UNA HISTORIA POLÍTICA DE LOS INTELECTUALES – Alain Minc

inte1Hay una manera de ser intelectual “a la francesa”, propia del hombre de letras o de ciencias que interviene en el debate público y ejerce una suerte de magisterio moral sobre cuestiones de interés común. En suma, la tradición del intelectual comprometido. ¿En qué otra cultura,  fuera de la francesa, tiene lo antedicho tanto sentido? ¿Qué otro país, aparte de Francia, ofrece al investigador –y al lector- un material tan abundante, controversial y cronológicamente sostenido bajo el marbete de “intelectual comprometido”? Puede que sólo en Rusia se halle un caso de magnitud moderadamente comparable, al extremo de condensarse en un vocablo que es el equivalente más próximo al concepto francés de “intelectualidad”: “intelligentsia”, nacido para designar a los individuos salidos de las aulas universitarias y del ámbito de las letras que, en el siglo XIX,  se declararon en guerra con el zarismo y la Iglesia ortodoxa, pilares fundamentales del orden establecido. Lo esencial en el concepto primigenio de intelligentsia es un ethos de disidencia y de radicalismo: una exigencia de compromiso  político. El escritor, catedrático o pensador ruso que no actuase inspirado de semejante espíritu no pasaba de ser  un letrado, o un académico. Congruentemente, el sello de lo político es también la esencia de una historia como la que nos convoca, la historia de los intelectuales franceses.

Surgido de la refriega pública, acuñado precisamente por un político –y de raza: Georges Clémenceau, en artículo publicado en 1894–, el término “intelectual” (“intelectuelle”) se aplicó  inicialmente a los escritores y gentes del ámbito universitario que se manifestaron públicamente a favor del degradado capitán Dreyfus. Ahora bien, lo que es un hito en la historia de la política francesa y en la historia moderna del antisemitismo, el caso Dreyfus, ¿es también el acta de nacimiento del intelectual a la francesa? Fenómeno moderno con antecedentes mediatos –tanto quizás como Sócrates y Platón–, la opinión de Alain Minc es que el origen del intelectual “hombre de letras o del saber que se implica en el debate público” se debe fijar en la Francia del siglo XVIII. El polifacético Minc (París, 1949), que es o ha sido politólogo, ensayista, directivo empresarial, consejero financiero y asesor gubernamental, publicó en 2009 el libro Una historia política de los intelectuales, en que consagra al formidable Voltaire como un intelectual avant la lettre, el primero de una larga estirpe que comprende personalidades tan señaladas como Victor Hugo y Emile Zola, André  Gide y Jean-Paul Sartre, y que pervive en tiempos recientes en nombres como Bernard-Henri Lévy, Alain Finkielkraut y André Glucksmann, entre muchos otros.

Si Zola tuvo su caso Dreyfus, Voltaire tuvo tres casos de envergadura: los protagonizados por Jean Calas, Pierre-Paul Sirven y el caballero de La Barre, víctimas de la intolerancia religiosa y de un sistema de justicia inicuo, en cuya defensa  o rehabilitación vio Voltaire la oportunidad de luchar por los derechos del hombre. Muy especialmente a raíz del caso de Jean Calas, protestante torturado y ejecutado arbitrariamente, la intervención de Voltaire perfila el guión básico que estructurará las relaciones entre la sociedad, el poder y los intelectuales, asignando a los últimos la facultad de hacer de la opinión pública un ejército en sus manos. Simultáneamente, los salones en que se reúnen los próceres del pensamiento ilustrado –aquella peligrosa gente–  son el escenario privilegiado de un genuino partido intelectual,  el que por su  cohesión e influencia, pero también por el estado primitivo de la asociatividad y representatividad política de entonces, llega a ser tan importante como nunca volverá a serlo en la historia de Francia. A propósito de cohesión, o de su ruptura: en torno al 1900, el caso Dreyfus no sólo propició el bautismo del gremio (Clémenceau: «¿Acaso no son un signo, todos esos intelectuales venidos de todos los rincones del horizonte, reunidos por una idea?»); la adhesión a los partidos dreyfusiano y antidreyfusiano sembró la discordia entre los intelectuales, cuya trayectoria en lo sucesivo será una historia de rencillas y odios recíprocos, es decir, una historia de división, sólo parcialmente mitigada en los días  de la Primera Guerra Mundial (en los que cuajó la denominada “Unión Sagrada”), hasta por fin perder encono con la caída del comunismo.

Voltaire fijó el modelo del intelectual situado en el contrapoder, el papel del “contrarrey”, fustigador olímpico de conciencias;  con similar notoriedad, habrá uno por centuria: el  autor del Cándido es sucedido en el puesto por Victor Hugo, y éste a su vez por Jean-Paul Sartre. Por la misma época surge también el modelo del intelectual político o intelectual tecnócrata, prefigurado por Turgot, economista,  y Malesherbes, magistrado, estudiosos ambos y con aficiones científicas; llegados al gobierno, procuran  ejercer la administración ministerial en consonancia con los principios filosóficos en boga.  A medio camino entre ambos se sitúa el papel de Diderot, consejero –frustrado- de Catalina de Rusia. La tipología admite una amplia variedad de categorías: entre otras, la del literato que flirtea con el poder, hombre de letras devenido administrador: el caso, por ejemplo, del poeta Lamartine y el novelista Malraux.

Uno de los hitos fundamentales de esta historia es la publicación en 1927 de La traición de los intelectuales (“La trahison des clercs”), escrito polémico de Julien Benda. Su importancia radica en que fue el primer libro teórico sobre la función de los intelectuales. Irónico, Minc apunta que con su libro Benda «abre una caja de Pandora: los intelectuales se van a alimentar de reflexiones sobre sí mismos. ¡Qué felicidad, convertirse en el tema de su propio pensamiento!» Benda argumenta que los intelectuales de su tiempo, supuestamente los «educadores del mundo», han perdido de vista la dignidad inmarcesible de lo universal y se han puesto al servicio de causas particulares. Seducidos por las pasiones políticas del momento, glorifican alternativamente a la raza, la nación o la clase, con lo cual renuncian al espíritu universalista de los valores racionalmente discernibles. Proclamando solidaridades contingentes y particularistas en vez de intemporales, los intelectuales traicionan el legado de la Ilustración. ¡Es el triunfo de los arrebatos emocionales y de las mistificaciones del romanticismo, es decir, el triunfo de lo alemán! Aunque discutible por su reduccionismo, la argumentación de Benda alcanza la clarividencia cuando  advierte que las ideologías predominantes en el siglo XX (recordemos que el hombre escribe en los años 20), las que enaltecen intereses específicos de los pueblos o de ciertas clases, conducen eventualmente «a la guerra más total y más perfecta que jamás haya visto el mundo».

El final del siglo XX presencia el derrumbe del sistema bipolar mundial, característico de la Guerra Fría, y el declive de una concepción extremista y maniquea de la política. El ocaso del comunismo diluye la urgencia de las confrontaciones y la prontitud con que se solía identificar a los “buenos” de los “malos”. No por casualidad, la época presencia también el ocaso de los intelectuales. Al respecto, el diagnóstico de Minc es tajante: la sociedad francesa ya no produce intelectuales a la antigua, de aquellos que se valen de su fama para influir en los grandes temas políticos. Está por verse si esto representa una pérdida absoluta, lo cierto es que los intelectuales no fueron menos susceptibles de equivocarse que el común de los hombres, y que demasiados de ellos hicieron la vista gorda ante situaciones indefendibles, erigiéndose incluso en heraldos de la violencia y la destrucción. Escasean los espíritus lúcidos, equilibrados: Zola, Mauriac, Camus, Aron y pocos más. Si un Céline o un Maurras repugnan por una parte, decepciona por la otra un Barbusse, antibelicista  temprano que luego canta las alabanzas de Stalin. Acaso los redima el sacrificio supremo de Charles Péguy, muerto en los primeros compases de la Gran Guerra, o, mejor aún, el de Marc Bloch, resistente activo en su cincuentena, finalmente torturado y ejecutado por la Gestapo. Magnífico y merecido es, en verdad, el homenaje que Minc rinde al historiador de origen judío. «Si se mide por el rasero de la vida de Bloch y de su valor admirable y modesto –escribe-, la guerra de nuestras glorias literarias e intelectuales parece, con muy pocas excepciones, miserable».

¿Qué depara el presente en esta materia? La disolución de las grandes narrativas conlleva la dispersión de los desafíos y la atomización de las causas. El ecologista furibundo es indiferente a los conflictos en Medio Oriente, así como el defensor del Tíbet no se inmiscuye en las discusiones sobre bioética. Por supuesto,  la omnipresencia de Internet es un factor insoslayable, en esta como en otras cuestiones. ¿Nacerá un e-intelectual? ¿Cuál será su rol? La posibilidad del e-intelectual no asusta a nuestro autor, quien se entusiasma ante la expectativa de que semejante figura rompa con la endogamia y la autocomplacencia del mundillo intelectual. «Una pizca de anarquía en el mundo cerrado de los grandes pensadores: ¡qué perspectiva más radiante!»

La de Minc es una visión panorámica que complementa trabajos anteriores como el de Pascal Ory  y Jean-François Sirinelli, Los intelectuales en Francia, y el monumental díptico de  Michel Winock, Las voces de la libertad y El siglo de los intelectuales. El propio Minc se declara deudor de Winock, pero su libro difiere tanto en extensión como en estructura, lo mismo que en estilo –saltarín y rutilante, el de Minc-, en contenidos –incorpora el siglo XVIII- y en algunas de las conclusiones. Una historia política de los intelectuales ofrece una lectura deleitosa y de mucho provecho.

– Alain Minc, Una historia política de los intelectuales. Duomo Ediciones, Barcelona, 2012. 487 pp.

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