EL ROSTRO DE LA BATALLA – John Keegan

el-rostro-de-la-batalla-9788415832119En la década de los 70, y con escasa distancia geográfica, dos estudiosos de nacionalidad y formación profesional diferentes coincidían en el propósito de abordar el fenómeno de la guerra desde una perspectiva innovadora, distinta de la ofrecida por la historia militar tradicional. Uno era el estadounidense Paul Fussell, historiador de la literatura, y el otro John Keegan, historiador militar británico. El resultado de sus esfuerzos, desplegados en paralelo y en suelo inglés, hace del bienio 1975-1976 un verdadero momento estelar de la cultura: en 1975 fue publicado el ensayo La Gran Guerra y la memoria moderna, de Fussell, y al año siguiente fue el turno de El rostro de la batalla, libro que, como apunta Keegan en nota a pie de página, ya había sido terminado cuando se publicó el trabajo del estadounidense. Son libros muy distintos, indudablemente. El de Fussell es un estudio sobre la reciprocidad entre literatura y vida a partir de una experiencia crucial como es la guerra, y sobre el legado de la Primera Guerra Mundial en términos de mentalidad e imaginario modernos. El de Keegan, por su parte, es una aproximación inmediatista a las batallas, un intento de perfilar su condición de experiencia humana y desafío extremo a las facultades del hombre. Como se puede vislumbrar, se trata de dos trabajos divergentes en sus temáticas, objetivos y metodologías, pero convergentes en su afán por explorar caminos poco trillados en un territorio tan vasto como escabroso: el estudio de la guerra y de lo que la rodea. 

El rostro de la batalla es un libro a la altura de su prestigio; prestigio que habla de las peculiaridades de su enfoque heurístico y epistemológico, una novedad el día de su publicación original. Su énfasis está puesto en una faceta íntima de la guerra, la del comportamiento humano enmarcado en una organización singular –el ejército- y en una circunstancia especial -el combate-. La de Keegan es una tentativa de mostrar la batalla a ras de suelo, codo a codo con hombres que en distintas épocas de la historia se han visto en la coyuntura de batirse a muerte con otros en lo que constituye el momento cúlmine de la guerra (al menos en su forma tradicional). Lo que hace semejante enfoque es conferir protagonismo no a estrategas o gobernantes sino al ser humano en traje de soldado y sometido a los rigores de una experiencia colectiva extrema. Además, este enfoque desplaza los temas habituales de la disciplina -estrategia, táctica, logística, etc.- a un segundo plano, poniendo en el primero cuestiones como las siguientes: la motivación de los soldados, la naturaleza y la mecánica del mando durante el combate, la importancia de ciertos códigos culturales, los altibajos en el rendimiento de los hombres en calidad de combatientes, los factores que inciden en su desempeño, el impacto de la innovación tecnológica en armamentos, la captura de prisioneros, las heridas y su tratamiento, etc. Es apropiado entonces representarse el libro como fruto de la irrupción de la psicología social y de la imaginación antropológica en los terrenos de la historia militar, con asomos nada desdeñables de una suerte de sociología primaria.

Keegan, en efecto, toma en préstamo algunos conceptos y puntos de vista procedentes de la psicología social. Algunas disquisiciones evidencian también la influencia del pensamiento social, tal el caso del contundente análisis de la dicotomía “ejército”/“masa” (Capítulo III). Asimismo, el capítulo V y final, una visión del futuro de la batalla, tiene en toda su extensión un sabor inconfundiblemente sociológico, muy acentuado en el aparatado titulado “El rostro inhumano de la batalla”. (Cabe señalar que es un capítulo condicionado por el contexto de los años 70 pero no del todo inactual.) No obstante, el autor echa mano de una argumentación que hoy parece desfasada para desautorizar al sociólogo y al psicólogo que pretendan intervenir en este ámbito, aduciendo unos supuestos impedimentos de orden epistemológico. Lo cierto es que las eventuales dificultades relativas a la perspectiva histórica en el estudio de la guerra pueden ser superadas merced al trabajo interdisciplinar; prueba de esto es el excelente estudio Soldados del Tercer Reich, muestra ejemplar de colaboración entre un historiador (S. Neitzel) y un sociólogo y psicólogo social (H. Welzer). Por otra parte, no hay que olvidar que el autor es historiador militar; su recepción de elementos de las ciencias humanas se subordina preferentemente al esclarecimiento del desarrollo y desenlace de las batallas conforme intervienen factores como los arriba señalados. Es lógico, entonces, que cada uno de los tres capítulos centrales del libro alcance su cenit al momento de responder a preguntas como “¿Qué explica la victoria de los ingleses en Agincourt?”, o “¿Por qué fracasaron dos cargas específicas de la infantería francesa en el amplio frente de Waterloo?” El supuesto que inspira la empresa de John Keegan es que las batallas comprometen reacciones emocionales y condicionamientos sociales cuya índole puede ser mejor captada -y calibrada su incidencia en las batallas- cuando se recurre a las ciencias humanas. Tales elementos ayudan también a explicar incidentes que hoy nos parecen repulsivos y gratuitos, como la matanza de prisioneros franceses por orden de Enrique V en Agincourt.

El libro consta de un primer capítulo en que el autor bosqueja el estado del arte en historia militar a la fecha de su escritura; es una introducción necesaria, enjundiosa e ilustrativa, especialmente para los profanos en la materia –incluyéndome-. A continuación, y al mejor estilo del clásico “estudio de casos”, el autor se aboca al escrutinio de tres batallas emblemáticas: Agincourt (25 de octubre de 1415), Waterloo (18 de junio de 1815) y el Somme (1 de julio de 1916, primera jornada de una batalla que duró meses). Keegan fundamenta su elección en la calidad de la documentación relativa a cada una de ellas; es una elección que responde además a un criterio de selección muestral presidido por la similitud de las condiciones geográficas y étnicas: las tres batallas se entablaron en lugares relativamente próximos y entre hombres étnicamente afines, encuadrados en un mismo sistema de valores y practicantes de un modo similar de hacer la guerra. El contraste entre ellas arroja una serie de precisiones acerca de la evolución de la guerra. Conforme transcurren los siglos, cambian los modos de combatir y cambian las percepciones, las prácticas y las convenciones involucradas en la batalla. Algunas cosas permanecen. La coerción y los mecanismos disciplinarios cuentan siempre entre los factores que empujan a los soldados a abandonar la protección y exponer la vida, pero de ninguna manera conviene despreciar la motivación debida a factores morales como las convicciones religiosas o el patriotismo. Más importantes, sin embargo, pueden ser los lazos entre el líder y sus soldados, especialmente en sociedades marciales. El ansia de pillaje (desvalijar al enemigo muerto) y de capturar rehenes para lucrar cobrando rescate, motivación decisiva para los guerreros medievales de Agincourt, carece de sentido en los campos de el Somme, destrozados por la artillería y barridos por el fuego de las ametralladoras; por si fuera poco, arriesgar la vida en la tierra de nadie que mediaba entre las trincheras sólo para saquear los bolsillos de los caídos era absurdo, puesto que los soldados casi no llevaban objetos de valor. La solidaridad de grupo y el liderazgo individual fueron cruciales en Waterloo, explica nuestro autor, quien realza también el valor que tenían tanto para franceses como para británicos las enormes banderas que por entonces se desplegaban. Se realizaban proezas para defender tales símbolos, o para arrebatarlos al enemigo.

El concepto del honor y del valor del oficial –del caballero guerrero, en el caso medieval- ha sufrido dramáticas variaciones. Mientras el guerrero medieval cifraba sus expectativas en el combate individual, honrando una cultura que enaltecía las artes de abatir al adversario, en Waterloo el oficial portaba por lo general armas de poco valor letal, y al menos entre los oficiales de infantería solía manifestarse cierta repugnancia a matar. «Era recibir heridas, y no causar la muerte –escribe Keegan-, lo que demostraba el valor de un oficial». Su honor residía en obedecer órdenes que conllevaban peligro de muerte, granjeándose la estima de sus pares y el respeto de sus subordinados. Un siglo más tarde, en la Primera Guerra Mundial, los oficiales británicos llegaron a creer que matar por sus propios medios era degradante para su rango; algunos de ellos ni siquiera portaban armas. Por otra parte, al soldado raso no le es extraño el concepto de código de honor, patente por ejemplo en los hombres que en Waterloo mantenían la formación frente al fuego de artillería, cuyo objetivo era precisamente desarticular las filas enemigas. Pero había un componente de autopreservación en dicha actitud, reforzada por la disciplina: dejarse llevar por el miedo y romper la formación podía resultar desastroso para todos, como ocurre cuando la confusión y el pánico generalizados hacen de un ejército una muchedumbre inarticulada, una masa, presta como tal a colapsar en el combate. Fuera de su predisposición a la derrota, es su propia informidad lo que hace de la masa objeto de rechazo por el mando militar, enfatiza nuestro autor. «Porque una masa es la antítesis de un ejército, una reunión humana animada no por la disciplina sino por el capricho, mediante la acción de emociones inconstantes y potencialmente contagiosas, que, si se extienden, resultan letales para la subordinación de un ejército».

Libro, en suma, muy recomendable, capaz de cautivar a un público más amplio que el de los aficionados a la historia militar.

– John Keegan, El rostro de la batalla. Turner Publicaciones, Madrid, 2013. 380 pp.

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