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LOS DESNUDOS Y LOS MUERTOS – Norman Mailer

los-desnudos-y-los-muertosLa guerra en las antípodas de lo heroico, sin oropeles ni soflamas de clase alguna.

En 1948 se publicó Los desnudos y los muertos, primera novela del estadounidense Norman Mailer (1923-2007) y la que mejor sustenta su prestigio literario. Desde entonces se la considera una obra de cabecera entre las que ha inspirado la Segunda Guerra Mundial y una de las mejores novelas de tema bélico del siglo XX. Pasa también por ser uno de los mejores estrenos novelísticos que haya habido, y es que resulta sorprendente por su rotundidad y madurez. Se trata de una novela bastante cruel, dura; una novela congruente e inmisericorde en su afán por exhibir la guerra como una experiencia corrosiva, en sí misma abominable. Sin gore y sin jeremiadas, sin necesidad de recurrir a imágenes apocalípticas ni a retóricas humanitarias, la de Mailer es una de las cimas de la narrativa antibélica, comparable en este sentido a obras como El fuego (Henri Barbusse) y Sin novedad en el frente (E. M. Remarque).

De la mano del autor seguimos las peripecias de un puñado de soldados durante una de las feroces campañas en el Pacífico Sur, los días en que los japoneses se aferraban desesperadamente a unos inhóspitos islotes que les serían arrebatados por los estadounidenses. Para entonces la lucha se había tornado desigual, al punto que por cada baja estadounidense podía haber una decena de bajas japonesas, incluso más. Y era una lucha enconada, como se sabe, por los prejuicios étnicos: la deshumanización del enemigo era moneda corriente en ambos bandos y contribuía a erosionar las últimas inhibiciones morales de los soldados. Servido el contexto, la crudeza no se hace esperar. Empero, no rivaliza Los desnudos y los muertos con otros clásicos del género en la recreación de episodios propiamente bélicos, con el encarnizamiento de las batallas y los efectos del poder destructivo de la maquinaria militar moderna; no se regodea tampoco en la descripción morbosa de estos efectos. (Ni falta que hace, en realidad.) Las escenas de combate son escasas en esta novela. Su foco está puesto en los entretelones de las operaciones militares y, ya en el último tercio de su considerable extensión, en las vicisitudes de una partida de reconocimiento. Es sobre todo la perspectiva ante el tema de la guerra lo que hace de ella una novela tan dura. Su acritud, puede decirse, es la del discurso: Los desnudos y los muertos es la novela antiépica por antonomasia. ¿La epopeya de las grandes causas, del fervor patriótico y de los actos heroicos? ¿La celebración de los raptos sublimes de la voluntad frente a la adversidad, el canto de la camaradería y de la disposición al sacrificio? Poco y nada de esto interesa a Mailer. Mucho menos le interesa la idealización de la guerra como aventura suprema o, peor aún, como fuente de renovación espiritual y crisol de una sociedad regenerada (motivos cruciales en lo que George L. Mosse llamó el “mito de la experiencia guerrera”). Sí, en cambio, lo motiva la exposición de la guerra como un desmadre total, el peor de los escenarios en que podemos vernos inmersos los seres humanos.

Mailer logra su propósito con una austeridad de formas que llama la atención. En Los desnudos y los muertos hace gala de una escritura que por sobriedad y concisión recuerda a Hemingway, también a John Dos Passos y a Sinclair Lewis (modelos todos ellos de una generación de escritores norteamericanos). Mailer, hay que decirlo, extrema recursos y lleva lo escueto del estilo al borde de la aspereza, multiplicando el efecto inamistoso de su novela. Por otra parte, es cierto que la narración alimenta el imaginario de la guerra en el Pacífico, devenido a través de la pantalla –cine y televisión- un cúmulo de estereotipos bélicos: desde barcazas de desembarco aproximándose a las playas hasta famélicos japoneses abalanzándose contra las ametralladoras norteamericanas. Sin embargo, la economía de medios en la plasmación de escenas de esta índole, característica de Mailer, apunta a sofocar todo asomo de espectacularidad. En vez de verdaderas batallas, lo que presenciamos son unas pocas escaramuzas, rápidamente despachadas por el narrador. En vez de acción adrenalítica a raudales, tenemos ante todo el tedio de las actividades de retaguardia; la tensión de las guardias nocturnas; el pesar causado por la muerte de los compañeros; las rencillas y los recelos surgidos en la tropa; el miedo y el desquiciamiento de las percepciones en medio del combate; la sordidez y el descalabro moral de la guerra… Tratándose de acción, la paleta de colores de Norman Mailer abunda en los grises y los tonos opacos.

La trama moviliza una galería de personajes que refleja la condición multiétnica de la sociedad estadounidense, con la peculiaridad de que el autor pone mucho cuidado en sustraerlos de la masa anónima e indiferenciada, en resaltar su individualidad por medio de incisos que esbozan una semblanza de cada uno de ellos. Es la realidad profunda de los Estados Unidos de América lo que emerge a través de ellos (al menos en su dimensión masculina), con su amplio espectro de circunstancias y expectativas, estamentos y aspiraciones, posibilidades y restricciones. El trazado de los caracteres revela escasa simpatía por ellos, mas su verismo y naturalidad resulta irreprochable. Salvo contadas excepciones, son hombres corrientes los que Mailer retrata, ni más ni menos ejemplares que el promedio. ¿Las personalidades extraordinarias? Son dos, quizá tres, si se flexibiliza el criterio. Su papel es clave en el desarrollo y significado de la narración.

Por un instante, uno teme que Mailer acaso caiga en la fascinación de la personalidad carismática, encarnada ésta en el general de división Edward Cummings: no por casualidad, un modelo de mentalidad reaccionaria y admirador apenas velado del fascismo. Pero no. Al imponente general le está reservada una suerte que viene a ser el modo más eficaz de bajarle los humos, a él y a sus altisonantes ideas. No sufre un final dramático, una muerte violenta o un fracaso resonante; nada por el estilo de un “Crepúsculo de los dioses” a la altura de su arrogancia y su ambición. Sencillamente, la campaña finaliza en su ausencia, casi por casualidad, sin la intervención de una mente audaz ni por una acción que merezca el nombre de batalla. Cummings regresa de la retaguardia y se encuentra con que los japoneses, por demás desabastecidos y ya muy diezmados, han sido vencidos por un subalterno de cortas luces, el que ni siquiera comprende la magnitud de lo sucedido. Irónicamente, pues, el devenir se ha burlado de las grandiosas previsiones del general, arrebatándole la gloria soñada. El hombre providencial se ha vuelto superfluo.

Es precisamente la ironía lo que da el tono a la narración. El otro caso decidido de hombre fuerte es el sargento Croft, individuo brutal que en la guerra y en el mando se halla por completo a sus anchas. Más que una personalidad irresistible a la manera del general Cummings, especie de militar-ideólogo, Croft es una genuina fuerza de la naturaleza. Encabeza una patrulla de reconocimiento cuyo cometido, ideado por el general Cummings, habría de ser decisivo en el curso de la campaña. La empresa resulta en una sucesión de padecimientos que doblega las fuerzas y la voluntad de sus hombres, algunos de los cuales pierden incluso la vida. ¿Es la hora de las proezas admirables, entona Mailer el canto del coraje y la virilidad? No, ni siquiera entonces lo hace. A la eventual apoteosis opone Mailer la acidez de la ironía. El final de la misión es casi grotesco, un fiasco de proporciones que revela la inutilidad de tanto sacrificio y reduce al absurdo el voluntarismo despótico del sargento. Ni Croft ni Cummings, pues, han podido verse enaltecidos como los hombres del momento.

El tercer personaje en cuestión es el teniente Hearn, hombre de familia acaudalada, culto y afecto a las ideas progresistas, por cuya influencia ansía distanciarse de sus orígenes privilegiados. Es el asistente y protegido de Cummings, con quien sostiene una relación de amor-odio: se reconocen como afines, por atributos y temperamento, y Hearn admira la inteligencia y el magnetismo del general, pero le subleva el verse subyugado por él. Lo cierto es que, a despecho de sus ideales, Hearn es tan desdeñoso del prójimo como el general y le contraría la tentación de suscribir su credo fascistoide. Su comportamiento, en consecuencia, suele ser impropio de un subordinado. Harto de sus insolencias, Cummings acaba por alejarlo de sí comisionándole el mando del referido pelotón de reconocimiento, cosa que pone al teniente en la órbita del sargento Croft: en la órbita, precisamente, del individuo que parece la síntesis y la realización del paradigma reaccionario. La relación entre ambos será de todo menos armoniosa.

La que Mailer cuenta en esta novela es una historia sin héroes ni hazañas inspiradoras. Mucho más que una obra de ficción bélica, Los desnudos y los muertos es la metáfora de una época inficionada de ideologías malsanas, y en cuanto tal no es en absoluto atemperada –o contrapesada- por ilusiones humanitarias. Como se ve, una novela ácida como pocas.

– Norman Mailer, Los desnudos y los muertos. Editorial Anagrama, Colección Compactos; Barcelona, 2008. 697 pp.

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