«El hombre disfrazado», de Pedro Lara

El barcelonés y novelista Pedro Lara

Coincidí con el barcelonés Pedro Lara, también profesor de lengua castellana y literatura, durante el primero de mis cuatro años en un instituto cercano al Montseny, después de pasar otros tantos en la provincia de Tarragona (Salou y Cambrils). Tras ese curso marchó del instituto y casi no volvimos a saber de él. Era un hombre sencillo, de trato afable y poco versado en burocracias y leyes docentes.

Buen profesor de teatro, hizo adaptaciones para el instituto dignas de rememorar, y también llevaba la revista del centro, con bastantes artículos en castellano. Mientras tomaba él un Vichy catalán en un bar cercano al centro de enseñanza, me hablaba de su padre que murió cuando era joven y de su doctorado cruelmente truncado con la muerte de su mentor. La muerte acostumbraba a rondar su discurso. Era un antiseparatista civilizado y con seny, como casi todos los antiseparatistas.

Novela «El hombre disfrazado», escrita por el autor barcelonés Pedro Lara
Novela «El hombre disfrazado», de Pedro Lara

El hombre disfrazado: una novela de desencanto

El protagonista, que habla en primera persona, arrastra una penosa existencia: es borracho y viejo, es decir, una especie de desecho humano. Y, pese al título, no lo oculta: Me aburro y soy un haragán. Me falta motivación para vivir.

Todo sucede en Barcelona. Pasan las cosas rápido en la amplísima primera parte, pero ni hay hilo conductor ni en nada se detiene salvo en su querencia por la bella Sabina, quien quiere su amistad por interés y él acepta esa sumisión sin mayor contrapartida que su compañía o que le deje un pequeño hueco en su vida.

Él es feliz con solo su conversación o trato, porque se sabe feo y a nada más puede aspirar sino a sus migajas de atención y a babear por ella. Por eso, la explicación del libro en la solapa “Es un erudito, que se refugia en una realidad de su propia invención para sobrellevar su penosa existencia”, quizá solo sea cierta en la forma, porque la realidad en la que se refugia es tan triste o más que la realidad que desea ocultar: apenas varía mucho, pues en ambas es un viejo sin interés ni belleza ni para las mujeres ni para nadie.

Queda claro que es un viejo borracho, y eso en ambas versiones: el protagonista es consciente de su invalidez personal, de su fealdad y vejez, de su condición de desecho humano que nunca niega, ni esconde ni disfraza (El hombre disfrazado) en absoluto. Antes al contrario: se desnuda de forma descarnada. Los cambios en la forma que saltan al final de la novela de forma precipitada y seguramente forzada no alteran en esencia nada, al contrario: reafirman su condición de inadaptado y desecho.

Diario de un hombre viejo obsesionado con las mujeres

Suceden tantas cosas, de forma tan rápida y sin apoyar mayor trama que sumar pequeñas historietas al protagonista, que bien podría ser un diario: el diario de una persona vieja obsesionada con las mujeres y que las contempla sin alcanzarlas nunca, resignándose con onanismos, aventuras que no dejan huella o visitas a lupanares con mujeres del oficio que sí dejan huella en la cartera y en la autoestima, rebajando ambas. En el fondo, soledad y solo soledad, la soledad del hospital, la soledad de las prostitutas, la soledad de quien busca migajas de amor y solo encuentra, como dijera Antonio Gala, el insomnio y la resaca.

El protagonista, pues, asiste a un espectáculo de mujeres (Sabina no deja de ser una más) como quien contempla un escaparate de deseos sin dinero en la cartera. Él mismo se presenta como “triste figura de sesentón prejubilado”.

Juego rococó en la novela de Pedro Lara

Hay un juego rococó de formas cambiantes y frívolas: los alumnos de la tal Sabina, el amante ciego y polaco llamado Max de la deseada Sabina, con un perro llamado Estrella (remedando a Max Estrella, protagonista de Luces de Bohemia y hombre bohemio), la futura presidente de vecinos que cruza muy bien las piernas, el mosquito en la habitación al que pide que le ayude a escribir un cortometraje, Sab que termina por casarse con un socorrista y luego queda preñada y luego el socorrista muere y ella se va a Canarias…

La novela no responde a ninguna trama y la gran cantidad de situaciones son totalmente intercambiables y por tanto prescindibles, sin ninguna trabazón ni unidad, puestas una detrás de otra sin que medie una mínima disposición u orden.

Todo este humor rococó, a veces fácil, otras directamente inverosímil, antes produce pena y penar que risa, quizá una pátina o artificio con que se enmascara la ingrata existencia del protagonista. Su resignación, en suma: antihumor o humor grotesco.

Pedro Lara y sus disquisiciones sobre la labor docente

El protagonista se queja de la labor del profesorado: labor “profetaria” (profesor y secretaria), porque dedica más tiempo a rellenar papeles que a impartir clases. Recuerdo que el autor de la novela no era precisamente un entusiasta rellenando papeles.

Sí me hizo gracia, esta vez sí, que una alumna pidiera revisión de su examen y le soltara para chantajearlo que miraba el culo a las alumnas, y luego en presencia de la decana le suelta la madre de la alumna: “¿Es verdad que usted mira el escote a mi hija?”. Él lo niega, pero mira el escote de la hija, el de la madre y por poco también el de la decana, mientras lo niega todo. Es un personaje baboso con las mujeres y a la defensiva.

 

Vocabulario en «El hombre disfrazado»

Capítulo aparte merece el rico vocabulario que a veces exhibe esta novela, casi siempre vinculado a términos médicos o psicológicos (dipsomanía, anhedonia, megarexia, parresia, síndrome de procusto…) y algún término sexual como el cultismo ipsación y el muy coloquial trempar, que es directamente un catalanismo. Pero salvo estas palabras, el resto del lenguaje es cotidiano, puesto al servicio de un desfile inmisericorde de situaciones intercambiables y, por ende, prescindibles.

Curso de escritura

Luego, en este ir y venir constante, asiste a un curso de escritura dirigida por un tal Moya al que solo asisten él y una tal Jula que luego resultó ser una monja y que repite, al enseñarle el convento, las palabras que el protagonista ya había dicho páginas atrás (hubiera sido necesaria mayor revisión para no cometer esos errores de contenido): Yo vivo aquí, en un lugar de encierro, como todos. Como la cuna, el hospital, la cárcel, la escuela, el cuartel o la sepultura….

Peregrinar del personaje de Pedro Lara entre bares y borracheras

Y se va de putas

El protagonista o desecho humano, que se sabe viejo y feo y actúa en coherencia, toma maca andina para «trempar» y se va de putas. Tras ello, sale a la calle, borracho ¡cómo no!, y se acuerda de Sab. También conoce a una camarera, gorda gordísima, en su deambular de bares y alcohol, que le aconseja que no beba tanto. Al final esta mujer gorda de remate lo invita a ir con ella un día al Liceo… pero ya no se vuelve a saber de ella.

Hiroshima

Va a otro bar llamado Hiroshima, y el camarero feo y sin nariz con una linda profesora de 30 años (él sí ha tenido acceso a una chica joven, el protagonista no), se lía a martillazos con su obra escultórica y el protagonista, borracho como una cuba, se va sin pagar…

Pelea entre dos ancianos

De ese bar Hiroshima se va a otro que ya no existe y cuyo nuevo dueño da conferencias filosóficas y luego a otro llamado Sol Vacío, donde hay una china, un excusado muy sucio en el que no se atreve ni a mear y una pelea entre dos viejos (más viejos que el protagonista, afirma) del que él recibe un golpe en la cabeza con el cenicero. Pierde el conocimiento y cuando se despierta está la china encima de él y el protagonista le pide hacer el amor. La china solo le da un beso y nada más.

El Chérif

Y por fin todas estas escenas finalizan en el bar El Chérif, el feo bar donde las cucarachas van a sus anchas por la barra. Para el protagonista, el dueño del bar es su único amigo y le pide hacer un trío con alguna puta: el del bar acepta pero no tiene dinero, así que el protagonista dice que paga él la puta. El problema es que está tan borracho que… ¡se muere!

Ahora otro protagonista y otra voz: el dueño del bar El Chérif

Y ¡tachán! Sin comerlo, aunque sí beberlo (porque bebe mucho) ahora el protagonista y narrador en primera persona es el dueño del bar El Chérif, porque el otro que nos ha tenido encandilados está muerto de beber y beber, así, sin más: verosimilitud que no falte.

En el entierro aparece una joven y le deja un libro encima del féretro con una nota extraña: “Te lo regalo. Espero que te guste, a pesar de que tú y yo nunca hemos existido. Te quiere, Sab”.

El dueño del bar, ni corto ni perezoso, se mete a detective. Una secretaria le entrega unas cartas: la tal Sab era una mujer de la limpieza y el protagonista muerto un conserje. El dueño del bar lee las cartas y visita al tal Pedro Moya, que repite las mismas palabras que el protagonista que acaba de morir ya había dicho en la novela en alguna ocasión: El problema es que hoy en día se escribe más que se lee.

El tal Moya decide hacer una novela con las cartas y con todo lo que le cuenta el nuevo protagonista y ponerle de título a la novela: El hombre disfrazado.

¿Disfraz? ¿Qué disfraz?

Pero el protagonista anterior apenas ha disfrazado ninguna realidad, sino que la ha mostrado con toda su crudeza, tipo Baudelaire . La variación de formas no afectan a lo esencial ni disfrazan lo más mínimo nada, porque más allá de las apariencias y del continuo trasiego de personajes y cambios de ubicación está la conciencia cierta y veraz de desecho humano del protagonista. En ese sentido, el primer y casi único protagonista es consciente de su invalidez personal, de su fealdad y vejez, y nunca lo niega, ni lo esconde ni lo disfraza en absoluto.

Si algo se ha disfrazado, como mucho, será el final, ¿quizá forzado?

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