Canto II, de Enrique Gracía-Máiquez
Me gusta
verte aquí, dormida
sobre el colchón despierto de la playa
y ajena a ese reloj que gira en tu muñeca.
Frente al tictac, intacto, está tu tú;
y, aislado de los ruidos,
le oigo emerger su espíritu de música.
Con lento pensamiento,
yo voy rindiéndome a tu fina estampa.
Tu creciente belleza, que escapa de mis fotos
y no puedo aparcar entre dos versos,
refulge en un relámpago apacible.
Me gustas
más, mujer, cuando me hablas
porque pareces lo que eres.
Aunque sea ideal, es ideal
que te abrace y me abrase entre tus frases,
que te bese la gracia y la sonrisa
y que coja la mano de nieve de tu empuje.
de las distantes orcas asesi-
nadas, del monte y su espesura, de
los niños ppobres, de los pobre niños
de pobres vientres desmadrados
y hasta de la familia numerosa,
tú siempre andas enganchada
a las banderas verdes de la vida.
Salgo del blanco y negro de mis temas
a la gozada iris de tu cielo
por recibir esas limosnas tuyas,
profundas y sencillas.
Tú me animaste
a amar el mundo apasionadamente,
tú entimismaste mi persona
y tú me enriquehiciste, oro
de mi mediocridad.
No debo ser poeta porque apenas
se me ocurre exclamar «gracias,
que Dios te premie tantos dones». Y ofrecerte
tres verdades difíciles y obvias:
que la fe no madura a duras dudas
que la esperanza alegra porque es larga
que el amor es el juego donde nos la jugamos