LA ISLA DEL TESORO – Robert Louis Stevenson

la-isla-del-tesoro-9788435033374“Quince hombres van en el cofre del muerto

yo-jo-jo, y una botella de ron.

La bebida y el diablo acabaron con el resto,

yo-jo-jo, y un  botella de ron”.

 

―Todos sabemos la historia,

pero ojalá la contaras

nuevamente.

¡Buen Jim Hawkins, haz memoria,

vuelve a alegrar nuestras caras,

sé indulgente!

 

―¡Sois una gente insaciable!

¿Nueve veces no es bastante?

―¡Que sean diez!

Dejadme entonces que hable

y que me haga el importante

otra vez:

 

Benbow era la posada…

―¡Callad, que Jim ya ha empezado!

―… de mi padre…

―¡No me he enterado de nada!

―A su padre ha mencionado.

―¿A un compadre?

 

―Sí que eres duro de oído,

pero calla y no molestes,

sigue atento.

―Es que… ―Venga, no hagas ruido,

que de ti no ha dicho pestes…

de momento.

 

―Pues como os iba diciendo,

no hace mucho vino un hombre

hosco y fuerte.

Billy Bones era su nombre;

luego supe que iba huyendo

de la muerte.

 

Pero se impone una pausa:

voy a cambiar estos versos

manriqueños

por versos largos. La causa

es que son cortos, diversos

y pequeños;

 

prefiero una estrofa más uniforme,

de métrica sobria y acorde al relato.

―Mirad a Jim Hawkins! ¡Qué poeta enorme!

―¿Es recochineo?… ―¡Oh gran literato!

―Dejadme, auditorio, que yo os informe

que no disponemos de mucho rato,

así que, si no explico mi aventura,

me iré. ―¿Lo juras? ―Lo juro. ―¡Lo jura!

 

―¿Pues entonces qué? ―¡Prosigue! ―¿Prosigo?

De acuerdo: Billy Bones no tuvo suerte,

murió del susto de algún enemigo.

Pero algo cayó de su mano inerte:

un mapa. Oh público, sois testigo

que a mí esta materia no me divierte,

mas bien sabéis la ley del buen cristiano:

ayuda a un muerto en lo que esté en tu mano.

 

―¿En tu mano o en su mano? Pregunto.

―Tanto monta; en este caso, la suya:

era el mapa de un tesoro, feo asunto.

―¿Feo? ¿Pero no exclamaste “¡aleluya!”?,

Aunque estuvieras robando a un difunto…

―Creo que me estáis tirando una pulla,

así que voy a haceros caso omiso

y os ruego que no habléis más sin permiso.

 

―Pero ¿queréis dejarle ya que siga?

Cada cosa que dice habláis a coro,

sois peor que un dolor de barriga.

―Silencio, que ahora va lo del tesoro;

callad si es que no queréis que os maldiga:

en pos de aquella isla misteriosa

y con tripulación maravillosa,

 

a bordo del velero La Española

zarpamos a cumplir con el encargo

de mi alma aventurera. Y no es trola

que un marinero cojo, John el Largo,

día tras día, sí, y ola tras ola,

nos despertaba a todos del letargo

teniendo siempre lleno su puchero,

que por algo le hicimos cocinero.

 

Llegamos a la ínsula por fin,

mas no era buena nuestra situación:

a bordo del velero bergantín,

y ved si era malvada su intención,

el Largo organizaba un gran motín

con sus compinches de tripulación

para quedarse con nuestro botín;

así era de taimado y malandrín.

 

En tierra hallamos a un tipo algo loco,

un desertor de algún barco pirata:

el buen Ben Gunn, quien ayudó y no poco

a dar con el tesoro de oro y plata.

Un tal capitán Flint, que era un coco,

con un pirata de una sola pata,

habían enterrado aquel tesoro

teniendo por testigo a un simple loro.

 

Y contando más trolas que Pinocho,

el Largo, aquel pirata patapalo,

entre tragos de ron y calimocho,

sagaz, listo y traidor como un escualo,

al son del loro y su “¡piezas de a ocho!”

había vuelto allí, fijaos si es malo,

para recuperar el cofre, el cojitranco,

y ponerlo a recaudo en algún banco.

 

Quiso matarnos a todos nosotros:

a mí, a un doctor, a un caballero,

Ben Gunn, al capitán y a algunos otros.

Pero era de agua dulce el bucanero,

y al galope como briosos potros

huimos de su complot chapucero,

hallamos en aquella isla un fuerte

y dentro nos libramos de la muerte.

 

Mas yo, inquieto por naturaleza,

y, como dije, cual potro con brío,

liándome la manta a la cabeza,

metiéndome de cabeza en un lío,

salí de allí, y oculto en la maleza

fui a recuperar nuestro navío.

Y logré regresar de cuerpo entero,

después de aquella idea de bombero.

 

―¡Oh indomable potro!, ¡oh alma inquieta!

―Estáis haciendo que me entre complejo…

―¡Oh valeroso Jim!, ¡oh gran poeta!

―Permitidme que acabe y luego os dejo:

En fin, pudimos alcanzar la meta,

que no era sino salvar el pellejo

y volver al lugar del que partimos

más millonarios de lo que nos fuimos.

 

Llevamos prisionero a John el Largo,

quien suplicó piedad y prometió

rehabilitarse en todo. Sin embargo,

en cuanto pudo el Largo se largó

y por si fuera poco, de recargo,

un saco de oro y plata nos cobró.

Ya no hemos vuelto nunca a verle el pelo,

lo cual, y bien pensado, es un consuelo.

 

Y ahora sí que al fin concluyo.

―Yo no acabo de captarlo:

si el tesoro no era tuyo,

¿por qué fuisteis a buscarlo?

―Porque estaba abandonado

y había que recuperarlo.

―Lo que estaba era enterrado;

abandonado, jamás.

―Pero ¿de dónde has sacado

esa bobada? ―Verás:

Billy Bones era mi tío,

y el tesoro, o me lo das

o te metes en un lío.

―¿Tu tío? ―Mi tío. ―¡Mentira!

No pensarás que me fío

de lo que dices. ―Pues mira,

te presento a mis hermanos:

esta gente que te admira,

mis parientes más cercanos,

son tu público querido.

Llegaremos a las manos

si no nos das lo debido,

así que suelta la tela.

―¡¡En buen lío me has metido,

Stevenson, tú y tu novela!!

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