EL VAPOR DE RUEDAS ISABEL II – Luis Delgado Bañón

Isabel -portada «Más vale vapor en calderas, que alas rastreras». Refrán Marinero.

Si hacemos una encuesta sobre la invención más importante de la historia de la humanidad, probablemente recibiremos respuestas como  el fuego, la rueda, la imprenta. Puede que incluso algún osado mencione a esta internet que nos une y separa.  Pero quizás solo aquellos con perspectiva histórica piensen en aquello que permitió pasar de un mundo rural, artesano, quizás muy romántico pero poco productivo, a la vorágine industrial de la que gozamos actualmente: el vapor.

El vapor —recordemos que en la práctica fue la Real Armada quién lo trajo a España, con las bombas de fuego del jefe de escuadra Jorge Juan— es la fuerza milagrosa que moverá enormes cadenas de montaje.  ¡Se acabó la figura del herrero que martillea una barra de acero! Ahora enormes planchas pueden ser forjadas y transportadas sin intervención humana. Muerte al artesano. Bienvenido, maquinismo.

¿Y en la mar?  Dos patrones de galera, uno que hubiera luchado en Salamina y el otro en Lepanto, bien podían sentarse ante un vaso de vino y hablar de su dura vida, tan lejana en el tiempo, tan cercana en amarguras.  ¿Y en la vela? Bueno, por supuesto que esta ciencia ha avanzado.  Sí, ya generaciones atrás hemos pasado de las velas cuadras portantes  a poder navegar de bolina contra ángeles en bandada, como dice don Luis.  Y los avances matemáticos nos permiten dejar el cabotaje, y aventurarnos en la mar océana sabiendo que a cientos de millas llegaremos a nuestro destino. Pero en los tiempos que describe esta novela, con la costa a sotavento, cuando con la tempestad las velas se rifan y los brazos al remo se cansan… solo nos queda un rezo a la Virgen del Carmen.

¡Ja! Pero la ciencia ha terminado con esto. Un corazón de fuego maravilloso ha hecho a los navíos más poderosos que el viento. Ahora, los buques podrán moverse a voluntad… pero el precio será caro. De las enormes catedrales de trapo blanco, silenciosas, puras, pasaremos a un monstruo de ruido y hollín, que mancilla aquello que toca. Un mundo ha muerto para que otro vaya a nacer, en el que tradiciones milenarias van a quedar desfasadas en pocos años.

Pero no hay por qué asustarse.  El jefe de escuadra Santiago de Leñanza y su hijo Francisco teniente de navío son hombres modernos, científicos, ilustrados.  Y las circunstancias son excepcionales: estamos en 1.834, en plena Primera Guerra Carlista. Es necesario cortar como sea el contrabando en el duro mar Cantábrico, donde tantos barcos y tantos hombres se han perdido contra las rocas. ¡Un barco que no requiera mirar al viento, que pueda negociar la mar en cualquier condición será una bendición!

La Real Armada, como parece ser norma en aquel desquiciado siglo, aparece sumida en una profunda crisis. Apenas si hay barcos, y los barcos apenas tienen tripulaciones.  El ir a media dotación ha pasado de excepción peligrosa a golpe de suerte. Pero afortunadamente los oficiales de guerra son capaces de, por un lado, mantener la navegación tradicional, y por otro comprender que un nuevo mundo llama a la puerta, y que darle la espalda sería suicida.

Dicho y hecho. ¿No tenemos barco? ¡Arrendemos uno! ¿No sabemos usar las máquinas? ¡Contratemos ingleses! Pero eso no es tan sencillo en una revuelta Europa donde liberales y absolutistas luchan por doquier, así que veremos a financieros como Mendizábal y ministros como Vázquez Figueroa moviendo los hilos que permitirán a la Real Armada Isabelina disponer de un arma tan del futuro como sería hoy un rayo desintegrador. Y tendremos a nuestros héroes embarcados bajo la bandera de España… en un buque en que solo ellos hablan castellano.  ¿Todo arreglado? En absoluto. Un nuevo grupo de oficiales sube a bordo, los maquinistas, y con el poder que les otorga ser los magos capaces de lanzar estos nuevos hechizos se permitirán incluso levantar pecho ante el mismísimo comandante, que no tendrá más remedio que decir para su coleto «oh tempora, oh mores, qué pensarían mis viejos capitanes de mar si levantaran la cabeza».

De esto trata el volumen 24 de la «Saga Marinera Española». ¿Fantasía desbocada de un autor? Nada de eso. Exceptuando a la familia Leñanza, necesaria para dar cohesión a la saga, los hombres, los barcos, los hechos que en estos libros se citan… caminaron la tierra. O mejor dicho, surcaron la mar. La realidad supera a la ficción, y en la opinión de quien escribe, esto es lo mejor de la obra del capitán de navío Luís Delgado Bañón. En su doble faceta de marino y antiguo director del Museo Naval de Cartagena cuida con mimo los detalles históricos y marineros.  Así fueron aquellos barcos, así fueron aquellos marinos, así fue aquella cruel guerra.

Hay un tema que para mi tiene una magia especial, y es la navegación.  No es raro encontrar novelas en las que tras un viaje de diez mil millas el barco llega a puerto como salido del astillero. En estos libros, ¡Que Dios se apiade de ti como no tengas preparada la capa recia cuando el temporal se pone duro, pues la mar no la hará! La descripción de la maniobra que se hace es simplemente perfecta, dura, cruel. Como la mar.

En estos volúmenes, don Luís está novelando la historia de la Real Armada. No espere un ensayo académico, aunque entre líneas mucho es lo que puede aprender el lector, pues por ejemplo en este se da un repaso de gran detalle a la guerra de los siete años. Encontrará también intrigas, navegaciones, abordajes… pero con una diferencia con otras novelas de ambiente naval.  Nada es inventado, todo pasó así, y si así no fue, así pudo haber sido, pues el nombre de Leñanza no es a lo largo de la serie un personaje, sino una forma de expresar el sentir de los hombres de aquellos tiempos. Cuando leo los duelos y quebrantos de aquella Real Armada no pienso en la ficción que me sugieren otras novelas, sino en que hubo hombres reales que eso sufrieron y se esconden bajo ese nombre, y recuerdo aquellas palabras de Conrad de que la sopa del capitán siempre es amarga.

¿Solo esto? No. Entre medio, un terrible secreto será revelado, y Santiago de Leñanza tendrá que elegir entre la ruina y vergüenza eterna para su familia… o entregar a un destino peor que los infiernos a aquello que más ama.  El jefe de escuadra se ha enfrentado a la guerra, a la mar… a amores malditos. Ha servido a su patria, ha roto las promesas más sagradas… pero siempre, de alguna forma, ha podido luchar y romper en sangre los ojos de quienes han osado cruzarse en su camino. Ahora, ni eso le está permitido.  Solo le queda sentarse y ser espectador del fin de la saga que creó el galeote de Fuentelahiguera de Albatages.

¿Cómo podría resumir yo El vapor de ruedas Isabel II en una frase? Quizás con una del mismo autor: «Los barcos poseen alma y vida propias. Aunque gentes de secano lo entiendan como perdida locura, pueden estar seguros de que esos esqueletos de madera o hierro nacen, viven, sufren, gozan y mueren». Si ha comprendido esta frase, la «Saga Marinera Española» le gustará.

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