«Ruanda, cien días de fuego», de José María Arenzana

El genocidio de Ruanda de 1994

Ruanda, 1994, genocidio descrito por un testigo presencial de los hechos: Arenzana.
Genocidio de Ruanda de 1994 descrito por un testigo presencial de los hechos: Arenzana.

Acostumbrado a leer obras donde a alguien le duele una uña, o menudencia parecida, me encuentro con un libro sobre Ruanda donde se nos relata un genocidio por parte de alguien, el hispalense Pepe Arenzana, que vivió en primera fila o de primera mano tales atrocidades. Insisto: un genocidio. Genocidio es definido en el DRAE como exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad.

Solo una vez he coincidido con Pepe Arenzana, el autor de «Ruanda, cien días de fuego». Fue en una comunión. Al verlo me pregunté qué hacía el capitán Alonso de Contreras, inspiración principal del capitán Alatriste, en una comunión.

Uno va a una comunión esperando encontrar a Dios y se encuentra con el capitán Alatriste.

Eso sí, el Alatriste de los siglos XX-XXI, pues además de reportero, productor de radio y televisión, escritor, periodista y locutor, ha sido también aventurero y soldado de fortuna. ¡Y de qué forma! Ha estado en conflictos bélicos de calado, como los de Sudán, Eritrea así como en el genocidio de Ruanda. Este último, perfectamente descrito en su libro «Ruanda, cien días de fuego», es el que nos ocupa.

Mi sorpresa fue a posteriori, pues el mismo Arturo Pérez-Reverte incluyó a Arenzana como personaje, no como el capitán que a mí me parecía sino como el banquero Joseph Arenzana, en su novela El oro del Rey. Una página después, en la misma novela, aparece La Taberna del Seisdedos, que es su segundo apellido. No iba yo, pues, tan desencaminado.

Introducción

Ruanda fue el primer genocidio (catalogado como tal) desde el perpetuado por los nazis durante la II Guerra Mundial: 800 mil muertos en apenas 100 días de 1994.

Allá existió el mal en estado puro: «Vidas arrasadas, sexos arrancados, brazos, piernas y cabezas descuartizadas, cráneos abiertos en canal, padres y madres violados, menores cortados en pedazos o abrasados en el interior de una pequeña iglesia o escuela…».

Y en los campos de refugiados, bien relatados por Arenzana, continuaban las matanzas a discreción. Allí vivían mezclados inocentes con ejecutores de la masacre.

La crueldad máxima parecía estar en todas partes. Fue tan brutal que se creó el 1º Tribunal Penal Internacional para juzgar un genocidio desde la creación del Tribunal Internacional de Nuremberg.

Los asesinatos masivos se iniciaron tras el atentado del 6 de abril de 1994 contra el presidente ruandés Juvénal Habyarimana y el presidente burundés Cyprien Ntaryamira, ambos hutu. Murieron tras ser derribado el avión en el que viajaban por dos misiles lanzados desde tierra.

Lenguaje de «Ruanda, cien días de fuego»

El lenguaje es duro, objetivo, práctico, sin concesiones a melindres ni remilgos. Nada, por tanto, de retóricas, exageraciones o golpes de pecho.

Se trata del lenguaje periodístico de un hombre de acción que ofrece datos concretos, hechos y estadísticas, aunque también apreciaciones personales y expresiones coloquiales de lo más variopinto: chipiritifláutico, el cotarro, biblia en verso…

Por tanto, es una prosa rica en matices al servicio del análisis y la objetividad, pero sin renunciar a su carácter y visión personal.

El autor cuenta en primera persona los hechos

Llega a territorio tanzano, a apenas 14 km del puesto fronterizo de Ruanda, acompañado de Luis Davilla y Bru Rovira en junio de 1994, aunque este último abandonó la zona dos días después. Los grandes medios no habían tenido tiempo de reaccionar ante aquella avalancha. Eso les permitió vender buena parte de aquel material con ventaja.

El autor cuenta cómo desde primera hora la crueldad máxima parecía estar en todas partes. Cuando quiso despertar, con la mochila aún a medio hacer, Ruanda era ya un «país de zombis y descuartizados por doquier».

La primera crónica que logró enviar el autor sobre aquel fin del mundo se titulaba “una sucia libreta de registro de muertos”. Una de sus frases fue el titular de la crónica que le publicaría el periódico El País: «El mayor campo de refugiados del mundo».

En el campo de refugiados de Benako («ciudadela de infierno de unas 400 mil personas»), era fácil distinguir dónde se hallaba alojado algún líder hutu, responsable de las catástrofes de los días anteriores. Era fácil distinguirlo, porque una muchedumbre de matones rodeaba sus cabañas (las mejores) para proporcionarles protección.

Y esos cabecillas tenían establecida una red por cualquier lugar del campo de refugiados para controlarlo todo. Todo, escribe en mayúsculas Arenzana, incluidos los suministros de las ONG, ACNUR, PNUD…

Papel de las ONG

Arenzana es particularmente crítico con el papel de las ONG. Dice que cuando una ONG se ve obligada a negociar, lo hace indefectiblemente con los más chulos, violentos, piratas y que más armas tienen. Son quienes además imponen sus condiciones.

La mirada descreída hacia estas “empresas humanitarias” se esparcen por el texto:

«Suelen desplegar cada cierto tiempo ante sus gobiernos respectivos una especie de catálogo de postales para que algún secretario de Estado o algún director general elija lo que desee ‘poner en el foco’ (poner de moda) en función de sus prejuicios, prioridades, intereses o deseos. Entonces, con suerte, lo convertirán en un «proyecto sexy», de moda, a ojos de los espectadores occidentales».

Describe cómo en los hospitales de campaña, los sanitarios de las ONG se encontraban a pacientes en estado muy grave y se esfumaban durante la noche o amanecían degollados, estrangulados o apuñalados en sus camastros. Las ONG, seguramente de modo accidental, se encargaban de alimentar, en nombre del humanitarismo y de la salvación de vidas inocentes, la retaguardia de un ejército de locos asesinos que solo estaban ganando tiempo para consumar el genocidio que habían dejado a medias.  

En algunos casos, seguir prestando asistencia a las víctimas reales llevaba aparejado ayudar a los más infames asesinos del siglo XX.

«Por detrás de los hechos -escribe Arenzana- se mueve una gran mentira, una impostura, una utopía, un imposible, un imperativo moral inalcanzable como lo es el de redimir el sufrimiento en cualquier lugar del globo, sean cuales fueren las circunstancias. Y así las cosas todas las organizaciones humanitarias se ven empujadas a continuar para que el negocio no se paralice…».

Y resulta categórico cuando concluye «diré, resumiendo, lo que es una ONG. Fácil: UNA EMPRESA. Y, desde luego, eso de ‘No Gubernamental’ no es cierto».

Los genocidas dominaron por completo el escenario, sometían a chantaje intolerable a las organizaciones de ayuda, manejaban a su antojo el dispositivo humanitario y siguieron cometiendo crímenes entre la población.

La Iglesia

Con la Iglesia, Arenzana es bastante más benevolente, nos habla de que ambos grupos o etnias tenían una religión asimismo común: la cristiana católica.

De los misioneros dice: «Siempre estuvieron y estarán allí como parte del paisaje cotidiano de sus vidas (…) sufrirán por ello las consecuencias, por su prédica moral de amor al prójimo. Sin privilegios de ninguna clase».

Porque, según Arenzana, la Iglesia, a través de sus misioneros, practica algo tan antiguo y para muchos desfasado como es el concepto de caridad. Los misioneros, insiste, no asumen la tarea de solucionar los problemas del mundo sino que se apañan con vivir junto a una persona que sufre, una sola.

Los define, finalmente, casi ya arrojado en brazos del maniqueísmo, como «curiosos ejemplares de la cooperación altruista, que no están allí para salvar al mundo ni para aprender unas cuantas palabras de un exótico idioma (en referencia a las ONG) sino para comunicarse y ayudar a alguna gente en lo que puedan».

«Los llamamos misioneros y a menudo tienen unos escrotos y unos ovarios que solo pueden alimentarse de algo tan increíble como su fe y su doctrina de amor al prójimo».

Tras leer estos párrafos encomiásticos hacia la Iglesia, comprendí mejor la presencia de Arenzana en la comunión. Ya no creí en la casualidad, sino en la causalidad. No en vano, el sevillano Arenzana también es autor, entre otros libros, de una breve guía de conventos y de una guía, dirigida por él, sobre la Semana Santa hispalense.

Si bien es cierto, como contrapunto, que en la página 93 afirma: «Un número no bien evaluado de sacerdotes y religiosas de distintas confesiones (en su mayoría, ruandeses) participaron o colaboraron en diverso grado en el exterminio».

Conclusión

Unos diablos enloquecidos se regodeaban en la crueldad más deshumanizada concebible: troceaban las extremidades de sus víctimas y las dejaban desangrarse; abrían a las embarazadas de un machetazo y arrojaban sus fetos al fuego; cortaban orejas, manos, narices y genitales y se los introducían en la boca…

Las mujeres eran violadas por sistema; luego les cortaban los pechos y les introducían palos y botellas en la vagina.

Decapitados por doquier. Niños y viejos enterrados vivos.

Hospitales asaltados, estadios utilizados como mataderos humanos, ambulancias convertidas en cámaras de tortura y medio centenar de iglesias transformadas en hornos de cremación. Así día y noche sin descanso.

Y allí estaba Arenzana, junto a otros testigos del horror, para vivirlo y contárnoslo.

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