AMUNDSEN-SCOTT: DUELO EN LA ANTÁRTIDA – Javier Cacho Gómez
«Si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia que hablase de la entereza, la audacia y el coraje de mis compañeros que hubiera conmovido el corazón de los ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cuerpos sin vida los que la cuenten».
Robert F. Scott (28/03/1912)
No será porque sobre este asunto no se haya escrito, válgame Osiris. Tal vez demasiado. Se han vertido ríos de tinta, pero nunca se podrá establecer realmente qué nivel de culpa puede achacarse al capitán Robert Falcon Scott sobre el infausto destino que deparó al grupo de ataque del Polo Sur de su expedición. O sea, los señores Oates, Evans, Bowers, Wilson y él mismo. Los cinco desaparecieron en el regreso, en condiciones excepcionalmente adversas, cual si un cúmulo de fatalidades hubiéranse conchabado para hacerles morder el polvo. Un asunto de amplia discusión que, desde entonces, ha enturbiado el debate sobre tan trágica (y a su vez heroica) hazaña. Podríamos asegurar que hoy en día, más de un siglo después, aún nos movemos en ese debate: Scott, ¿héroe o inepto?
En mi caso, mi primera aproximación seria al asunto fue a través del gran Stefan Zweig. Sí, uno de sus «momentos estelares de la humanidad» es precisamente éste, la tragedia de Scott. Zweig vino a corroborar mis intuiciones, iluminando el camino de una verdad que, en realidad, nunca podrá ser conocida al 100%. La verdad es que la lectura de los relatos en primera persona de los hechos de mano de los propios Amundsen y Scott no puede ser más opuesta. El primero concibió un texto a «toro pasado», desde la comodidad de su casa, con la miel en los labios tras su triunfo, edulcorado y realmente poco atractivo. Nunca lo he podido digerir entero, tras varios intentos de hacerlo. Los diarios de Scott, publicados no hace demasiado por la editorial Interfolio (que gran catálogo tiene esta editorial en materia de exploración, pardiez), revelan todo lo contrario. El calor del momento, la cruda realidad de la Antártida, y destilan el frío que ellos mismos estaban sintiendo en sus propias carnes. Otros relatos contemporáneos, como el sensacional texto de Apsley Cherry-Garrard (El peor viaje de la historia, en mi modesta opinión, el mejor que he leído nunca sobre los hechos), tampoco colaboraron el la glorificación del capitán Scott, mostrándolo humano, vulnerable, con sus claros y sombras. Y, pese a ello, el mito del capitán se generó desde buen primer momento, y se ha ido cultivando y abonando con el paso del tiempo.
Javier Cacho Gómez, autor de este libro, es un escritor de divulgación científica que no se ha prodigado demasiado, pero que está especializado en la Antártida. Le avala haber sido jefe de la base antártica española Juan Carlos I, algo que en principio puede darle mucha credibilidad a cualquiera de las líneas de sus textos en materia de hielos antárticos. Y en efecto en este libro, Amundsen-Scott: duelo en la Antártida (ed. Fórcola), lo demuestra sobradamente. A diferencia de muchas otras publicaciones, en especial las narradas en primera persona, Cacho Gómez nos plantea ambos relatos a la vez, en un riguroso orden cronológico, simultaneando ambas expediciones con acierto, consiguiendo el lector en todo momento hacerse una idea precisa del desarrollo de los hechos. Sin aderezarlo con demasiada salsa respecto a la rivalidad entre ambas expediciones, sí que destila un espíritu crítico digno de mención, pues su análisis se nota que es fruto de la propia experiencia en aquel entorno, salvaje y hostil a la par que mágico y atractivo. Profundiza, en la medida de lo posible, en el entorno social de cada uno de ellos, sus relaciones con sus segundos, sus oficiales, sus compañeros y amigos, y dibuja de forma bastante brillante ambos personajes, de un modo en que pocas veces he leído. No pretende encumbrar a Amundsen como el gran explorador que supuestamente fue, pero ni mucho menos hundirlo; tampoco pretende menoscabar el heroísmo de Scott.
Por eso, creo que el libro vale la pena, pese a lo poco sorpresivo del desenlace de los acontecimientos, sobradamente conocidos por todo el mundo. La metodología de cada proyecto, la preparación de cada expedición, los pormenores de la organización de cualquier minucia, todo ello es tratado con efectividad por alguien que, de alguna manera, también se habrá hallado con semejantes tribulaciones durante sus estancias en el continente helado. Un único hándicap: la extensión del trabajo. Si bien son casi 500 páginas, vale advertir que se están tratando ambas expediciones en paralelo; si a esto le unimos previos y posteriores, el resultado tal vez es justito (en cuanto a volumen) para poder profundizar más técnicamente, pero eso ya es rizar el rizo.
Todo ello me lleva a plantear la reflexión que atosiga a cualquiera que encare el asunto con un mínimo de curiosidad. ¿Realmente Scott fue negligente? Serio asunto que, tras varias lecturas, mi modesta opinión me lleva a inclinarme hacia el «no». Al menos, no más que todas las expediciones que por aquellos tiempos se planteaban y el modo en que se llevaban a cabo. Recordemos que diez años después se fracasó una y otra vez en el Himalaya intentando la ascensión al Everest, y a tantos otros picos, muriendo en ello George Leigh Mallory, otro de los caídos británicos de pedigree a principios del siglo XX. Scott intentó innovar con los trineos motorizados, que no se comportaron como debieran, pero arriesgó. Y arriesgar no es de negligentes, sino de valientes. Se le ha criticado mucho el uso de caballos pero, a Shackleton le habían funcionado, hasta el punto de dejarlo en latitud 88º sur y con posibilidades de haber alcanzado el polo, de no haber sido por una mala gestión de los suministros. ¿Es negligente emplear un sistema que había dado garantías de éxito? El caso del desfallecimiento de Evans y de Oates, ¿no es digno de alabanza intentar salvaguardarlos, aun al precio de ralentizar el grupo, con el riesgo y las consecuencias que esto supuso?
Existe una corriente de historiadores-analistas del caso que parecen pretender borrar el aura de heroísmo que Scott ha cosechado a lo largo de un siglo. Sin ir más lejos, el trabajo de Roland Huntford (El último lugar de la Tierra: la carrera de Scott y Amundsen, ed. Península) acusa bastante directamente al capitán Scott de negligente, de incapaz, y de no saber aprovechar los sistemas de su tiempo. En mi caso, creo que Amundsen fue un adelantado a su tiempo, planteando la expedición como un reto deportivo (de hecho, en su equipo viajaba un auténtico campeón de ski, el señor Bjallaand), pero eso no nos tendría que hacer cambiar la perspectiva de la organización más clásica de la expedición británica, propia de su tiempo.
Javier Cacho Gómez expone argumentos más realistas para justificar el desastre. Uno de ellos, que jamás había leído antes y que me ha dejado perplejo, es que cita que el hielo, a partir de una determinada temperatura (-40 Cº) está tan duro y estable que el efecto lubrificador que el calor (por fricción) que los skis o patines de los trineos aplican en la nieve desaparece del todo. Con ello, a partir de los días que Scott sufrió de temporal salvaje, su marcha se retrasó muchísimo tirando de los trineos en tales condiciones y, si hasta entonces habían avanzado entre 20 y 25 kms. por día (un ritmo muy bueno), tras ello, el avance fue mucho más lento, perdiendo un tiempo precioso que significó la diferencia entre vivir o morir.
De este calibre son algunas de las conclusiones extraídas por Javier Cacho, al cual me creo a pies juntillas, vaya que sí. Un análisis realmente exhaustivo que, con algo más de envergadura, hubiera dado una auténtica obra de referencia sobre el asunto. A parte de ello, la exposición de todo el libro dista de ser en exceso técnica o científica, haciendo la obra un texto más que recomendable, tanto a avezados al asunto como para todo aquel que quiera aproximarse por vez primera a dos de los más gigantescos exploradores de la historia.
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