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NÁPOLES 1944 – Norman Lewis

napoles-1944-9788490062739La guerra vista desde la retaguardia por un agente británico de seguridad y contraespionaje, en un año crucial como 1944 y en un escenario tan peculiar como la ciudad de Nápoles y su entorno: un enfoque que combina el interés de lo que podemos considerar la cara B de la guerra con el atractivo humano y cultural del lugar en que se desarrollan los acontecimientos. Si a esto sumamos la limpidez de la prosa y la calidad de la mirada –una mirada lúcida, de hombre con alma de viajero, ajena además a todo afán por romantizar la guerra-, la fórmula garantiza una lectura memorable. Esto es precisamente lo que depara el libro de Norman Lewis, Nápoles 1944, que en esencia es el relato en forma de diario de las experiencias del autor como miembro del Servicio de Inteligencia británico en el referido escenario, entre septiembre de 1943 y octubre del año siguiente, a la zaga de las fuerzas angloamericanas que desalojaban a los alemanes de la península itálica. Lewis (1908-2003), periodista y escritor de origen galés, escribió una veintena de novelas pero es más conocido como autor de libros de viajes, varios de los cuales han sido traducidos al castellano. El título en comento fue publicado originalmente en 1978 y es uno de los que han cimentado el renombre del autor. 

Tras servir en el norte de África, Lewis fue destinado al Cuerpo de Seguridad de Campaña 312, unidad adscrita temporalmente al ejército estadounidense que invadió el sur de Italia en 1943. El cometido de la unidad involucraba no sólo la caza de espías, saboteadores y colaboracionistas sino todo tipo de tareas relacionadas con la seguridad del personal militar, además de pesquisas variadas de carácter policial. A este respecto, el contexto es decidor. La Italia meridional se hallaba a la sazón sumida en el caos, con las instituciones en crisis y la economía por los suelos. La vida de los lugareños se definía por el desabastecimiento, el hambre, el desorden y la inseguridad. El robo era un mal endémico. El mercado negro se expandía a diario, nutriéndose generosamente de la sustracción de material del ejército liberador: alimentos, botas, mantas, cobre de cables telefónicos, incluso piezas de vehículos militares. Bandas armadas proliferaban en los alrededores de la ciudad, dedicándose a desvalijar las líneas de suministro. Lo peor era el hambre, que hacía presa incluso de familias de abolengo. Quienes más sufrían por causa de este azote eran las mujeres. Obligadas por la necesidad, muchas de ellas se prostituían a cambio de sustento, no faltando las madres que prostituían a sus hijas, apenas unas niñas, por la misma razón. Algunas mujeres procuraron asegurarse un cierto grado de bienestar casándose con soldados norteamericanos, cuyos ingresos eran superiores a los percibidos por la mayoría de los nativos. Robos, bodas de ocasión, denuncias de violaciones cometidas por soldados aliados, fugas de información: abundaban en verdad los motivos para el trabajo policial.

El panorama registrado por Lewis es a ratos desolador y a ratos alentador. Los napolitanos pugnaban por salir del atolladero, y en ello comprometían sus mejores virtudes. Con todo, y sin cargar las tintas, lo que muestra nuestro autor es una sociedad desgarrada por el paso de los ejércitos, la ocupación extranjera y los bombardeos, males que reducían la dignidad y la conciencia moral de los lugareños a una mínima expresión. La caída del fascismo desató en unos cuantos la pasión de la justicia y en otros muchos el ánimo de revancha, lloviendo las denuncias sobre supuestos fascistas y colaboradores de los alemanes; lo cierto es que la mayoría de ellas se sustentaban más en rencillas personales que en fundamentos legítimos. Los archivos policiales dejados por los italianos resultaban poco fiables, y los agentes como Lewis y sus colegas debían valerse del sempiterno recurso de los servicios de seguridad: los contactos y los rumores; no obstante, pocas eran las ocasiones en que la información proporcionada por unos y otros resultaba en otra cosa que un simple fiasco. Por doquier se percibían los signos de una sociedad desestructurada y corrupta. El sistema de justicia, que resurgía de las ruinas, estaba saturado de venalidad. Las esperanzas de detener el contrabando de penicilina robada al ejército, por ejemplo, eran frustradas por la práctica generalizada del soborno: la compra de jueces y abogados aseguraba que los acusados poderosos resultaran absueltos. «Nunca se hacía justicia –escribe Lewis-; si alguna vez hubo un lugar que estuviera en venta, [este] era Nápoles». Y si había una institución que sobreviviese a la retahíla de calamidades (dictadura, guerra, ocupación, caos), esta era la Camorra.

La mafia y los violentos patrones de conducta meridionales, con sus vendettas y su código del silencio ante las autoridades –la omertà-, subsistían porfiadamente, incólumes a los pasados intentos de Mussolini por normalizar la región. Toda tentativa de contrarrestar el bandolerismo vinculado al crimen organizado estaba condenada al fracaso, tal como atestigua nuestro autor: «La población de la Zona di Camorra se regía por sus propias normas secretas y sólo reconocía sus propios tribunales secretos, que a su vez imponían una sola sentencia al enemigo forastero y al paisano traidor: la muerte». En estas circunstancias, era Vito Genovese, el famoso gangster estadounidense nacido napolitano, quien sacaba mejor partido de la situación. Empleado por el ejército como traductor, Genovese tendió una red de asociados y hampones a fin de hacerse con el control político de la región, posicionándose como el verdadero señor de Nápoles, por encima incluso de la autoridad militar aliada.

Testimonio presidido por un espíritu ecuánime y veraz, dotado de sentido crítico, Nápoles 1944 deja constancia de episodios de aquellos que evidencian el aspecto menos glorioso de la guerra, así como de incidentes que ningún honor hacen al orgullo patrio y el de los aliados. Presenciamos, por ejemplo, el derribo de cazas británicos a manos de unos nerviosos artilleros estadounidenses, no una sino repetidas veces, o la torpeza con que se planifica y ejecuta una acción de paracaidistas, acabada en desastre total. Nos conmovemos con la visión de una columna estadounidense de carros de combate que parte rauda a la batalla y minutos después retorna raleada y errática, con las tripulaciones supervivientes emocionalmente deshechas. Sabemos del ultraje de mujeres italianas por soldados de los que componen las fuerzas de liberación, así como de oficiales que torturan civiles o se coluden con delincuentes locales. En fin. Un muestrario de humanidad lacerada y trastabillante, representada a escala real. No son, los de Lewis, soldaditos de plomo ni héroes de pedestal.

No sólo la mafia, también el fervor religioso y las prácticas supersticiosas sobrevivían, favorecidos por la miseria y por la atmósfera de desencanto e inestabilidad. La guerra, en opinión de Lewis, hizo que los napolitanos regresaran a la Edad Media. Para colmo de males, el Vesubio hizo erupción en marzo de 1944, engullendo la lava un poblado de las cercanías. Las iglesias se veían colmadas de feligreses y proliferaba el ansia de milagros; ni siquiera los más cultivados profesionales escapaban al aura de la devoción religiosa, y apenas disimulaban su disposición a atribuir la salvación de Nápoles a la intercesión de los santos locales. Escepticismo aparte, tanto del autor como del lector, es el color del lugar lo que aflora en este y en otros pasajes del libro, pasajes que revelan al observador perspicaz y al escritor viajero que fuera Norman Lewis. A despecho de las diferencias culturales y de todo tipo, enconadas por la guerra misma, el hombre que se vuelca en las páginas del libro es uno que se deja llevar del encanto de la tierra y sus gentes, sus costumbres y su inmarcesible gozo de vivir pese a todas las contrariedades. Se maravilla el autor de la bonhomía y sentido de la decencia de los que hasta hace poco fueran enemigos del Reino Unido, manifiesta por ejemplo en su compasión para con soldados fugitivos de una u otra nacionalidad: cualquiera que fuese su uniforme, británico o alemán, los napolitanos eran reticentes a entregarlos a sus respectivos contrarios. Resulta difícil, pues, resistirse a la tentación de culminar la reseña con una cita como la siguiente:

«Yo había llegado a admirar tanto la cultura y la humanidad de los italianos en el año que llevaba allí, que me daba cuenta de que si me dieran la oportunidad de volver a nacer y de elegir el país en que quería hacerlo, elegiría Italia».

Su esposa de entonces, hay que decirlo, era siciliana.

– Norman Lewis, Nápoles 1944. Un oficial del Servicio Británico en el laberinto italiano. RBA Libros, Barcelona, 2012. 256 pp.

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