COMPOSICIÓN EN GRIS Y NEGRO

SOBRE «LA MADRE» DE WHISTLER

Hay obras que uno, por la razón que sea, no olvida jamás; que se te vienen una y otra vez a la memoria porque en su día te sorprendieron y no han perdido esa capacidad. Obras cuyo recuerdo te acompaña toda la vida sin que seas capaz de explicar las razones de esa situación. Eso es lo que me pasa exactamente con este cuadro que vi por primera vez hace ya tantos años que casi ni me acuerdo, en mi primera visita a París, cuando coincidían de una parte la juventud y de otra los deseos de dejar atrás (aunque fuese por unos días) el grisáceo panorama de una España que trataba de salir a duras penas de la noche de una larga dictadura.
Allí estaba este cuadro, con su título más musical que pictórico: «Arreglo en gris y negro nº 1«, una obra de mediano tamaño pintada al óleo sobre lienzo por el artista norteamericano James Whistler en 1871, justo en los días en los que el impresionismo daba  sus últimos pasos para salir a la pública contemplación. Con esos pintores se relaciona a Whistler, quien pasó gran parte de su vida en Europa, saltando de Londres a París y logrando mantener siempre un sello muy personal en su producción pictórica.
En el conjunto de esa producción, este cuadro, conocido también (es casi obvio decirlo) como «retrato de la madre del artista» alcanza sin duda alguna el lugar más destacado. Porque, ¿cómo se enfrenta un pintor al hecho de retratar a su madre? No son demasiado abundantes los ejemplos, tal vez porque hacer un retrato así le lleve a uno, en las sesiones de posado, a evocar su propia vida, a ajustar cuentas con el pasado, a diluirse en definitiva en los recuerdos que la presencia de la madre evoca. Sin embargo Whistler da en esta obra varias lecciones a la vez. Fijaos cómo resuelve la complicada papeleta. Con una pintura que se acerca a la monocromía, desenvolviéndose entre el negro y el gris y jugando con la simplicidad de los volúmenes. En fin, una señora de negro mostrada de perfil en una habitación de la que sólo alcanzamos a ver el muro del fondo, en parte cubierto por una cortina oscura.
La señora está en completa soledad y parece concentrada en sus propios pensamientos, al parecer ajena a todo cuanto le rodea. Da exactamente igual que vista de riguroso negro y que únicamente un tocado blanco, la blusa que lleva bajo el traje y el pañuelo que sostiene en sus manos (todo un homenaje a la pincelada suelta de Velázquez) actúen como contraste. Porque acabamos contagiándonos de esa actitud reflexiva de la madre del pintor, de forma que la austeridad de la escena termina siendo compartida por nosotros, hasta tal punto que ni el paisaje del cuadro del fondo logra distraernos, ni nos inquieta el enigma del otro cuadro del que sólo alcanzamos a ver un fragmento.
Muchos creen que con esta obra Whistler no sólo rindió homenaje a su propia madre, sino que hizo toda una apología de la propia idea de la maternidad. Yo creo que fue capaz de hacer mucho más: con tan pocos elementos creó una atmósfera de una profundidad tal que logró lo  que pocas veces ocurre en un cuadro: que el observador comparta la escena y la interiorice, que la haga suya. Tan suya que, en  este caso, casi podría alargar el brazo y descorrer la cortina. Pero, ¿quién sería capaz de hacerlo si la escena es, en sí misma, perfecta? ¿Para qué trastocar nada si ni siquiera debe moverse el aire que inunda la composición? Equilibrio, austeridad y armonía. ¿Hace falta allgo más?
Leed en español más información sobre esta obra genial en la Web del Museo D´Orsay, que la custodia. Ddespués visitad esta interesante Web en inglés, dedicada por completo al arte de Mr. Whistler. 

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