Un santuario para Mark Rothko

El eje de la escritura teatral es la confrontación. Red, la obra de John Logan en la que Alfred Molina interpreta a Mark Rothko, trata de ese momento de pugna dramática en la vida de un hombre que se dedica a la pintura con la convicción tenaz de un oficio que es también una vocación religiosa. El encargo de los murales para el edificio Seagram será una cima pero podrá ser también una traición. En esos años en los que estaba trabajando con más inspiración y más poesía, con más solvencia de pintor que nunca, Rothko tantea dentro de sí mismo una fisura que no lo deja vivir en paz ni disfrutar de lo que ya ha logrado. El asistente inventado, un magnífico actor joven que se llama Eddie Redmayne, le sirve al Rothko de Logan menos como testigo de confianza que como sombra contra la que proyecta como un boxeador sonámbulo su desasosiego. Ya hay gente que le compra cuadros, pero cómo saber si los miran de verdad, si se sumergen en la experiencia de aproximarse a ellos como en el trance de una revelación, o si simplemente los usan para darse prestigio o para decorar de algún modo las paredes, como el que se compra un paisaje al óleo para ponerlo sobre la chimenea del comedor. Y si los murales que ya llenan el estudio con sus llamaradas de negros, rojos, marrones están concebidos para organizar entre sí un espacio sagrado, como una iglesia en penumbra o una cueva primitiva, ¿qué sentido tiene dejar que los cuelguen a plena luz en un restaurante de lujo?
En un escenario en el que no hay telón Alfred Molina da la espalda a los espectadores que van entrando en el teatro y mira muy fijo uno de esos grandes cuadros, hecho de veladoras sucesivas, de capas de color añadidas con lenta paciencia sobre otras capas de color, encubriéndolas y mostrándolas, provocando en el lienzo una pulsación que convierte la superficie en profundidad, como si el espacio se fuera abriendo delante de nosotros a medida que seguimos mirando. Todavía de espaldas ese hombre se acerca más al cuadro que es mucho más alto que él y adelanta una mano en la que hay un gesto entre de cautela y de ternura: la cautela de no dañar lo ya logrado y todavía y siempre frágil, la ternura hacia lo que ha brotado de lo mejor que había en él mismo, lo que hace tanta compañía y tiene tanto de declaración secreta y sin embargo dentro de poco estará en otro lugar, en manos de desconocidos, quizás en ese restaurante en el que poca gente dejará de prestar atención a una comida de negocios para fijarse en la pintura. Que un cuadro fuera tan grande tenía para Rothko una importancia espiritual, lo mismo para el artista que para el espectador: «Pintar un cuadro pequeño es situarse uno mismo fuera de su propia experiencia; con un cuadro más grande, uno está dentro de él«.
En el estudio entra muy poca luz natural, quizás filtrada por cristales sucios. Hay que tener cuidado con el exceso de luz. Rothko le cuenta a su asistente, o recuerda delante de él, la emoción de entrar en la iglesia de Santa Maria del Popolo en Roma y adentrarse en su penumbra para ver cómo resplandecen en ella El Martirio de San Pedro y La Conversión de Saulo, de Caravaggio; en su penumbra y en su silencio. «Hay precisión en el silencio», dice Rothko, y vuelve a pensar con remordimiento en el ruido de las conversaciones y de los cubiertos en el restaurante en el que se colgarán sus pinturas, y entonces toma una decisión. Llamará por teléfono a Philip Johnson para decirle que renuncia al encargo, que devuelve el dinero recibido y se queda con los cuadros. El silencio, la penumbra, el recogimiento que él requería para esos cuadros ahora pueden experimentarse en unas salas de la Tate Gallery en Londres. Entristece que Mark Rothko se quitara la vida sin encontrar refugio en los lugares sagrados que él mismo sabía entreabrir con su pintura. –
Red, de John Logan. Golden Theatre de Nueva York. Hasta el 27 de junio. redonbroadway.com/.
Antonio Muñoz Molina: Un santuario para Mark Rothko, EL PAÍS / Babelia, 10 de abril de 2010