Pintar entre reyes
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‘El rey Carlos IV en traje de caza‘ (1799), de Francisco de Goya |
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‘Retrato de la familia de Juan Carlos I‘ (1994-2014), de Antonio López |
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‘El rey Carlos IV en traje de caza‘ (1799), de Francisco de Goya |
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‘Retrato de la familia de Juan Carlos I‘ (1994-2014), de Antonio López |
Con 129 obras, entre pinturas, esculturas, dibujos y bocetos, realizadas entre 1953 y 2010, al final la tan esperada muestra de Antonio López García (Tomelloso, Ciudad Real, 1936) ha resultado ser una retrospectiva. Cualquier exposición de gran calado en un museo de un artista vivo importante siempre genera expectativas sobre cuál será su definitivo curso. En este caso, al especular por si hubiera sido acotada a un periodo de tiempo concreto, el último, o por si se añadiría el contraste de etapas anteriores. Hay que tener en cuenta al respecto que está viva en nuestra memoria la gran retrospectiva de 1993, en la que el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía llegó a reunir 170 obras, lo que invitaba a pensar que la actual quizá se ciñese a lo producido por Antonio López durante estos últimos 20 años. Premio Velázquez de las Artes Plásticas en su edición de 2006, lo que implica según la normativa oficial la realización de una exposición en el MNCARS, también ha podido sorprender que no haya sido así, sino que ahora se exhiba en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid y, luego, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Sea como sea, teniendo en cuenta que Antonio López no se caracteriza por exhibir su obra con regularidad, tampoco hay que entretenerse demasiado con estas cavilaciones, sobre todo, porque, abarque 60 o 20 años, se presente aquí o acullá, ninguna muestra suya deja de ser una retrospección de un largo trayecto, y, en su caso, afortunadamente para él, le sobran museos en el mundo que pugnan por mostrar su obra.
Dividida en 10 capítulos (se podría decir que siguiendo la norma de la casa, que es el Museo Thyssen, capítulos que responden a los siguientes títulos, un tanto farragosos en el enunciado y contenido: Memoria, Ámbitos, Madrid, Gran Vía, Árbol, Desnudo, Personajes, Interiores, Alimentos y Proyectos), lo relevante en ella es la gran división física que separa, por un lado, lo exhibido en las salas de exposiciones temporales de la planta principal, y, por otro, lo que está ubicado en las correspondientes salas del sótano. Es verdad que el criterio de los comisarios, Guillermo Solana y María López, ha sido entremezclar géneros, temas y épocas, pero la impresión que recibe el visitante es que, en las segundas, gravita más el pasado remoto del artista, mientras que, en las primeras, lo hace la obra más reciente, como si hubiera dos retrospectivas en paralelo.
Cada cual puede vivir y valorar esta segmentación como guste, pero para mí ha resultado muy esclarecedora. En primer lugar -y si nos dejamos llevar, en efecto, por las primeras impresiones-, yo he sentido que la obra exhibida en las salas del sótano, donde predominan las primeras décadas de la trayectoria del artista, es como más física, matérica, terrenal, grávida, barroca, mientras que la que se muestra en la planta de arriba, la de las últimas décadas, es más conceptual, despojada, retroactiva, transparente; en suma, como más aérea. En cualquier caso, estas impresiones personales, incluso si son ilusorias, pueden ayudar a resituar, con un nuevo sentido, la segmentación separadora de partes, porque, según pienso, contribuyen a explicar la intensa y dramática evolución artística de Antonio López, a desentrañar su constante ansia de elevación, en lo que este término implica no sólo de superación, sino de conquista de una mayor ligereza, pureza, decantación, etcétera. Todo lo cual, de ser así, supondría, a su vez, no sólo la posibilidad de poder contemplar adónde se dirige Antonio López, sino, sobre todo, cómo, en el fondo, es.
De todas formas, Antonio López, con 75 años cumplidos, de los cuales más de sesenta de labor artística ininterrumpida, merece que nos esforcemos en apreciar su obra al margen de los tópicos, sobre todo, porque es uno de los pocos artistas contemporáneos que se ha atrevido a ser, de principio a fin, intempestivo. Un gran solitario, pues. Así que olvidémonos del socorrido término del «realismo» y de su larga retahíla de adjetivos, «tradicional», «académico», «español», «madrileño», «moderno», «hiper», «fotográfico», etcétera, y observemos esa senda suya hacia la progresiva retracción, despojamiento y transparencia. Una senda, por tanto, ascética: la de no quedarse sino con lo imprescindible: retraerse de los innecesarios gestos subjetivos; despojarse de la distracción de la golosa materia o del entretenido anecdotario, y, claro, arribar, en lo posible, a la desnuda luz.
Desde mi punto de vista, el primer aviso serio que dio Antonio López sobre la dirección irreversible de su camino se produjo aproximadamente en torno a 1970, pero el momento culminante de la irreversibilidad del mismo es el que está viviendo desde 1990 y ahora mismo. ¿Cómo explicarlo? Hay para mí dos obras -aparentemente muy distintas, pero totalmente interrelacionadas- que explican la primera gran conmoción. Me refiero a Mujer en la bañera (1968) y Conejo desollado (1972): dos cuerpos, dos seres orgánicos, acoplados a dos espacios inorgánicos constrictores, respectivamente un rectángulo y una circunferencia, en los que los visajes de la luz, mediante la refracción acuática o el biselado cristalino, adquieren el poderío de la revelación. También me parece ejemplar de este mismo trance la pareja del dibujo María (1972) y el óleo Madrid desde Torres Blancas (1974-1982), el primero de los cuales marca la forma futura de tratar la figura con la fuerza intimidante de lo arcaico, sin la menor concesión a la mañosería y el sentimentalismo; esto es: con absoluto respeto, mientras el segundo marca, dentro de sus panorámicas urbanas, no sólo la obsesión de geometrizar el espacio para captar el orden cardinal y rítmico de la ciudad; esto es: dominar su horizontalidad, sino también la dimensión vertical del cielo, cuya animación es una inestable alquimia versicolor de celajes. Y aún no me he referido para lo mismo a una obra crucial: el dibujo Estudio con tres puertas (1969-1970), que, como tal espacio vacante, es, sin embargo, desde mi punto de vista, la mejor réplica que se ha hecho a Las meninas, de Velázquez, pero, además, obteniendo el efecto dinámico, zigzagueante, de la cinética luz.
Si en este momento, explicado con estas u otras obras, ya no había duda de que Antonio López no podía salirse del raíl de sí mismo, aún quedaba otra transición radical y emocionante. Es la que emprende, tras la retrospectiva del MNCARS, a comienzos de la década de 1990 y que alcanza su punto crítico a partir del nuevo siglo. De nuevo, con la esporádica ayuda de algunas obras, intentaré esclarecer el desafío emprendido. Por ejemplo, considero crucial para esta nueva etapa y, en general, para todas las panorámicas urbanas que Antonio López lleva pintando casi durante medio siglo, el monumental lienzo, de 250×406 centímetros, Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas (1990-2006), obra que se ha replanteado y rehecho durante más de tres lustros. El progresivo cambio de perspectiva tenía mucho sentido porque nuestro país durante estos últimos años, y no digamos la zona elegida por el pintor en esta vista, ha sufrido un cambio enloquecido. De todas formas, al margen de esta situación incontrovertible del cambio urbano, está el problema de la luz del natural, que López consideró idónea al mediodía entre marzo y septiembre, pero lo más interesante fue la decisión de enfocar, concentrando o dilatando la lente, lo que debería ser el campo visual, todo ello, en su caso, sin que la ampliación del horizonte suponga la pérdida del detalle. El dispositivo inicial fue la captación del eje longitudinal desde Vallecas a la plaza de España, a lo que después se superpuso la del transversal desde la depresión del Manzanares hasta la plaza de Castilla. Pero la decisión de incorporar la terraza desde donde pintaba, que no sólo incorpora el «cerca» al «lejos», sino que crea como un vacío, un abismo, en el primer término, está en contraste total con el abigarrado panorama frontal. Aun contado de forma muy sumaria, creo que este embutimiento de todo en apenas un espejo convexo se asemeja a una obra de arte total de la transparencia.
Pero aún habría que hablar de la serie de cabezas de recién nacidos, que, a partir del óleo Carmen (1999), generan una serie indefinida de esculturas de diversos materiales y tamaños, que culminan con Carmen dormida (2006), a través de los cuales la retracción de Antonio López se hace giróvaga y, digamos, búdica. Ojos abiertos y ojos cerrados: el día y la noche, la vida exterior e interior. En fin, este periodo final, donde la escultura y el dibujo han cobrado ímpetu, es el periodo que confirma cómo Antonio López pinta algo más que la realidad: lo emocionante de su verdad.
El paso del tiempo, sí, el mismo tiempo que lleva décadas empeñado en detener con sus pinceles, sienta bien a Antonio López. Luce a sus 75 años una mirada tan viva como fresca. Como si envejeciese conservada en el formol de la pasión por la luz y el detalle. También retiene su legendaria minuciosidad. La misma que ayer sacó a pasear por las salas del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Se acercaba por primera vez a supervisar el montaje de la más ambiciosa retrospectiva nunca dedicada a su obra. La muestra está comisariada por su hija María y el conservador jefe del museo, Guillermo Solana. López se movía en un bosque de cajas de madera y obras cuidadosamente apoyadas en las paredes. Esperaban pacientemente su destino vertical. Y al artista, que parecía dialogar con paciencia con cada una de las 130 piezas de la exposición.
Un par de días antes, en su casa de Madrid, esa que inmortalizó para la historia de la pausa Víctor Erice en El sol del membrillo, explicó que está dispuesto a dar un nuevo rumbo a su trabajo para volver a las personas. «Soy más libre que cuando era joven. Me ha costado mucho llegar a algo parecido a la estima por la vida y por mí mismo. El camino ha sido complicado. Hacerme a mí mismo ha sido doloroso».
Un conmovedor relato de las vueltas de ese camino espera a los visitantes a la exposición Antonio López, que el 28 de junio se abre al público en el Museo Thyssen. Será, sin duda, el acontecimiento artístico del verano. La selección hiperrealista del pintor de Tomelloso se centra en sus últimas pinturas, dibujos y esculturas, con incursiones en un pasado por el que desfilan los «amores de toda una vida»: Madrid, Tomelloso, los frutales, los retratos de su entorno familiar y, en especial, un homenaje de gran hondura a la escultura griega. Este tributo toma la forma de cuatro figuras, copias exactas de dos parejas de piezas rescatadas de las fauces del tiempo en el templo de Olimpia.
Pregunta. Esta exposición se anunció como pequeña… ¿Qué ha sucedido entretanto?
Respuesta. El proyecto nació al recibir el Premio Velázquez, que conlleva una exposición en el Reina Sofía. Desde la antológica que el museo me dedicó en 1993, no había mucha más obra terminada. Guillermo Solana [conservador jefe del Thyssen] me propuso hace más de tres años hacer la muestra con obra nueva, pero con saltos en el tiempo. De hecho, hay dos cuadros de 1953, dos trabajos inspirados en Tomelloso. Si no hubiera sido así, la exposición sería muy pequeña… A lo mejor no habría estado mal… Cuando las cosas se programan con tanta antelación, me equivoco siempre. Creí que iba a tener más obra reciente para mostrar.
P. Lo más reciente son sus siete vistas de la Gran Vía…
R. Están inacabadas. Va a ser como si la gente entrara en un estudio con unas cuantas cosas en marcha. Me parece muy interesante para ciertas miradas. Es una oportunidad para conocer mis procesos. Si la exposición fuera solo de obra comenzada, podría tener quinientas cosas. Empezar no me cuesta. Una vez tengo la idea clara, ponerlo en marcha es cuestión de una semana como mucho. Después entras en un laberinto complicadísimo.
P. ¿En qué fase están las cabezas de Delibes y de Ferlosio?
R. Empezada solo está la de Ferlosio. Dibujos, fotografías y las medidas tomadas tengo de Tàpies, Palazuelo, Delibes… Ahí están, a la espera de poder empezarlas junto con otras cosas más. Me está volviendo el interés por la figura humana. No por el mero retrato, sino por la descripción de la vida que hace la gente: afeitarse, lavarse… Esa parte de la historia que la pintura tiene olvidada y solo está viva en el cine, en la literatura, en la fotografía.
P. ¿Qué ha ocurrido para retomar ese interés?
R. Últimamente vivo mejor entre la gente.
P. ¿Este nuevo momento suyo acelerará el final del cuadro de la familia real? Ha pasado tanto tiempo que hay quien piensa ya en el famoso relato de Balzac, La obra maestra desconocida.
R. ¿Cómo puede dudar? Claro que lo acabaré. Lo he tenido que dejar para trabajar en cosas de la exposición. Tuve que elegir entre todo lo demás y el retrato.
P. Da que pensar que no estén los Reyes en el Thyssen, ni siquiera en la parte dedicada a cuadros inacabados.
R. No, claro. El acuerdo que tengo es que entrego el cuadro a Patrimonio en su destino, en el palacio de Aranjuez. Antes no se puede ver.
P. Fije el hilo conductor de la exposición.
R. No hay orden cronológico. Está dividida en dos espacios: en uno predomina un orden estético con obras esenciales que son mis amores y mi sustento. En el otro confluyen paisajes urbanos, frutales, retratos…
P. La muestra se antoja un autorretrato humano y artístico.
R. No podría hacer otra cosa. En la pintura o en los dibujos vas dejando una sustancia que es lo más íntimo de tu ser. Decirlo da apuro, pero no puede ser otra cosa.
P. No se autorretrata usted mucho en su pintura.
R. Hay una pintura, una pareja, que somos Mari [María Moreno, su esposa] y yo. La empecé, pero no me salió. Me harté y me impacienté porque entonces tenía menos paciencia que ahora. Le dije a mi mujer que utilizara la tela. Ella pintó un paisaje de Ávila nevado que tampoco le salió. La tela ha rodado por casa durante muchísimo tiempo. Hace como un año cogí una cuchilla y empecé rascar el paisaje de Mari y ha aparecido el cuadro que yo hice y que está en la exposición.
P. Será emocionante reencontrarse con tanta obra.
R. Es el mayor privilegio, si lo puedes resistir.
P. ¿Qué le inspira lo que ocurre en la calle, la ocupación de las plazas por los indignados, la desaparición de la izquierda?
R. Me inspiran una reflexión que compartirá muchísima gente: si es posible el camino lógico hacia el socialismo y más allá, se ha roto por la torpeza de estos personajes que ha habido. El hombre va a tener que encontrar una solución que no tenga que ver con bonitas palabras como bondad y generosidad y sí con el sentido común. La cosa se va a poner seria. Habría que escuchar a los hombres de ciencia más que a los banqueros. Así debe de ser por el bien de todos. También hay que hacer una llamada a encontrar el placer en las cosas básicas y renunciar a lo innecesario. La sociedad respondería a ese mensaje. En una especie de acto de justicia misterioso. Esta gran equivocación va a afectar también a los poderosos. O nos salvamos todos, o nos vamos todos al traste.
En el atareado desorden de las horas finales del montaje de la exposición, Antonio López García va de un lado para otro por las salas del Thyssen, entre operarios, técnicos del museo, electricistas que ajustan focos, cámaras de televisión que toman primeros planos de las obras ya colgadas, algunas de las cuales ya tienen también la etiqueta con el título, la fecha, la técnica y los materiales. A otras solo las identifica un número sobre papel adhesivo pegado al cristal o al marco. Su hija, María López, con una desenvoltura entre erudita y doméstica, ayuda a disponer sobre un expositor aún no tapado por la vitrina de cristal varias hileras de dibujos, cabezas de escayola o de arcilla, pequeños retratos, bocetos de cabezas redondas de bebés que son los nietos sobre los que ha trabajado el artista en los últimos años: bebés dormidos boca abajo, perfiles de bebés con las líneas dibujadas y los números de las proporciones, cabezas calvas de bebés que muestran una serenidad absoluta, con los párpados entornados, en la perfecta quietud de un sueño que tiene algo de suprema contemplación budista.
A la entrada del museo, esos mismos rasgos a gran tamaño y fundidos en bronce convierten el retrato del nieto bebé en una gran divinidad benévola, la misma cabeza de volumen olmeca que lo recibe a uno al llegar de viaje en la estación de Atocha. María López dirige el montaje de las obras de su padre, y como todavía andan medio descabaladas y sin un lugar definitivo en las salas resalta más la variedad y la abundancia del trabajo del artista, los medios tan diversos en los que se ha aventurado, la cualidad de tentativa y proceso y no logro terminado y estático que hay en cada una de ellas. Antonio López García se mueve entre sus propios cuadros, esculturas, dibujos, bajorrelieves, y entre la gente que los va organizando, como un maestro de obras en un edificio a medio hacer, en el que no parece que, en medio de tanta gente que hace cosas específicas, sea él quien lo controla todo, o tenga al menos una autoridad significativa.
Casi a última hora ha retirado un par de cuadros para llevárselos a casa y añadirles algún retoque. La pieza más reciente, y quizás una de las más impresionantes, un hombre de bronce de tamaño natural, desnudo y tumbado como en una mesa de operaciones o de disección, con los ojos muy abiertos, llegó ayer mismo de la fundición. Dice Antonio López que si hubiera tenido más tiempo habría corregido algunas cosas, añadido detalles, quizás incisiones en la zona de la barba; pero ya no fue posible, y ahora, aceptando lo irreparable, da vueltas a la escultura tremenda mirándola desde ángulos diversos, pasando una mano sobre la superficie del bronce, como para asegurarse de su solidez, del misterio de la persistencia de la materia. Un momento después otra obra reclama su atención, el bajorrelieve policromado de una mujer dormida, tapada por el embozo hasta la cintura, con la bata abierta mostrando un pecho desnudo, o bien esa talla en madera de una niña tumbada en el nido con asas de un cochecito. Cada una de estas esculturas las terminó hace muchos años, pero para Antonio López no son definitivas, y las examina con una mezcla de alarma y de remordimiento, las toca, inclinándose sobre ellas, arrepentido de un detalle que añadió y que ahora le parece superfluo, de haber pegado una cremallera real en la capota del nido, en lugar de tallarla. «Eso de que las obras se terminan es una tontería», dice. «Las cosas se abandonan, o se dejan de lado, pero cómo van a terminarse».
– La muestra, la retrospectiva más extensa nunca consagrada a la obra de Antonio López, de 75 años, abrirá sus puertas al público el martes en el Museo Thyssen de Madrid.
– Se titula, a secas, Antonio López, e incluirá 130 piezas entre óleos, dibujos y esculturas con algunos de los temas recurrentes en la obra del artista de Tomelloso. La Mancha, Madrid, la vida cotidiana y la figura humana desfilan en una exposición volcada en sus piezas desde 1993, pero con saltos en el tiempo.
– El conservador jefe del museo, Guillermo Solana, y la hija de Antonio López, María, son los comisarios.
– Entre las piezas más curiosas de la exposición figuran cuatro esculturas, dos parejas de piezas que son copias exactas de unas que el artista encontró en el templo griego de Olimpia.
En un cuadro descubre un detalle que ya no le gusta: «Si pudiera, si el cuadro fuera mío, intentaba arreglarlo». Las cosas no se terminan nunca porque la ambición del arte es atestiguar la realidad visible y tangible del mundo, y esa realidad está cambiando siempre, a cada minuto, es un flujo que no cesa, incluso en las cosas que parecen más sólidas, la firmeza casi mineral de una cabeza humana, los volúmenes de un edificio, el ángulo de una ventana o de una puerta. A lo fugitivo y perecedero el arte le imprime a veces una sugestión de eternidad: una cabeza egipcia de terracota, un busto romano, parecen detenidos en el tiempo y resistentes a él, pero están tan hechos de tiempo como de bronce o de barro, y si conmueven es porque nos muestran a la vez la individualidad irrepetible de un rostro que existió hace milenios y el carácter fugaz, muy pronto anacrónico, que hay en cada retrato.
La lentitud legendaria de Antonio López García no es un empecinamiento en lo bien hecho, una manía anticuada de primor caligráfico: es, como ha escrito Guillermo Solana, la conciencia aguda de que no hay obra verdadera que no esté haciéndose siempre, que no aspire a la tarea imposible de atrapar duraderamente lo que huye, el hecho mismo de la duración. Por eso, con mucha frecuencia, dibuja o pinta lo que está en marcha, en obras, lo provisional, lo todavía inseguro: sus cuartos de baño están dibujados con una atemporalidad de criptas egipcias, pero son casi siempre cuartos de baño inacabados, lugares en tránsito, como los de esa casa siempre en obras y llena de gente pasajera que retrató otro maestro de instantaneidades y lentitudes, Víctor Erice, en El sol del membrillo.
En una cultura obsesionada por la beatería de la modernidad, por la ortodoxia de lo nuevo y lo último, Antonio López García lleva muchos años soportando con ecuanimidad irónica el malentendido del realismo, del acabado artesanal, la condescendencia que en países muy provincianos se reserva para lo que es calificado de autóctono. Pero lo que hace original y grande a Antonio López no es su dominio formidable de las técnicas de la representación visual, sino su decisión y su capacidad de enfrentarse a cuerpo limpio al desafío del tiempo. En las salas del Thyssen se puede apreciar el arco de su vida entera, desde aquellos cuadros casi adolescentes en los que la observación aguda y probablemente instintiva de lo real ya estaba disciplinada por el conocimiento de la tradición artística, desde Mategna y Piero della Francesca hasta el Picasso de las figuras macizas de los años veinte. Pero lo que más asombra, mirando de cerca las obras, con la cercanía feliz de un montaje inacabado, es el temblor del tiempo, la urgencia de la pincelada o la línea, hasta la fecha y la hora apuntadas a lápiz en que se quiso atrapar un instante de luz. Antonio López convive en su imaginación de pintor con un museo imaginario y simultáneo en el que están los retratos egipcios, los bajorrelieves asirios, los bronces romanos, las caras de muertos de El Fayún, los personajes de Velázquez, de Vermeer, de Caravaggio. Pero ese pasado del que se alimenta tiene un filo de puro presente, de urgencia de ver y pintar y modelar y dibujar lo que está sucediendo ahora mismo, lo que hay delante de sus ojos, más vivos que nunca a los 75 años.
— En esta ocasión se va a incidir en su obra más reciente…
— Sí, la obra última es casi el motivo de esta exposición. Y es lo que está creando problemas. Yo calculo muy mal el tiempo. Cuando me habló Guillermo (Solana) del proyecto, fijamos la fecha, me pareció que quedaba tiempo suficiente para acabar parte de las cosas que tenía en marcha, y va a ser que no. Hay dos opciones: mostrarlas inacabadas o no llevarlas. Ya veremos…
— La muestra comienza con unas cabezas griegas que está haciendo en la Facultad de Bellas Artes. Está más clásico que nunca…
— Amo el mundo antiguo de forma muy profunda, como Giacometti, como Bacon. Es casi inevitable: han ocurrido cosas maravillosas. Yo deseaba hacer copias de esas cabezas de Olimpia, como Rubens hizo copias de Tiziano, por el deseo de hacerlas. Hice dos hace diez años y estoy acabando otras dos. Parte de la belleza que tienen está en la copia.
— ¿Por qué volver al mundo antiguo?
— Un profesor me dijo que debía ir a copiar al Prado, cuando yo estudiaba Bellas Artes. No lo creí útil. Pero ha sido maravilloso hacer estas copias. Es una forma de penetrar en algo que admiras y trabajar sin la intención de crear nada.
— Había una cabeza clásica en casa de sus padres, que pintó en un cuadro.
— Sí. Pero mi conocimiento del mundo antiguo fue en el Museo de Reproducciones. Ahí descubrí la escultura. El amor a la escultura tan profundo que tengo fue un flechazo que surgió allí.
— ¿Es esta exposición una reivindicación del Antonio López escultor?
— En el primer año de Bellas Artes había una asignatura obligatoria: modelaje. Cuando toqué el barro y empecé a modelar me entusiasmó. Todo el curso dudé si hacer pintura o escultura. Me decanté por la pintura, pero nunca he abandonado la escultura. Me apasiona.
— Y, últimamente, escultura pública.
— El espacio público es un territorio que había perdido la escultura en el arte moderno. Tuve la suerte de compartir una escultura de los Reyes con Julio y Paco López Hernández. He hecho también la «Mujer de Coslada» y las cabezas de Atocha. Lo estoy viviendo con emoción.
— ¿Le gusta el nuevo emplazamiento de las cabezas de Atocha?
— Me gustaba el primero por el contacto con los trenes, esa relación con el viaje, aunque estuvieran acogotadas por el techo tan bajo. Pero también me gusta el actual. Están ya en la ciudad.
— Una estación muy especial para usted, que plasma en un lienzo. Fue lo primero que vio al llegar a Madrid.
— Tiene un valor sentimental especial.
— Esta exposición es una suerte de autobiografía, de diario sentimental. Veremos retratos de sus abuelos, de sus padres, de su tío Antonio…
— Fue una persona provindencial. Ese ejemplo y apoyo todavía dura, no se ha agotado. Está muerto desde hace años pero sigue siendo algo muy valioso.
— ¿Conserva esa «Venus de Milo» que dibujó su tío y que tenía colgada con chinchetas en la pensión de Madrid?
— No, está en el Museo López Torres de Tomelloso. La dibujó con 25 años en la Escuela de Bellas Artes. Lo sigo viendo muy especial: es como un día de primavera. No puede haber nada más hermoso que este dibujo.
— Hay un autorretrato en el que se pinta con su esposa. Es del 61 y estuvo oculto muchos años. Ahora ve la luz. ¿Nos cuenta la historia?
— No sé si lo vamos a colgar en la muestra. He encargado el bastidor esta mañana. Ninguna de las dos figuras está acabada. Mari más que yo. Comencé con la figura de Mari y después me incorporé yo con el esquema de los retratos de mis abuelos y mis padres. La figura de Mari me iba saliendo, pero la mía, entre el espejo, y varias cosas, me hice un lío, me cambié de posición dos o tres veces. Me cansé tanto, encontré tanta dificultad en la ejecución y estaba tan frustrado que le dije a Mari que pintara encima e hizo un paisaje, que tampoco le salió bien. Y ha estado así mucho tiempo.
— Se le resistió ese cuadro…
— Ese trozo de madera… se resiste. Y un día hablando con Mari le dije: «Voy a ir saltando la pintura a ver qué hay debajo». Y así han aparecido las dos figuras nuestras al cabo de 50 años.
— Creo que ha esbozado un nuevo autorretrato junto a Mari. ¿Es por la necesidad de acabar algo nunca acabó?
— Mari sigue teniendo para mí un significado enorme (se emociona al hablar de su esposa). Y, a pesar de los años, del deterioro físico, su alma sigue estando ahí. Cuando haces un seguimiento de una persona a lo largo del tiempo quieres continuarlo, representar qué ha pasado con ese rostro, con la mirada… Velázquez lo pudo hacer con Felipe IV.
— Quién le iba a decir que María, esa niña que nos mira fijamente en un maravilloso dibujo que estará en la muestra, acabaría siendo comisaria de una exposición suya…
— No lo quiero pensar mucho… María dejó su trabajo por echarnos una mano a todos en casa.
— Ese retrato, ¿le salió de un tirón?
— El dibujo no está muy acabado —sí la cabeza—, pero está hecho de un tirón. Las cabezas de los nietos también. Va a haber muchas en la muestra de mis cuatro nietos y también de algún niño más.
— Me cuentan que siente una fascinación muy especial por los niños.
— Cuando voy en el Metro y aparece una señora con un cochecito con un niño, al verlo, la vida se ilumina. Tienen un encanto irresistible.
— También aparecerán por esa autobiografía sentimental amigos. Algunos ya no están: Lucio, Amalia… Formaban una gran pandilla.
— Son amigos y personas a las que admiro. Siempre quise retratar a personas a las que admiraba, como Palazuelo, Tàpies, Delibes, Ferlosio…
— Y llegamos a Madrid. Guillermo Solana ha querido que sea uno de los puntos fuertes de la exposición.
— Estará muy presente.
— Está previsto que se exhiban las siete vistas de la Gran Vía, aún sin terminar, que conforman una sola jornada.
— Sí, el vuelo de la Gran Vía… El célebre cuadro de la Gran Vía, que pinté en la calle, entre los coches, lo viví con muchísima emoción, pero también con incomodidad. Me obligaba a madrugar mucho. Lo llevaba fatal. A veces llegaba allí y me volvía a casa. Era incapaz de ponerme a pintar. No podía superar la dificultad de coger el caballete, poner el cuadro en la isleta, coger la paleta y ponerme a trabajar entre los demás. Me costaba muchísimo.
— Pocos pintores tienen una obra con la que se les idetifique tanto. ¿Eso le agrada o le molesta?
— No son cosas que busque. En la duda, me llevé a mi amigo Enrique Gran un domingo al amanecer y me dijo: «Debes pintarlo. Esto es real como una enfermedad». Me hizo ver la trascendencia que tenía la escena. Decidí hacerlo. El contacto con la Gran Vía fue a lo grande, desde un espacio majestuoso. Después quise hacer una nueva Gran Vía, pero ya no en la calle. Pedí permiso en el hotel Capitol. Fui un par de veranos. Empecé otra desde una terraza. Y surgió la necesidad o el deseo de hacer un recorrido por la Gran Vía un día del año: desde que amanece, al comienzo, en el edificio Zurich, hasta la Plaza de España al atardecer. Elegí siete puntos. Es un vuelo. Una criatura va desplazándose a lo largo del día. Es el 1 de agosto.
— Con la fresca…
— (Se ríe). El calor y la soledad de agosto en Madrid crean algo espectral en la ciudad que me interesa.
— ¿Estarán en la muestra las siete escenas de la Gran Vía?
— Me está ayundando un pintor amigo a ver si es posible mostrarlas. En pintura no todo tiene que estar acabado. Uno de los inmensos atractivos de Velázquez es su relación de libertad con la pintura, como no la tuvo nadie. Y hay pinturas maravillosas de Velázquez inacabadas. La relación con la pintura tiene que llegar hasta donde llega de forma natural. Es como la relación amorosa. Debe cortarse cuando se acaba el interés. Días antes de la muestra veré. Quiero llevarlas.
— Y nosotros verlas… Dice su hija María que usted es anárquico y caótico, cuando todo el mundo piensa lo contrario: que es perfeccionista, metódico, minucioso hasta la saciedad, que retoca una y otra vez…
— No soy caótico ni anárquico. Es maravilloso el sentimiento de libertad que tienes en todo el trabajo del cuadro.
— ¿Es un insatisfecho permanente?
— Yo estoy encantado (se ríe). Me llevo muy bien con el trabajo últimamente, ha sido un premio para mí.
— Como buen manchego, tendrá un membrillero en casa…
— Tengo el de la película y uno más.
— ¿Y los sigue pintando?
— Cada otoño, cuando los veo en el árbol, siento la tentación de empezar un cuadro, pero voy tan cargado de cosas… Estar junto a una criatura viva, callada, me causa placer, me enriquece.
— Hay una historia muy hermosa de una serie con flores que me gustaría que recordase…
— El primer año surgió de forma espontánea. Le regalaron un ramo de flores blancas a Mari los organizadores de un taller de pintura en Ávila al que voy. Cuando las vi en el hotel por la noche me parecieron preciosas, las coloqué en agua y las trajimos a Madrid. Pensé en lo bonito que sería dejar un recuerdo de esas flores. Las pinté en dos días. Y así ha ocurrido ya desde 2007. Este año Mari también tendrá sus flores blancas y yo iniciaré un nuevo cuadro. Acepto lo que salga. El trato conmigo mismo es ese.
— La figura humana había estado en un segundo plano hasta ahora.
— Sí. La escultura ha tirado de todo eso y ha pasado a la pintura. Ahora deseo hacer la figura humana sobre todas las cosas. Fuera interiores. Mi estado actual es la figura humana vestida, desnuda, amándose… ¡Ha quedado tan huérfana en mi pintura! Quiero recuperarla.
— No estará en la muestra el retrato de la Familia Real.
— No lo he podido retomar a causa de la exposición. Y quería emplearme a fondo. Hace un año o así, decidí traerlo a casa desde Patrimonio Nacional para trabajar en él. No he querido que el encargo pesara y le quitara frescura y calor a la realización de este cuadro. Lo empecé, lo abandoné… No con irresponsabilidad, sino con libertad. Quiero seguir trabajando en él con libertad, si me dejan y puedo.
— ¿En qué estado está el cuadro?
— Patrimonio dice que ya lo podría entregar. Pero noto que hay cosas que no están resueltas en ese cuadro: el Príncipe está excesivamente separado de la Reina. Quisiera llevarlo hasta el límite de lo que creo que puedo hacer. El Rey me decía al principio que los pintara como una familia española más, pero sabes que no es así. No quiero que sea un cuadro demasiado diferente. Velázquez lo hizo muy bien en sus retratos. Se nota que es el Rey pero no lo pinta diferente de como pinta otras cosas. Tras la exposición lo retomaré tranquilo. Quiero sentir el placer de volver al cuadro.
Paseamos con Antonio López por su estudio. Nos enseña una foto suya a los cinco meses, cuya postura está copiando para una escultura. También, la cabeza que está haciendo del nieto de Lucio Muñoz, una escultura de un hombre que ríe y el dibujo para una escultura de un hombre que camina con armadura para Albacete. «Es el primer trabajo que me encargan en mi tierra». Nos muestra con orgullo una pintura de su tío y nos propone un acertijo. «¿Sabéis que es esto?», nos pregunta mostrándonos un trozo de papel. Nos rendimos. «Es el anca más maravillosa de la Historia del Arte». Son las nalgas de «La Venus del Espejo», de Velázquez. Lo arrancó de una valla. Una vez más, Velázquez, siempre Velázquez.
Esta muestra, comisariada por Guillermo Solana, director artístico del Thyssen-Bornemisza, reunirá una completa representación de la obra de Antonio López a través de una amplia selección de cerca de 100 dibujos, óleos y esculturas que representan sus temas más habituales: los interiores, en los que lo fantástico y lo afectivo irrumpen en la vida cotidiana, la figura humana, los paisajes y las célebres vistas urbanas de Madrid y Tomelloso, y las composiciones frutales.
Aunque se expondrán obras fechadas entre 1949 y 2010, el proyecto está centrado, por una parte, en el trabajo de las dos últimas décadas, por lo que reunirá obras tan importantes como sus primeros retratos familiares surrealizantes, la mítica vista de la Gran Vía madrileña o los dibujos de su estudio. Junto a ello, prestará atención a sus obras recientes, incluso algunas todavía inacabadas y, por lo tanto, inéditas. Todo ello pondrá de relieve el lento y meditado proceso de creación artística de uno de los artistas con mayor prestigio, y que despierta mayor admiración, del panorama artístico español actual.
Artista de culto
Adscrito al llamado ‘realismo madrileño’, Antonio López es uno de los artistas más personales del panorama español posterior a la Guerra Civil. Desde la década de los años cincuenta ha trabajado el dibujo, el grabado, la pintura y la escultura, creando una obra de aire intemporal y gran virtuosismo técnico, centrada en la representación realista de seres y objetos. Su repertorio iconográfico parte siempre de la realidad de lo visual y oscila entre los espacios de la intimidad y la inmensidad exterior: retratos, naturalezas muertas, interiores y objetos domésticos, y grandes panoramas.
En 1992, el director Víctor Erice filmó el largometraje El sol del membrillo, en donde puso de relieve el proceso creativo de López, cuya mirada intensa y concentrada sobre los objetos otorga a la obra un halo de silencio y ausencia de tiempo que mueve al espectador a una contemplación ensimismada y reflexiva. A este aire de ensoñación metafísica, de sugerencia de lo invisible a través de lo visible, contribuye enormemente el personal uso que el pintor hace de la luz.
A pesar de su estilo hiperrealista, ha desarrollado una obra independiente de las tendencias realistas europeas más recientes o del hiperrealismo americano. Busca en la realidad que le rodea aquellos aspectos cotidianos de su interés, con una elaboración lenta y meditada, hasta lograr captar la esencia del retratado o de los objetos o paisajes representados.
Bilbao. Antonio López. Museo de Bellas Artes. Del 6 de octubre de 2011 al 22 de enero de 2012.
Un precio que llama la atención frente a otras obras de López, cuyo óleo Madrid desde las Torres Blancas fue la obra española más cara de la TEFAF 2010, considerada la feria de arte antiguo y antigüedades más influyente del mundo, celebrada el pasado marzo pasado en Maastricht (Holanda). Desde hoy, los conductores que circulen por una rotonda de la denominada popularmente Rambla de Coslada podrán observar la escultura, que no pasa desapercibida por su calidad y su talla: «Unos cinco metros y medio de alto y unos cuatro metros de ancho», señaló el pintor. La gran altura de La Mujer de Coslada —que «si estuviera completa la figura humana mediría 14 metros»— le producía temor por si resultaba «agresiva», ya que se encuentra emplazada sobre «un peralte de un metro de alto» y con la cara en sentido a la salida del Sol, afirmó el Premio Príncipe de Asturias de las Artes 1985. Pero Antonio López tuvo también otra duda: «la desnudez» del torso de la bella y joven modelo que copió de «una alumna de la Facultad de Bellas Artes», institución que frecuenta el pintor, afirmó. La fisonomía de la actual escultora «coincidió» e incluso «era mejor» con respecto a la idea que él ya tenía en mente para llevar a cabo esa obra.
Aunque el pistoletazo de salida fue una idea, fue innegable la contribución de Julián Cascón y Francisco Geijo, pintores y amigos de Antonio López y residentes en Coslada, que comentaron a las autoridades locales la posibilidad de instalar una escultura al aire libre del Premio Velázquez de las Artes Plásticas 2006. En la carrera del artista, La Mujer de Coslada «tiene un significado distinto» e incluso es leve punto de inflexión en su carrera por varias cuestiones: la modelo es ajena a su entorno personal y el tema no pertenece a su cotidianeidad. Aunque «no es una escultura religiosa puede tener una cierta relación», porque cuando se le ocurrió la idea inicial era «la figura de Eva», algo inaudito en este artista. Pero «el mundo es un asombro a pesar de todo», señaló. Las autoridades locales destacaron en el acto de presentación que la escultura supone «un símbolo a la mujer de Coslada» y de «la igualdad entre el hombre y la mujer».
Vídeo: Ricardo Domínguez