Iovis dies (Jueves)

 

Diego López Villasante 2º Bach A

 Iovis dies

Después de mi mensajero Mercurio vengo yo, Júpiter, más conocido por mi genitivo Iovis, es decir, jueves.

Júpiter es el rey supremo de todos los dioses y los griegos me conocen con el nombre de Zeus. Me casé con Hera, establecí mi morada en el monte Olimpo y goberné Grecia y la parte de oriente de donde descendían mis ancestros, siendo célebre por mi valor, mi prudencia y mi justicia.

Yo hubiera tenido el mismo destino de todos mis hermanos, si mi madre no hubiera dado el cambiazo. Y es que mi padre Saturno (Crono en griego) se comía a todos sus vástagos para que no le pasase lo mismo que a su padre, o sea, mi abuelo Urano.

Rea, mi madre, harta de parir y no tener ningún hijo, quiso salvarme y dio a Saturno una piedra envuelta en pañales para que se la tragara, creyendo el necio que se comía otro hijo.

A partir de ahí, Rea tuvo mucho cuidado de que su marido no se enterara de mi existencia, por lo que encargó a las ninfas y a los Curetes mi crianza, que ellos llevaron a cabo bastante bien con la ayuda de la leche de Amaltea, mi cabra nodriza.

Cuando crecí y ya era un muchacho, conocí a mi prima Metis, y con su ayuda, pues Metis era una gran hechicera, quise vengar a mi madre y salvar a mis hermanos.

Pedí trabajo en el Olimpo y me contrataron como copero, ocasión que aproveché para verter en la copa de mi padre un brebaje que había hecho Metis.

El brebaje debía saber a rayos, pues fue tomarlo y Crono empezó a vomitar a mis hermanos en el orden inverso a como los había devorado.

Saturno se quitó de en medio en seguida, pero no se dio por vencido, pues, aliado con sus hermanos, se enfrentó a sus hijos y a los Gigantes y hecatónquiros, a los que yo liberé del Tártaro. Esa guerra es conocida como Titanomaquia y fue liderada por Saturno, en un bando, y por mí, en el otro.

Ganamos nosotros y nos repartimos el cosmos. Mis hermanos Poseidón y Hades se quedaron, respectivamente, con las aguas y el Inframundo, mientras que yo me quedé con el cielo. La tierra se la dejamos a mi abuela Gea, pues sin su ayuda no hubiésemos ganado.

A pesar del reparto, todo el mundo sobreentendía que el que mandaba sobre todo y todos era yo, y que me debían obediencia, hecho por el que he intentado ser un dios justo para dioses y hombres, y, si algunas veces no me he mostrado como tal, se ha debido a este carácter enamoradizo mío.

Muchos han sido mis amores, muchas mis conquistas y, por tanto, muchos mis hijos. Como nombrarlos a todos sería una lista muy larga, mencionaré a los que seguro conocéis, pues comparten escaño conmigo en el Consejo Olímpico, o han protagonizado hazañas dignas de ser cantadas por ilustres poetas.

Con mi esposa Hera tuve a Ares y Hefesto; con Metis, a Atenea; con Deméter, a Perséfone; con Leto, a Apolo y Artemisa; con Maya, a Hermes…

Como virtuoso de la transformación, me convertía en todo lo que quería y aproveché esta habilidad para seducir no sólo a diosas, sino también a mujeres mortales. Así usurpando la identidad de Anfitrión, yací con Alcmene, que concibió a mi hijo Heracles o Hércules; como lluvia dorada logré estar con Dánae, que parió a mi hijo Perseo. Como toro balco logré hacerme con Europa; y como cisne seduje a Leda, la madre de Helena de Troya.

Os diré también que mis atributos son el rayo, el águila, el toro y el roble, y, por supuesto el cetro y la corona. Así pues, soy el dios del trueno, el relámpago y el rayo y ocupé el primer lugar entre las divinidades greco-latinas, siendo mi culto el más extendido.

En mi altar se ofrecían sacrificios de animales, como la cabra, el cordero y el toro blanco, pero nunca se sacrificaron humanos. La harina, la sal y el incienso eran también ofrecidos en los rituales, y el olivo y la encina eran los árboles consagrados a mí. Soy un dios generoso, franco, entusiasta y con gran sentido del humor y la justicia.

Ahora voy a narrar unos de mis mitos, el que relata cómo me enamoré de Hera y la engañé disfrazándome de un ave, el cuclillo. Después de trescientos años de estar enamorado, me convertí en un ave llamada cuclillo para engañar a mi pretendida. El cuclillo se apareció ante Hera en medio de una intensa lluvia, y ella, compadecida de mí que temblaba de frío, me acurrucó en su regazo para que me calentara.

A mi casamiento fueron invitados todos los dioses, todos los hombres y todos los animales. Asistieron todos, con excepción de la ninfa Quelona que por esa razón fue convertida en tortuga. Pero Hera no vivió mucho tiempo conmigo, debido a mi supuesto maltrato y mis constantes disputas, y hasta guerras. Un día llegué a colgarla con una cadena de oro entre el Cielo y la Tierra con un yunque en cada pie y, cuando uno de sus hijos quiso liberarla, le di un puntapié que le hizo caer del Cielo a la Tierra.

 

Además, le era infiel a Hera, provocando muy crueles celos y rencores.

Hera no era tampoco una mujer muy virtuosa, tenía un mal humor constante y también tuvo relaciones amorosas con muchos hombres, además de conspirar para destronar a su marido.

Finalmente, para terminar, querría que me concibieseis como un padre que vela por todos sus hijos, un poco mandón y autoritario, que sólo quiere lo mejor para ellos. Por eso me gusta llamarme “padre de los dioses”.

 

 

 

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