Fascismo

Julio Llamazares, El País 6 de mayo 2017

Lo peor de que te guste el fútbol es la gente a la que tienes que tratar. Tal vez a algunos la afirmación les suene muy fuerte, pero es porque no conocen a los hinchas futbolísticos o no tienen un hijo que practique ese deporte que se reduce a meter un balón en una red pero que mueve tanto dinero como el tráfico de armas o el de estupefacientes.

Este martes me invitaron a ver en el estadio Bernabéu el partido de Champions entre los dos equipos de Madrid, con la mala suerte de que mis asientos estaban en la zona de los denominados radicales madridistas, antes llamados ultrasur (por cierto que la identificación entre radical y energúmeno nunca he logrado entenderla, pues radical es una palabra noble). Y, aunque conocía ya cómo se las gastan los radicales de los diferentes clubes, volví a mi casa sobrecogido por la violencia, la agresividad expresiva y verbal y el fascismo puro y duro que destilan esos grupos que se mueven como falanges macedonias portando símbolos y banderas y cantando himnos y canciones cargados de odio hacia los adversarios. Al compás del megáfono de un agitador, durante todo el partido estuvieron insultando a los hinchas atléticos (“paletos”, “perros”, eran los adjetivos más suaves) y haciéndoles peinetas o el signo de los cuernos con los dedos cada vez que Cristiano Ronaldo metía un gol. Mi compañero de asiento, un joven al que imaginas al día siguiente llevando a sus hijos al colegio y acudiendo a su trabajo bien vestido, me impresionó desde el primer momento por su mirada de odio, que la hinchazón de las venas del cuello acentuaba con cada insulto, y no era una excepción. Seguir leyendo Fascismo

Tremendos 16

Luz Sánchez-Mellado, El País 4 de mayo 2017

A diario, ni te enteras. Bastante tienes con llegar viva a tu propia meta. Vuelves a casa para la cena después de haberla llamado mil veces sin respuesta y haber rezado para que todo esté en orden, por muy caótico que sea. Compruebas que está entera. Confirmas que parece o muy contenta o muy de morros, como suele. Verificas, sobre todo, que no está más triste de lo ordinario, alarma de alarmas, y das gracias a los dioses por haber superado la prueba hasta mañana. En cuanto pasas más tiempo cerca te topas, sin embargo, con una extraña en casa. Tu propia hija adolescente. La que se hace un ovillo para que ni le hables ni la mires mientras tú le bramas que qué le pasa y ella te ladra que no le pasa nada, “mamá, chaval, pesada”. La que se te cuelga del cuello deshecha en llanto porque sus amigas han intimado de más en Snapchat y ella se ha sentido “lo puto peor, mamá, chico”. La que te confiesa que igual tiene ganas de llorar que de reír y que no se aguanta del pavo que tiene encima, “te lo juro, mamá, tío”.

Lo de toda la vida, pero distinto, porque su mundo y el nuestro ya no es el mismo. Me río yo de los expertos que nos sermonean sobre cómo supervisar a nuestros hijos. Nos contentamos con saber, presuntamente, con quién andan y con quien wasapean. No tenemos ni idea. No imaginamos la angustia de sentirse patito feo viendo continuamente cisnes en las redes. No sentimos el escrutinio del grupo al segundo en el móvil. No sufrimos —no recordamos— el vértigo de estar lleno de inseguridades mientras los demás te restriegan sus soberbias. Triunfa ahora la serie 13 Reasons Why, en la que una adolescente cuenta los motivos de su suicidio en 13 capítulos. Este puente, mi pava y sus íntimos se los han bebido a morro en mi casa mientras una les contemplaba muerta de amor y de miedo. ¿Dulces? Tremendos 16. Quién los pillara. Y qué descanso haberlos ya pasado

Y puntos suspensivos

Alex Grijelmo, El País 30 de abril de 2017

Han renacido los puntos suspensivos. Uno se los encuentra dando saltos por el móvil, la tableta, el ordenador; alegres y dicharacheros.

Su papel antes anodino y ocasional en novelas, ensayos, cartas, prospectos, carteles, anuncios, noticias o reportajes se ha convertido ya en imprescindible para muchas personas. En efecto, los textos que van y vienen por correo electrónico, SMS, WhatsApp y otros sistemas digitales muestran cada vez más esos tres redondeles minúsculos de sugerente significado.
Las gramáticas y las ortografías suelen señalar que este signo triple se usa con la idea de dejar una oración inacabada, y generalmente con intención de expresar desconocimiento, duda o temor. También para sugerir cierta intriga o expectación ante lo que se va a escribir de inmediato. (“Y el ganador es… La La Land”). Y además sirven para marcar que se ha omitido algo en el discurso, función que suelen cumplir a disgusto porque de pronto se ven enjaulados entre paréntesis: (…). Seguir leyendo Y puntos suspensivos

Mosquitos

Manuel Vicent,  El País 29 de abril 2017

Como mosquitos, que alegres y confiados desafían a la araña, nos intercambiamos secretos por SMS, e-mails, WhatsApp, Twitter, Facebook, blogs e Instagram con la creencia de que ese caudal de imágenes y palabras, algunas calientes y comprometidas, la mayoría estúpidas o banales, sale de estos dispositivos electrónicos y se posa aleatoriamente en una nube donde permanece preservado a nuestra exclusiva disposición. De forma ingenua la gente cree que nuestros secretos, confidencias, pensamientos y opiniones están a salvo en ese trastero celestial, puro e incontaminado, cuando en realidad esa nube es una gigantesca computadora situada bajo tierra donde la humanidad a modo de enjambre de alegres y confiados mosquitos se encuentra cada día más atrapada. En ella se almacenan todos los mensajes que emitimos con nuestros cacharros digitales y que las grandes empresas de comunicación, el poder y la policía utilizan a su conveniencia. Los secretos de nuestra vida están secuestrados y disponibles en esa telaraña, puesto que el acuerdo de confidencialidad es pura falacia. Se trata de un robo y a la vez de una amenaza en toda regla. Imagínense que en vez de bits se almacenaran en un gran depósito general nuestras cartas y documentos escritos. Habría que ser idiotas para creer que estarían allí bien guardados sin que nadie los leyera, los utilizara o revendiera. Las redes sociales se han convertido en verdaderas redes físicas, similares a las de las arañas más peligrosas que atrapan nuestros pensamientos para convertirnos en víctimas de algún depredador. Pero existe algo peor. Si dentro de mil años esa nube digital desapareciera por un cambio climático o la gran computadora universal fuera bombardeada, la humanidad sin memoria tendría que volver al neolítico, comenzar por la pintura rupestre e inventar al final el papel y el lápiz.