PIRATAS Y MAR AZUL – Arthur Conan Doyle
Cuando se trata de valorar una obra maestra, suele ocurrir que se cae en muchos prejuicios impuestos por la opinión colectiva, que parece presionar para que la leyenda de la obra perdure en el tiempo, sin empañarse un ápice de su prestigio. Tres cuartos de lo mismo sucede con un autor clásico, cuya obra puede presentar altibajos importantes pero, por norma general, se tiende a sobrevalorar cualquier garabato producido por su mano.
Sin contravenir, pues, tan dudosas premisas, debido a la idolatría total que la figura de Arthur Conan Doyle me supone, enfoco la valoración de esta curiosa colección de relatos marinos de su autoría. Es cierto, algunos de estos relatos fueron en su tiempo fruto de confusión pues, por simple asociación, muchos lectores los atribuían a otro escocés de pedigree de fines del XIX más avezado a estos derroteros: Robert Louis Stevenson.
Y es que semejante profusión de sal marina, brisas del suroeste, chirrío de calabrotes, o centelleo de horizontes cristalinos, no parecen haber nacido de la misma pluma que engendró la figura del controvertido mister Holmes. Y, sin embargo, tales dudas pueden ampliamente ser contrarrestadas con dos sencillos argumentos:
-En primer lugar, Conan Doyle había estudiado medicina. Debido a ello, fue médico de a bordo en varios buques balleneros durante sus años mozos. La experiencia forjada día a día le otorgó, tal vez, más argumentos (o si más no, más tablas) para referir al mar que, pongamos por ejemplo, el tan aplaudido Patrick O’Brian.
-El carácter multifacético de la obra de Doyle. El bueno de Arthur, pese a haber sido encasillado por su gran obra holmesiana, cultivó muchos otros palos, tales como la novela histórica (Micah Clarke), de caballerías (Sir Nigel), la ciencia ficción (El Mundo Perdido) o incluso se aventuró con tratados sobre espiritismo.
En definitiva, pues, que no resulta extraño hallarse frente a una obra como esta. Una preciosa edición reciente, por parte de Ediciones del Viento, parece invitar a llevar a cabo su lectura en la misma orilla de una playa desierta, mientras el mar acaricia nuestros tobillos en su vaivén interminable. Y es que esa portada es realmente sugerente, con apenas vislumbrar esa goleta con todo el velamen desplegado (y con un mastelero caído), dan ganas de agarrar cabos y hacerse a la mar. Lástima de algunos errores tipográficos dispersos en el texto, que empañan levemente el conjunto de la obra, pero ese tomo brilla con luz propia en el estante de mi librería, para qué no decirlo.
La colección se corresponde con un tomo publicado en vida por Doyle allá por los años 20, pero que era una compilación de textos bastante más viejunos, en su mayoría de sus inicios literarios, algunos de los cuales habían sido publicados tan sólo en periódicos o revistas. El tomo se abre con varios relatos de temática piratesca, tal y como rezaba el título genérico original (en inglés Pirates and Blue Water), protagonizados en su mayoría por el personaje del capitán John Sharkey, un tipo más sanguinario, despiadado y ruin que sus más complacientes contemporáneos John Silver o el señor Roccabruna de Salgari. No dejan de ser narraciones que a veces caen en tópicos o estereotipos a ojos actuales, si mucho se apura, pero en el contexto de su tiempo adquieren un valor extra, tanto por la fiel representación de una época pretérita como por el rigor técnico con el que están tratados los asuntos náuticos.
Otros relatos juegan levemente con la luego mucho más desarrollada ciencia de la deducción. Un incipiente misterio rodea algunos de ellos, en especial el soberbio relato “El Capitán del Polestar”, o en “La relación de J.H. Jephson”, por citar algunos. Otros incluso coquetean con ciertos matices de terror, en especial un terror (o tensión) psicológico, tratando a menudo el tema de la locura desde un punto de vista algo inquietante. Si más no, apuesta por una cierta ambigüedad para generar atmósferas de suspense en situaciones poco comunes, tales como la cubierta de una embarcación. Una propuesta ciertamente original cuyo regusto algo siniestro parece evocar reminiscencias, salvando las distancias, de textos como el magnífico Benito Cereno, del gran Melville. El broche final lo cierra el texto “Aquella cajita cuadrada”, que parece querer desmentir todo lo narrado en los anteriores relatos con un tono cómico muy british.
Narrativamente, Conan Doyle despliega su arte de forma magistral, tal y como haría más tarde con las historias policíacas. Un estilo directo, sin gran profusión de detalles pero que ahonda en aquellos aspectos en los que realmente cabe hacer hincapié, impera en todas sus páginas. Alterna algunos relatos en tercera persona, más impersonal, con otros en su particular modo de encarar la primera persona, con un trato directo sobre el lector. Otros se exponen en forma de diarios personales de sus respectivos narradores, creando así una propuesta variopinta y para todos los gustos. Sin embargo, resulta bastante revelador descubrir que muchos de sus personajes narradores son médicos de a bordo, de refinada cultura, de origen anglosajón y talante científico y pragmático. Cual si fuera una misma descripción del propio Doyle de aquellos años (luego fue abducido por una cada vez más preocupante inclinación hacia el espiritismo). Y es que, en el fondo, bajo el regusto salado del fragor marino que invade sus páginas, estos relatos reflejan el color, el sabor y el talante de una era, el fin del siglo XIX, impregnado del colonialismo británico y de la euforia científica de su tiempo. Con toda su grandeza, y con todos los claroscuros que ésta representó.
Una obra, pues, harto recomendable para todo aquel aficionado al mar, a Conan Doyle, a la era colonial, y a la literatura bien narrada.
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