Sobre el discurso oral

José Hierro en la entrega del Premio Cervantes 1998

El escenario impone. Como la ocasión, que congrega a tantas ilustres personalidades. Y a mí, además, me paraliza pensar que debo dirigirme a tan selecta concurrencia para distraer su atención durante unos minutos. Prometo que no serán muchos. Lo que no puedo prometer es que no se lo parezcan. Las acciones provocadoras en el ámbito de la cultura están pasadas de moda. Y, sobre todo, resultan inelegantes, rayanas en la zafiedad del personaje de Larra. De no ser por el respeto a los usos y exigencias del protocolo, yo me limitaría a agradecer su presencia en este acto solemne, y a continuación les invitaría a salir al puro aire primaveral para recorrer, juntos, estos espacios y estos tiempos sucesivos –Arquitectura e Historia– simbolizados en unas piedras que son Patrimonio de la Humanidad. Sentiríamos palpitación del Tiempo. No sería necesario escuchar palabra alguna, referencia a hechos culturales, personas –La Políglota, Cisneros– presencia de la primitiva Universidad Complutense en Europa… Ese silencio deseado no es posible. A mí me corresponde romperlo. Trataré de hacerlo sin contravenir las normas de la cortesía, la primera de las cuales se llama brevedad. En cuanto al esquema de mi intervención el primer punto exige, tras saludarles y agradecer su presencia, manifestar al jurado, nobleza obliga, el haberme elegido para incorporar mi nombre a la nómina de los que ya recibieron, en ediciones anteriores, el Premio Cervantes, del que tan orgulloso me siento. Y no sé cómo expresarlo. No he hallado esas «pocas palabras verdaderas» machadianas que no fuesen, o lo pareciesen, mera fórmula vacía de contenido. Ensayé algunas: «Gracias, gracias, gracias; prometo hacerme, en adelante, digno de tan alto honor». Esta era la más adecuada; o así me lo pareció. Pero enseguida la encontré fría. Uno está formado –o deformado– por la palabra poética que pretende no solo informar, sino también persuadir, transmitir la temperatura cordial. Así que ensayé la vía del barroquismo, el retoricismo, el floripondismo tantas veces latente en cuantos hablamos español, y revestí la fórmula expresiva con adjetivos solemnes y oratorios. El primero que saltó de mi pluma fue aquel «inmerecido», aplicado al honor que el jurado me concedía. Pero enseguida me di cuenta de que esta pareja sustantivo-adjetivo, pertenecía al seguimiento de las expresiones automáticas y tópicas de la índole de: islas paradisíacas, recuerdo imborrable, humeante tazón, marco incomparable… fórmulas que utilizamos de manera habitual más de lo que nos gustaría, por lo que han ido desposeyéndose de un encanto y sorpre- sa inicial. Además, en este –y en otros casos similares– era más que cortesía, ordinariez, pues insinuaría que el jurado concede la distinción a quien no la merece, robándosela a quien poseía méritos superiores. Y agradecer el «merecido» honor era grave pecado de vanidad. A estas alturas de mi discurso, más de uno entre ustedes estará recordando la fa- mosa anécdota atribuida a don Miguel de Unamuno, a quien reprocharon que calificase de «merecido» el honor recibido cuando todos, en circunstancias semejantes, decían «inmerecido». «Pues tenían razón», fue la respuesta arrogante de don Miguel. Él no se equivocaba, pues seres de esa talla son escasísimos. Lo suyo no era vanidad, sino orgullo y objetividad. Así que, indeciso entre las fórmulas posibles, me decidí, desafiando el riesgo de parecer seco y distante, por la fórmula «Gracias, gracias… etc.» que antes deseché. Y no crean que no seguí mirando con el rabillo del ojo el «inmerecido», que se me escapaba de la pluma al recordar tantos creadores que, a uno y otro lado del Atlántico de la lengua común, enriquecen nuestra literatura. Lo malo de todo esto no es que haya perdido –y hecho perder a ustedes– el tiempo por tiquismiquis de léxico protocolario, sino que aún no sé, sino aproximadamente cuál será la columna vertebral de mi discurso. Solo una cosa no tuvo duda para mí: que dar las gracias por el Premio Cervantes, en el recinto de la histórica Universidad Complutense, y siguiendo el ejemplo de buena parte de los escritores que lo recibieron en ediciones ante- riores, el discurso debía versar sobre algún aspecto de la creación cervantina. Pero ¿qué no se habrá dicho del autor y sus criaturas de ficción a lo largo de los casi cuatro siglos transcurridos desde la primera salida del Caballero? Porque, inconscientemente, cuando yo decía «Cervantes» pensaba en don Quijote. Y ¿por qué flanco y con qué método acosarlo? No puede ser desde la erudición, pues para desgracia mía, no pertenezco a tan noble gremio. Así que no iluminaré ante ustedes zonas oscuras de la obra y la vida de Cervantes. Y bien que me gustaría tener la capacidad y conocimientos sufi- cientes para aportar algo concreto, no mera palabrería. Otra vía teóricamente posible podría consistir en la vía, digámoslo así, del pensador, del intelectual que no tiene por qué tener forzosamente un conocimiento «profesional» del tema y que, desde el exterior, impone su interpretación personal. Y desde esta llegamos a saber, más que del tema, de quien lo trata. Los retratos velazqueños interesan más por Velázquez –la pintura– que por los modelos –la historia–. Pero también esta vía me estaba vedada por razones obvias. De manera que, eliminadas razones distintas pero con igual riesgo de fracaso, suelto las riendas de mi caballo y dejo que él me lleve hasta donde su instinto se lo pida. Digamos que se trata de una vía poética, pues la poesía es mi oficio y por ello estoy aquí.

 
 

a. Analiza los rasgos orales del texto y señala los recursos que contiene en función de la situación de emisión.

b. Redacta un breve texto en el que agradezcas la concesión del premio al mejor expediente del instituto.

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