se refiere a “conocerlo” de verdad: uno no puede concebir cómo es y cómo funciona todo, no puede construir la “nueva ciencia”, si no se desplaza y lo ve con sus propios ojos. El empeño de Bacon en la importancia de ir de acá para allá para tener un conocimiento real y fidedigno de las cosas del mundo y cimentar así el avance científico cuajó, y el viajar se volvió una actividad fundamental para la ciencia moderna temprana. Aunque, bien mirado, la idea  no es ninguna novedad: Aristóteles ya pensaba así, y si no que se lo pregunten a su sobrino Calístenes.

Otros filósofos que acompañan a la autora en sus propias reflexiones son Descartes y Locke. El primero fue un alma inquieta, no dejó de moverse por Europa mientras vivió, y estos viajes le ayudaron (suponemos) a construir su pensamiento filosófico, uno de cuyos pilares es la afirmación de que el ser humano, esté donde esté y haga lo que haga, posee unas ciertas ideas innatas, ideas que le acompañan desde que nace hasta que muere porque están grabadas a fuego en su mente. Una de ellas, quizá la más importante, es la idea de Dios. Locke, en cambio, algunas décadas más tarde se apoyó en innumerables viajes, propios y llevados a cabo por conocidos, para rechazar de plano esa afirmación cartesiana: cada cultura se comporta de manera tan diferente con respecto a lo humano y lo divino, que es imposible afirmar que todas ellas crean en Dios. Los pueblos tupinambos del Brasil no tienen ningún dios, ni religión, ni culto alguno; ¿cómo van a tener en sus mentes la idea innata de Dios?

Rousseau, Adam Smith, Albert Camus, Tomás Moro… Todos ellos desfilan por las páginas de El viaje y su sentido, acompañados por las ideas del disfrute durante el viaje, el miedo a viajar, el asombro del viajero… La obra Utopía de Moro es la historia de un viaje, dice la vagabunda Thomas (no hay desdoro en calificarla así, pues vagabundo es quien vagabundea, y eso es lo que ella ha hecho, hace y sin duda seguirá haciendo); y es verdad, yo lo había olvidado, tanto tiempo hace que la leí. El Grand Tour, esa aventura viajera, ese vagabundeo (ajá) de élite que estuvo de moda desde finales del siglo XVII hasta la época del Romanticismo, recorre también el libro. Su duración (la del Grand Tour, no la del libro) era de 2 o 3 años, sus protagonistas jóvenes de no más de 20 o 22 años pertenecientes a buenas familias europeas, y sus loables objetivos la formación, la adquisición de conocimientos… y el desenfreno, la lujuria y el libertinaje. La Royal Society, una insigne institución inglesa creada en los tiempos de Francis Bacon y que aún se mantiene vigente, apoyó, fomentó y contribuyó a los viajes científicos, que se pusieron tan de modo como el propio Grand Tour. El nacimiento de la idea del “viaje de placer” allá por mediados del siglo XVIII, o el del turismo, a mediados del siguiente; los primeros viajes organizados de Inglaterra a Italia o a Estados Unidos, el turismo alpino… Todo, todo eso acompaña al lector en su viaje personal a lo largo de las páginas del libro.

¿Por qué las montañas eran vistas en un principio con terror reverencial, como elementos feos y peligrosos sobre la faz de la tierra, y después pasaron a ser hermosas y majestuosas, semejantes a catedrales que el mismísimo Dios hubiera levantado en un mundo creado por Él? El desconocido filósofo (sí, otro más; este libro va de filósofos, las cosas como son) Henry More fue el inicio de una cadena que se filtró en las mentes y el subconsciente de los europeos durante décadas: de asegurar que el espacio es Dios se pasó con facilidad a afirmar que los paisajes inmensos e infinitos están relacionados con Dios. Las montañas y los mares, la tierra bajo cielos inmensos (como reza el título de la novela de Alfred Bertram Guthrie), el espectáculo majestuoso de la naturaleza tal y como Dios la puso en el mundo, la estética del infinito que con gran virtuosismo supo retratar Caspar D. Friedrich. Todo, todo eso es compañía de viaje del lector en esta obra (bueno, ni Guthrie ni Friedrich aparecen en el libro, pero bien podrían haberlo hecho).

Y sin embargo, lo que la autora está haciendo en realidad es relatar un viaje en particular: el suyo. Emily Thomas ha ido a Alaska, allí ha conocido la inmensidad (“Alaska es inmensa”, afirma), ha visto el infinito paisaje blanco de la tierra cubierta de hielo, ha contemplado la sublime belleza de las auroras boreales, ha sentido la soledad del habitante de aquellas tierras… Y ha reflexionado sobre todo eso: sobre el infinito, sobre lo sublime, sobre la soledad. Porque de la primera de esas ideas se fluye con facilidad a la segunda, y de esta a la tercera solo hay un paso. El filósofo Edmund Burke escribió una obra sobre lo sublime, y también lo hizo Kant poco después. ¿Puede el ser humano competir con la naturaleza y crear obras sublimes? La autora se pregunta: ¿hay sublimidad en los rascacielos? ¿Fue sublime lo sucedido en Chernóbil? Porque lo sublime no ha de estar necesariamente ligado con lo bueno; también existe lo sublime terrible. Ralph Waldo Emerson debía de estar al tanto de esta escalonada sucesión de abismos conceptuales (infinito, sublime, soledad), y no debía de parecerle terrible cuando accedió a la petición de su joven amigo, Henry David Thoreau, de dejarle vivir en una cabaña en sus tierras en medio del bosque, junto al estanque Walden, en plena naturaleza salvaje. Thoreau permaneció allí en infinita y sublime soledad, conviviendo con los animales del bosque y leyendo la Ilíada. Aguantó 26 meses.

Se cierra el libro, el relato y el viaje con una referencia a los viajes espaciales. ¿Servirán estos para que el género humano se dé cuenta de su insignificancia, de cuán ínfimo es su papel en la inmensidad del universo cósmico? A título personal, lo dudo.

Emily Thomas ofrece al lector un libro singular, magníficamente editado en castellano, con una pintura de Turner por portada y salpicado con reproducciones de carteles antiguos en los que se anuncian viajes o se reproducen mapas. Una lectura deliciosa, reflexiva y que incita a viajar. Pero siempre con un libro bajo el brazo.

Un libro bajo cada brazo.

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Emily Thomas, El viaje y su sentido. Cuando los filósofos se hicieron nómadas. Barcelona, Shackleton Books, 2021, 317 páginas.

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