Bernini, el artista total: Las ánimas’, en El Prado
Borrominio, autorretratado. GALERIA DEGLI UFFIZI |
Borrominio, autorretratado. GALERIA DEGLI UFFIZI |
Uno de los dibujos, titulado «Estudio de una cabeza». EFE |
Artemisia Gentileschi, primogénita del maestro toscano de la pintura barroca Orazio Gentileschi, nació en Roma el 8 de julio de 1593. Tiempo de contrarreforma y de peste, de mecenas cultivados, de venenos papales y de dagas. Difícil ser pintora en una época como aquella. Pero Artemisia era una romana libre. Pasó una infancia feliz, siempre en los aledaños de la plaza de Spagna, hasta que en 1605, su madre, Prudenzia Montoni, murió en su séptimo parto a los 30 años. Artemisia tenía 12. En vez de ser virgen, esposa, religiosa o prostituta (los cuatro roles atribuidos a las mujeres de entonces), decidió ser artista. Como su padre. Como aquel genio salvaje llamado Caravaggio, cuya pintura, según dicen sus biógrafos, le volvía loca.
La espléndida exposición Artemisia, poder, gloria y pasiones de una mujer pintora, que se puede ver en el Museo Maillol de París hasta el 15 de julio y reúne 42 obras de Artemisia y una veintena de sus coetáneos más cercanos, explica que su fama personal, igual que pasó con Caravaggio, contribuyó a ocultar su arte a las generaciones posteriores. Todavía hoy, muchos de sus cuadros pertenecen a colecciones privadas. Pero, después de ser casi transparente durante 400 años, Artemisia brilla ahora con la luz de los grandes.
Más de cuatro siglos han pasado desde el año de la muerte de Caravaggio (1610), cuando Artemisia, que entonces contaba 17 años, firmó su primer cuadro. Se titula Susana y los viejos, y su mirada delicada, colorista y rebelde a la vez, asoma ya en esa escena viva, inmensa, en la que dos ancianos de mirada torva intentan seducir a una muchacha. Meses después, Artemisia fue violada por Agostino Tassi, un pintor que ayudaba a Orazio a decorar la casa del cardenal Scipione Borghese. Tassi se comprometió a casarse con la joven y a vivir con ella nueve meses. Pero Orazio le denunció ante el papa Pablo V. Toda Roma se enteró de la deshonra, pero a Artemisa no le importó. Se sometió a un proceso público que duró varios meses.
Tras ser condenado a cinco años de exilio y galeras pontificias su agresor —penas que nunca cumplió—, Artemisia se casa con el florentino Pierantonio Stiattesi, hijo de un zapatero, y se marcha a Florencia. En la corte del gran duque de Toscana, Cosme de Médicis, vivía Galileo Galilei: bajo su influjo y amistad, la pintora se inscribe en la legendaria Academia del Dibujo. Tiene 23 años, y es la primera mujer de la historia que entra en ese Olimpo. En 1617, Artemisia es madre de tres hijos, pinta asiduamente para los Médicis y tiene un amante noble e intelectual, Francesco Maria Maringhi. Pero el marido se endeuda hasta las cejas y la pareja huye a Prato.
Desde allí, vuelta a Roma, donde Artemisia vive entre 1620 y 1626 en una casa cercana a la plaza del Popolo que un visitante describe como “digna de un gentilhombre”. Dos de sus tres hijos han muerto, y en 1622 el marido es acusado de haber herido en la cara a un español que cantaba una serenata bajo el balcón de la artista. Pronto se separarán. Ella se irá a Venecia y vivirá tres años de éxito entre los canales libertinos, antes de marcharse a Nápoles para ponerse al servicio de otro admirador de su pintura, el virrey español Fernando Enríquez Afán de Ribera, duque de Alcalá.
En el centro de Nápoles abre un taller en el que trabajan una docena de ayudantes y aprendices. Se hace amiga de Onofrio Palumbo, gran artista partenopeo, y durante 20 años forma a los mejores pintores del futuro, Cavallino, Spardaro, Guarino… Su fama cruzó fronteras, y el rey Carlos I de Inglaterra ordenó contratarla. Pasó dos años en Londres, donde su padre era considerado el mayor maestro de su tiempo, hasta su muerte en 1639. Las crónicas dicen que el funeral de Orazio en Londres estuvo a la altura de los de Rafael y Miguel Ángel.
Mientras sus coetáneos pintaban iglesias y capillas, Artemisia trabajó sobre todo para coleccionistas privados: el duque de Módena, los Médicis, los D’Este y el conde de Amberes, banqueros, nobles y príncipes europeos. Sus numerosas cartas y facturas atestiguan que fue una de las firmas más cotizadas de su tiempo. Los aristócratas se rifaban sus cuadros, casi todos de figuras femeninas, muchas veces desnudas y siempre llenas de fuerza. Algunas son de un erotismo dulcísimo. Otras son intensas, impetuosas y dramáticas. No hay una sola escena casera. Hay músicas, pensadoras, y muchos homenajes a mujeres bravas: Cleopatra, Diana, la Galatea, María Magdalena, Judith, Dalila, Betsabé…
En 1649 andaba terminando su maravilloso autorretrato: parece una mujer de ahora mismo, con los labios pintados y el pelo corto. Según su biógrafa Alexandra Lapierre, “Artemisia rompió todas las leyes sociales y solo perteneció a su tiempo. A la conquista de su gloria y su libertad, con su talento y su fuerza creadora se convirtió en una de las pintoras más celebres de su época y en una de las más grandes artistas de todos los tiempos”.
Miguel Mora: Al principio estuvo Artemisia, EL PAÍS, 20 de marzo de 2012
Una ventaja indiscutible tuvo la visita del Papa a Madrid el verano pasado: gracias a ella puso verse en el Prado el Descendimiento de Caravaggio, que vino en préstamo de los Museos Vaticanos. Y gracias a las buenas relaciones con otro Estado propenso a la teocracia ahora tenemos en Madrid el Tañedor de laúd, que está en el Ermitage de San Petersburgo. Hay que aprovechar la ocasión. Hay que mirar con cien ojos lo que de otro modo nos resultaría inaccesible, lo que a no ser que viajáramos a miles de kilómetros o hiciéramos colas eternas entre multitudes de turistas solo podríamos conocer en reproducciones. No hay pintor al que una reproducción le haga justicia, pero en el caso de Caravaggio la diferencia entre mirar una fotografía y estar delante del cuadro parece aún mayor, porque su originalidad y su maestría son insuperables, en el sentido más literal de la palabra: nadie ha ido más lejos. O, dicho de otro modo, nadie ha acercado más al espectador la presencia de los seres y los objetos pintados.
Para un estudiante de historia del arte, el Descendimiento del Vaticano es una obra familiar, que remite hacia el pasado a la Piedad de Miguel Ángel y se proyecta en el porvenir en la Muerte de Marat, de David. Pero este verano, cuando uno llegaba a la sala del Prado en la que estuvo expuesto, la primera impresión abrumadora era la de su tamaño, la escala agrandada de esas figuras que sin embargo eran también violentamente terrenales. El brazo de Cristo colgaba con el peso definitivo que solo tiene un cuerpo humano muerto. Y el gesto con el que Nicodemo le sujetaba las piernas no era el de un personaje de cuadro religioso, sino el de un trabajador manual que tiene la costumbre de transportar sobre sus espaldas grandes objetos muy pesados. Sus pies desnudos de ganapán o de campesino eran tan ásperos como tocones de árboles y se plantaban así de firmemente en el suelo: esos pies endurecidos y sucios de los pobres de Caravaggio, que ofendían tanto en su tiempo como sus santas o sus vírgenes en cuyas facciones se reconocía a prostitutas habituales de los callejones sórdidos de Roma.
Una de ellas, Fillide Melandroni, aparece retratada en esa mujer joven que levanta los brazos con un énfasis de duelo antiguo en el Descendimiento. En Madrid podemos verla sin dificultad porque es la Santa Catalina que hay en una sala recogida del Museo Thyssen, dispuesta de tal manera que en cuanto cruzamos el umbral nos encontramos con su mirada. Cuando se ha visto la Santa Catalina de Caravaggio, cualquier otro cuadro de santas mártires, incluso los de Ribera o Zurbarán, se vuelve inverosímil. Él no pinta una figura sobrenatural, esa mezcla de irrealidad y sadismo que suele haber en los cuadros de martirios: pinta a una mujer joven a la que ha puesto un vestido lujoso porque ha de representar a una princesa, a la que ha hecho arrodillarse en una postura incómoda sobre un cojín y quedarse inmóvil durante mucho rato, a la que le ha pedido que sostenga de cierta manera una espada y pose los dedos sobre su filo, en alusión directa a una caricia.
Con la misma delicadeza se posan las manos del joven músico del Ermitage en las cuerdas de su laúd. Está tocando y está fingiendo que toca, manteniendo la postura que se le ha indicado, la más adecuada para mantener un equilibrio exacto entre la claridad y la sombra, para observar las gradaciones que van de la una a la otra. El Tañedor de laúd alude a uno de los dos mundos que Caravaggio frecuentaba de joven en Roma, el de los coleccionistas ricos y cultos, eclesiásticos o banqueros, los palacios en los que se interpretaba la música contemporánea y se discutían hallazgos arqueológicos o teorías o inventos científicos. En el palacio del Cardenal del Monte Caravaggio escuchaba a jóvenes cantores castrados interpretar madrigales exquisitos, pero en cuanto salía a la calle se encontraba en mitad de la vida turbulenta y canalla de Roma. La espada oscurecida de sangre que maneja la Santa Catalina del Thyssen la pintó con el mismo empeño meticuloso que las cuerdas, los trastes, la caja estriada del laúd del Ermitage.
Que Caravaggio fuera al mismo tiempo un gran pintor y un asesino nos atrae irresistiblemente hacia él. Pero no hay leyenda que no esté hecha de malentendidos, y en el caso de Caravaggio es muy fácil además atribuirle anacrónicamente rasgos de la figura del genio solitario y el artista maldito que pertenecen a nuestro tiempo y no al suyo. Su vida es plenamente novelesca sin los añadidos y las exageraciones de la literatura. Su arte es original no porque se adelante a su época -somos tan provincianos de nuestro presente que para admirar a un artista del pasado necesitamos imaginarlo próximo a nosotros-, sino porque pertenece del todo a ella, a lo mejor y a lo peor, a lo más civilizado y a lo más cruel de ella.
Uno de los méritos de la biografía recién publicada entre nosotros de Andrew Graham-Dixon es precisamente mostrar en qué medida Caravaggio es alguien de su tiempo, no del nuestro. De niño vio morir a causa de la peste a todos los hombres de su familia. El realismo de su pintura tiene que ver con una tradición popular de representaciones religiosas muy arraigada en Lombardía durante su infancia, y también con la fe austera la vindicación de la pobreza evangélica de movimientos como el del Oratorio de San Felipe Neri. Y su propensión a los arrebatos de violencia súbita y extrema no es tanto un síntoma de ese descontrol temperamental que a nosotros nos gusta atribuir a los genios como un rasgo de la normalidad de su tiempo. Según una documentación muy abundante que otros biógrafos anteriores a Graham-Dixon ya habían rescatado de los archivos, la Roma de Caravaggio es una ciudad de ajustes de cuentas sanguinarios y guerras territoriales entre bandas de hombres jóvenes provistos de armas letales y códigos de honor: el mundo sin ley de Romeo y Julieta. El choque entre Caravaggio y el adversario al que hirió de muerte no hay que imaginarlo como un duelo ritual de esgrima, sino como una sucia pelea de navajas.
La huida de Roma del pintor condenado a la decapitación que va dejando tras de sí un rastro de obras maestras cada vez más sombrías ha sido contada muchas veces, pero Graham-Dixon la completa rellenando espacios en blanco con impecable erudición y razonables hipótesis y dejándose llevar con gran instinto narrativo por la pura fuerza de los hechos. Caravaggio murió antes de cumplir cuarenta años, pero en su etapa final había logrado un despojamiento expresivo que contenía una amarga meditación sobre los efectos irreparables de la crueldad y la pesadumbre del remordimiento. En Madrid, en una sala del Palacio Real que solo puede visitarse durante menos de un minuto en las visitas guiadas, hay uno de esos cuadros finales, una Salomé que mira de soslayo la cabeza recién cortada de Juan Bautista. No es una escena evangélica, sino una pintura negra de la culpa.
El Hermitage en el Prado. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 25 de marzo de 2012. www.museodelprado.es. Caravaggio. Una vida sagrada y profana. Andrew Graham-Dixon. Traducción de Belén Urrutia. Taurus. Madrid, 2011. 584 páginas. 24 euros. antoniomuñozmolina.es
Antonio Muñoz Molina, Caravaggio en Madrid, EL PAÍS / Babelia, 17 de diciembre de 2011
Toda una década anduvo Andrew Graham-Dixon metido en una apasionante labor detectivesca: investigar a este pintor fascinante, buceando en archivos, hablando con historiadores del arte y hasta con cineastas como Scorsese, cuya película «Malas calles» debe mucho a Caravaggio. Todos creemos conocer al dedillo sus obras, saber perfectamente cómo era (un loco, un asesino, un hombre atormentado, un icono gay)… Pero Caravaggio siempre se nos escapa entre los dedos. Una y otra vez. Irremediablemente. El mejor intento por acercarnos a su compleja personalidad, a su inabarcable pintura, y explicarnos su mundo es «Una vida sagrada y profana» (Taurus), que está llamada a ser la biografía definitiva de Caravaggio. No han escatimado elogios, en sus críticas, publicaciones como el «Times» o el «Daily Mail», así como los directores de instituciones tan prestigiosas como el British Museum o la Royal Academy. En el libro, Graham-Dixon no solo compila una vastísima documentación —en parte inédita— relacionada con el pintor, su entorno y su época, sino que además nos regala brillantes críticas de sus principales trabajos.
Al igual que en su pintura, su biografía está repleta de luces y sombras: «Su vida, como su arte, son relámpagos en la noche más oscura». Algunos de sus misterios quedan desvelados en el libro. Se ha especulado mucho sobre si Caravaggio era homosexual, a tenor de algunos de sus cuadros, incluso hubo contra él acusaciones de pederastia (el adolescente Cecco posó para él en algunas de sus obras más osadas). Graham-Dixon prefiere definir a Caravaggio como «omnisexual»: «Creo que se le ha dado demasiada importancia a su sexualidad, yo no he querido ahondar demasiado en ello. No creo que sea esa la clave que nos desvele su personalidad. Hay pruebas de que se sentía atraído por hombres, pero también que iba con prostitutas (algunas como Fillide o Lena posan para él en obras religiosas). Tuvo sexo con hombres y mujeres. Era omnisexual, pero no quería a nadie demasiado cerca. No se permite amar, porque si amas, puedes perder y él ya había perdido mucho».
Llegar al extremo, como nadie antes, tanto en el arte como en la vida, contemplar el mundo devorándolo, le han convertido, a ojos de muchos, en un héroe romántico, al modo de Don Juan o Casanova. Graham-Dixon quiere en su libro acabar con todos estos tópicos: «Sí, es un personaje extremo; sí, es un personaje extraño y extravagante, impetuoso, dominado por la pasión, pero es una persona real, un hombre violento en un mundo violento, que actúa siguiendo unos complejos códigos sociales, un héroe trágico real. Quiero echar por tierra en mi libro el mito de Caravaggio como un loco o un icono gay».
Su religiosidad ha sido también un misterio. ¿Qué papel jugó en ella Carlo Borromeo? «Si cogemos sus ideas (pobreza, humildad, la iglesia debe olvidarse de sus posesiones…) parecen la receta para un pintor que aún no existía, pero que existirá: Caravaggio. Componía historias bíblicas como si estuvieran ocurriendo aquí y ahora; reformula la historia sagrada en un drama vivo. Durante toda su carrera, pintó para órdenes religiosas como los franciscanos. Caravaggio, como Borromeo, dice: la Iglesia debe pertenecer al pueblo. Y no pinta a la Virgen como la reina de los cielos, sino como una mujer más». Pese a su mala reputación, a sus continuas peleas y detenciones, y hasta el asesinato de un hombre, siempre contó con la ayuda y protección de importantes cardenales. Pero Caravaggio supo que nunca podría salvarse. «Todos mis pecados —decía— son mortales».
Sus últimos años, sus huidas tras asesinar a Ranuccio Tomassoni, y hasta su propia muerte siempre han estado envueltos en el misterio. ¿Cree que pudo morir en el Fuerte Filipo, tras ser llevado allí por los españoles —una nueva tesis— y no en el hospital de María Auxiliadora como se creía? «Son todo hipótesis, pero no creo que sea importante dónde llevaron el cuerpo. Lo relevante es que ya sí sabemos exactamente lo que ocurrió, la estructura de su muerte, gracias al descubrimiento de los sucesos que ocurrieron en la Osteria del Cerriglio». Al salir de esa taberna napolitana de mala muerte, Caravaggio fue atacado y gravemente herido en la cara. Cree el autor que ese corte en la cara tiene un significado especial: es la venganza por insultar la reputación de alguien. En este caso, la del conde della Vezza. Con la cara rajada, sin la medicación adecuada, Caravaggio viajó en faluca de Nápoles a Roma —había recibido el perdón papal—. Pero en el puerto de Palo fue detenido.
De allí cabalgó bajo el sol de julio hasta Porto Ercole, donde cree el autor que pudo morir el 18 o el 19 de julio de 1610. «No se sabe la causa exacta: pudo deberse a la deshidratación o un infarto por el estrés del arresto o la frenética cabalgada». En su 400 aniversario, afirmaron haber hallado los restos mortales de Caravaggio. ¿Cree que fue así? «El señor que “encontró” los huesos tiene un amplio historial de “encontrar” cosas —comenta Graham-Dixon—. Halló la cara de Dante, también en su aniversario. No sabemos dónde enterraron a Caravaggio. Posiblemente, en una fosa común. No hay restos de sus parientes consanguíneos, ni base de ADN para compararlos. Simplemente, se halló un hueso de una pierna de una persona de 35 años. ¡Tenía que ser Caravaggio!».
Natividad Pulido, Madrid: Los secretos del genio Caravaggio, al descubierto, ABC, 5 de diciembre de 2011
La obra, que presenta a San Agustín estudiando minuciosamente sus libros en una mesa de trabajo, está datada en torno al año 1600, cuando Caravaggio tenía 28 años y aún le quedaban 10 de vida. En el plano central aparece San Agustín, protagonista de una composición «escultórica y monumental, con movimiento y expresión emocional», según el diario londinense. La obra aparecerá impresa por primera vez en un libro sobre el pintor producido por Yale.
David Franklin, uno de los expertos que han trabajado con el lienzo, dijo que el San Agustín descubre un nuevo Caravaggio. «Muestra una faceta de Caravaggio que quizás no es tan drástica y antagónica como de costumbre, pero en la que se demuestra cómo estaba trabajando muy de cerca con Giustiniani (cliente del pintor) para tratar de crear una imagen mucho más serena del santo».
La pintura permaneció en la colección de Vincenzo Giustiniani, uno de los principales clientes del artista en Roma (llegó a atesorar 15 de sus obras), y sus desdecendientes hasta su venta a mediados del siglo XIX. Con anterioridad se había registrado en el inventario de Giustiniani en el año 1638.
¿Una nueva obra de Caravaggio?, hoyesarte.com, 20 de junio de 2011
La exposición, titulada Gli occhi di Caravaggio. Gli anni della formazione tra Venezia e Milano (Los ojos de Caravaggio. Sus años de formación entre Venecia y Milán), recoge como en sus inicios, –al menos durante cuatro años–, en el estudio de Simone Peterzano en Milán, Caravaggio habría tenido la oportunidad de observar las obras de destacados artistas de Venecia, Milán y sus alrededores. Aunque, como recuerda el historiador Roberto Longhi, “no se puede trazar un itinerario exacto de sus viajes y desplazamientos como aprendiz, estos se sitúan en la zona que va desde Caravaggio, ciudad de la que más tarde tomaría su apodo, a las cercanías de Bérgamo, a Brescia y Cremona, y de allí a Lodi y Milán”.
Contexto artístico
Una vez abandonado el estudio y en sus años de formación, Longhi añade que las rutas trazadas por el pintor entre 1584 y 1589 deben interpretarse como de Lombardía. Algunos historiadores apuntan que probablemente en esta época también visitó Venecia. El arte en las regiones de Véneto y Lombardía, más próximo al naturalismo alemán que a la formalidad y grandeza del manierismo romano, inspiró y formó a Caravaggio, y emerge constantemente en sus obras.
La muestra agrupa obras de Giorgione, Tiziano, Tintoretto, Lorenzo Lotto, Jacopo de Bassano, Moretto de Brescia, Giovan Battista Moroni, Savoldo Gerolamo, Vincenzo y Antonio Campi, Giovanni Ambrogio Figino y Simone Peterzano entre otros, –algunas nunca antes expuestas–, que atestiguan la revolución en cuanto a la estética y la concepción de la figura humana en la relación con el espacio y la luz, elementos fundamentales en el desarrollo artístico del joven Caravaggio.
Extraordinarias obras
De los trabajos de Caravaggio se encuentran varios significativos ejemplos. Entre ellos, la Murtola Medusa (1596), que se puede considerar como el emblema de sus años de formación puesto que cierra su “período Lombardo” y da paso a su etapa romana. Es en ese momento cuando, como recuerda el comisario de la muestra, Vittorio Sgarbi, «de repente lo transforma todo, hasta el punto que los ecos de su revolución llegan a toda Europa, y no hubo gran artista de la época procedente de Francia, España, Alemania y los Países Bajos que no se acercara a contemplar la obra de Caravaggio”.
La exposición también incluye otras dos obras religiosas del artista que pertenecen a su etapa romana: Descanso en la huida a Egipto (1597), de la colección Doria Pamphili de Roma, y La Flagelación de Cristo (1607), propiedad del Museo de Capodimonte (Nápoles), de una desgarradora y sensual belleza y que se exhibe en Milán por primera vez desde la exposición sobre Caravaggio de 1951, célebre por la abundancia de obras.
La exposición también cuenta con descripciones y mapas históricos de las ciudades que visitó el genio barroco.
Milán. Los ojos de Caravaggio. Sus años de formación entre Venecia y Milán. Museo Diocesano. Del 11 de marzo al 3 de julio de 2011. Comisario: Vittorio Sgarbi.7
La muestra, con el título ‘Tesoros de los Médicis’, ofrece un recorrido cronológico con el fin de revelar el papel crucial de la familia de los Médicis en el desarrollo de las artes decorativas en Italia entre los siglos XV y XVII. El objetivo es «hacer comprender al visitante cuál era el gusto de los Médicis», y, al mismo tiempo, mostrar «el clima cultural de la época», declaró la comisaria de la exposición, María Sframeli, a Efe. Se trata de una familia poderosa, que gobernó Florencia y la Toscana durante tres siglos, subrayó Sframeli, quien glosó, igualmente, la colección de objetos decorativos exóticos expuestos, reflejo de «la mente abierta de los Médicis y su gusto por lo que viene de un mundo nuevo».
Aunque la exhibición ordena las obras según su fecha, «también tiene un orden temático», explicó la especialista italiana. Así, por ejemplo, hay un espacio dedicado a los Papas Médicis, otro centrado en exclusiva en las dos reinas Médicis francesas, Catalina y María, o una sala especial sobre el teatro, expresión artística que interesó sobremanera a los Médicis, comentó la comisaria.
La exposición del Museo Maillol arranca con la escultura de ‘El Orador’ y el lienzo de la ‘Adoración de los Magos’ en su sala principal, para después, en otros cuatro espacios, de tamaño más reducido, mostrar obras como ‘Las tres Gracias’ de Rubens, el violonchelo de Niccolò Amati (maestro de Stradivarius) y los retratos de Catalina y María Médicis. La segunda antesala que conduce al visitante al ‘universo Médici’ resume la genealogía de su estirpe, iniciada en 1201, con Chiarissimo de Giambuono, y cerrada en 1737 por Jean Gaston. Tras esa breve presentación, en la que se explica quiénes son y el «importante papel que han tenido en Europa», la muestra intercala objetos íntimos, como el manuscrito de Laurent de Médicis titulado ‘Merita più quel cuore’; con otros más curiosos, como un manto de plumas rojas traído de Brasil.
Objetos exóticos
Los aires refinados de las obras florentinas dan paso a otros más exóticos a través de máscaras, joyas y detalles ornamentales traídos de México, China, África central o Brasil. De los tesoros del siglo XV, la comisaria resaltó en especial la presencia en París de los «libros y objetos decorativos antiguos encontrados en las ruinas de la antigua Roma«. «Este clan familiar supo entender, adorar y apoyar el arte de muchos lugares», subrayaron los organizadores, que recibieron importantes préstamos de obras de la Galería de los Uffizi, la Galería de los Borghese de Roma, el Museo Galileo o el Palacio Pitti de Florencia. La exposición es una gran oportunidad para «trasladarse a la historia de Florencia sin salir de París», destacó Sframeli, quien parafraseó al escritor Alejandro Dumas para recordar que los Médicis «hicieron mucho más por la gloria del mundo que lo que nunca hizo nadie antes que ellos, ni nadie haría después, ni príncipes, ni reyes, ni emperadores».
En Roma, todos conocían al genio del Barroco. La gente murmuraba a su paso y los más medrosos evitaban cruzarse con aquel tipo de aspecto tenebroso, vestido con sombrero y capa negra. Corría el rumor de que, cuando era tan sólo un niño, en Milán había matado a un compañero de juegos tras un berrinche y su familia le había mandado a Roma para librarse de él. Llegaría a la capital «desnudo y extremadamente necesitado, sin una dirección fija y sin provisiones… además de corto de dinero», afirma Peter Robb en su libro M. L’enigma Caravaggio. Sin embargo, pocos años más tarde, se convertiría en el pintor más importante de la ciudad a causa, además de por su talento, del mecenazgo del cardenal Di Monti, para quien pintó la Capella Contarelli.
Tomassoni fue descrito por Baglione, artista contemporáneo de Caravaggio, como un «joven de mucho garbo», utilizando la palabra garbo en el documento original para hacer alusión a su descendencia española. A pesar de carecer oficialmente de títulos, Tomassoni pertenecía a una familia aristócrata con influencias políticas, gracias a la relación que su padre, el coronel Luca Antonio, mantenía con el nuevo Papa, Pablo V. Por su posición, nadie pudo entender por qué aquella noche, en Campo Marzio, el joven quiso llegar tan lejos y plantar cara a Caravaggio. El espectador anónimo Onorio Longhi, que según Riva & Viganò estuvo presente en el altercado, declaró que «fue una cuestión de honor». Baglione, en su crónica sobre aquella historia de la que todo el mundo hablaba en Roma, discrepó de Longhi: «Más que honor, lo que a Tommasoni le pudo fue la vanidad, su virilidad, su imagen de hidalgo».
Caravaggio sabía quién tenía en frente, pero no por ello tuvo problemas en desenfundar su espada y clavarle la punta en el muslo. Cuando Tomassoni cayó al suelo, Carava-ggio se acercó a él «riendo, con la carcajada cargada de ira» y, sin pensarlo, le dio un corte sobre el pene, burlándose de su hombría. La incisión no fue precisa: en vez de castrarlo, le cercenó una arteria y, al poco tiempo, Tomassoni moriría desan-grado. Mientras el joven perdía sangre por el pene, se dice que Carava-ggio decidió huir de Roma y pasar algunos días fuera de la ciudad, hasta que las aguas volviesen a su cauce. Sin embargo, para Robb, «Caravaggio se escondió tras los candados de Villa Firenze». El palacio estaba a pocos pasos del Campo Marzio, propiedad de Di Monti y residencia oficial de Giovanni Niccolini, embajador de la Toscana. Caravaggio había trabajado para ambos y, como concluye Robb, «pensaron que era mejor perder a un noble sin título que meter preso a un genio».
Pero el director de los Museos Vaticanos, Antonio Paolucci, ha descartado esta semana que el cuadro ‘Martirio de San Lorenzo’ hallado entre las propiedades artísticas de la Compañía de Jesús sea obra de Michelangelo Merisi, más conocido como Caravaggio. «No hay calidad, mientras que en Caravaggio la calidad siempre existe y es altísima, también cuando hace uso del máximo descuido y de los mínimos recursos expresivos», escribe Paolucci en un artículo que publicó este lunes el diario vaticano ‘L’Osservatore Romano’, donde afirma que la obra hallada es «una copia modesta» de un original de la época de autoría desconocida. «Con toda seguridad no se trata de un Caravaggio, pero podría ser de uno de sus seguidores de la zona, cerca de Nápoles», explicó este martes la responsable de los museos romanos, Rossella Vodret.
Esta teoría la comparten también otros historiadores de arte internacionales. Señalan que por el modo de pintar, sobre todo por la luz y el fondo oscuro, se puede percibir la influencia de Caravaggio. El material utilizado y la presentación de la perspectiva hablan en contra de la autoría del maestro lombardo. En septiembre, sin embargo, proseguirán los análisis de la obra. Los expertos se toparon con esta obra durante la preparación de una de la múltiples exposiciones que conmemoran este año el 400 aniversario de la muerte del pintor italiano. La obra muestra a San Lorenzo, mártir después de que en el siglo III fuese quemado hasta morir.
Michelangelo Merisi, conocido con el nombre del pueblo de sus padres, Caravaggio, revolucionó la pintura con su técnica del clarooscuro. Fue olvidado durante mucho tiempo y redescubierto a mediados del siglo XX. En la actualidad, el artista nacido en 1571 está considerado uno de los grandes maestros de la pintura de todos los tiempos.