SONÁMBULOS – Christopher Clark
Bien lo enfatiza Christopher Clark, historiador australiano: la de julio de 1914 es «la crisis política más compleja y opaca de los tiempos modernos».
Visto en retrospectiva, el panorama europeo inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, con su escalada armamentista, su tortuosa e inestable constelación de alianzas y los alardes belicistas de muchos de sus dirigentes, tanto civiles como militares, parece ofrecer el aspecto de un continente irremediablemente abocado a la catástrofe. Como si no bastase con esas ominosas señales, el difundido imaginario de unas muchedumbres que, inflamadas de patriotismo, celebran alborozadas la noticia de la movilización general, en París como en Viena y Berlín (y otras ciudades europeas), refuerza la impresión de que la de entonces era una atmósfera impregnada de beligerancia, bullente y de inminente explosión. No parece sino que el común de las gentes participase de una generalizada pulsión guerrera, y que el atentado de Sarajevo resultara tan buen pretexto como cualquier otro para liberar -¡al fin!- un exceso de energía acumulada. Sin embargo, semejante cuadro tiene mucho de parcial e ilusorio, acaso tanto como el de la Belle Époque (cuadro que a su vez es fruto de la nostalgia y la idealización: los años previos a la Gran Guerra embellecidos en el recuerdo por contraste con la guerra misma, atroz y deleznable). Así como la fe sincera en el Progreso y en la primacía de la Razón, aupada por las maravillas de la ciencia y la tecnología, no se había desvanecido súbitamente la víspera de agosto de 1914, tampoco era obligado vaticinar que los acontecimientos del confín sur-oriental del continente lo arrastrarían a éste a un conflicto global. Ni las Guerras Balcánicas, ni los contenciosos entre los imperios ruso, turco y austro-húngaro, ni tan siquiera los letales disparos de Gavrilo Princip, el asesino de Francisco Fernando y su esposa: nada de lo que ocurriese en aquella remota y convulsa región debía por fuerza desencadenar una guerra como la que acabó abriendo la Caja de Pandora del siglo XX, con su reguero de guerras totales, revoluciones, guerras civiles y genocidios.
Literato y esteta en vez de político, ¿pecaría de ingenuidad Stefan Zweig cuando manifestaba en sus memorias que «nada hacía suponer que aquel suceso [el doble crimen de Sarajevo] sería aprovechado [por el gobierno austro-húngaro] para proceder contra Serbia»? No obstante, fue un experimentado diplomático de carrera, el británico Arthur Nicolson, quien escribió en mayo de 1914 que desde sus inicios en el Foreign Office «no había visto unas aguas tan tranquilas». En efecto, aunque no existiesen a la sazón organismos supranacionales equivalentes a la ONU o la Unión Europea, había razones para creer en la solidez del sistema internacional europeo, capaz de absorber el impacto de conflictos localizados como los que afectaban a la zona balcánica, de hecho un área marginal en el continente, y de gestionar las rivalidades y las crisis latentes. Acaso cundiese una cierta proclividad al belicismo, estimulada por irresponsables que pregonaban las virtudes de una “buena guerra” como válvula de escape de palpables tensiones; no faltaban empero los contrapesos de tamaña sobreexcitación, con los correspondientes portavoces de la distensión y de la convivencia armónica entre países. La guerra tal como se dio, esto es, la Primera Guerra Mundial, no era una tragedia inevitable, no era una fatalidad. ¿Cómo es que ocurrió, entonces? ¿Cómo es que un atentado en la periferia de Europa precipitó una reacción en cadena a lo largo y ancho del continente, con los Estados declarándose la guerra unos a otros? Un siglo después de los acontecimientos, la gestación de la Primera Guerra Mundial sigue siendo un asunto controvertido. Sonámbulos, la personal contribución de Christopher Clark a la controversia, viene precedida de los mejores elogios en el ámbito angloparlante, y su recepción en el nuestro es igualmente positiva. Sucede que es un estudio notablemente exhaustivo sobre los antecedentes y orígenes del conflicto, un trabajo sobremanera erudito y multifacético que destaca además por su enfoque metodológico.
La primera de las virtudes del libro concierne justamente a su planteamiento heurístico –en el sentido lato de la expresión-: Sonámbulos se ocupa menos del por qué de la guerra que del cómo. En opinión de Clark, el enfoque basado en el por qué, que es el tradicional, tiende a distorsionar el problema de la génesis de la PGM. Al centrarse en causas remotas y genéricas como el nacionalismo, el imperialismo, el armamentismo, las altas finanzas, la formación de alianzas y otros, dicho enfoque acumula un sinfín de factores igualmente plausibles y produce la ilusión de que la tensión internacional crecía imparable y de modo constante, haciendo del conflicto la consecuencia necesaria de tal situación. Desde esta perspectiva, la contingencia, la decisión y la acción quedan aplastadas bajo el volumen de una montaña de factores como los referidos, resultando en una visión fatalista del problema que reduce a los actores políticos al papel de simples ejecutores de fuerzas abstractas y ajenas a todo control. Por otro lado, la cuestión del por qué ha derivado siempre en el problema de la culpa, el que, con sus imputaciones cruzadas sobre la responsabilidad en el arranque de la guerra, obstruye en lugar de propiciar los intentos de desentrañar sus orígenes. La dificultad del enfoque centrado en la culpa, según Clark, no es tanto que se corra el albur de atribuirla al bando equivocado. «Es más bien –afirma- que las explicaciones estructuradas en torno a la culpa vienen con suposiciones incorporadas»: tienden a presuponer que uno de los actores estaba en lo correcto y el otro se equivocaba, sin paliativos ni términos medios; priorizan las iniciativas y el temperamento político de uno de los bandos, escamoteando la naturaleza multilateral e interactiva de la crisis; atribuyen un grado excesivo de racionalidad y planificación a los actos de los dirigentes; predisponen, en fin, a la búsqueda de un culpable, alguien que deseaba la guerra y que finalmente la provocó -un proceder que ha llegado al extremo de formular teorías conspirativas carentes de respaldo empírico.
El enfoque del cómo, en cambio, permite estudiar la crisis que desembocó en la PGM atendiendo a su carácter multipolar e interactivo. El examen del cómo pone en el centro del escrutinio las secuencias de interacciones que culminaron en el nefasto verano de 1914; en vez de degenerar en la redacción de un pliego de cargos contra uno u otro actor –dirigente o Estado- de aquel álgido momento, procura identificar las decisiones que condujeron a la guerra y comprender los razonamientos o emociones subyacentes a ellas. La idea no es excluir el problema de la responsabilidad sino, en palabras del autor, «dejar que las respuestas del por qué surgieran, por así decirlo, de las respuestas del cómo en lugar de al revés». De modo consecuente con este planteamiento, el análisis de Clark hace hincapié en la dinámica de las experiencias y motivaciones de los actores cuyo comportamiento incidió en el estallido de la guerra, incluyendo los trayectos al crimen de Sarajevo.
Desengáñese el lector que pretenda encontrar en el libro que nos convoca una respuesta sencilla a los dilemas que plantea la gestación de la Gran Guerra; no es misión de la buena historiografía simplificar, poner en blanco y negro lo que consta de muchos matices. Sonámbulos ofrece una mirada poliédrica de lo que en sí mismo es un problema de múltiples aristas (mirada a la que apenas puede hacer justicia una reseña). Conviene apuntar que la mentada dinámica estuvo dominada por la incertidumbre y una buena dosis de indeterminación, elementos que contribuyen poderosamente a la opacidad de la crisis de 1914. Es de lo más errado concebir los gobiernos involucrados en ella como entidades compactas y movidas por propósitos unívocos y coherentes, tanto como creer que las alianzas que dividían a las potencias en bloques operaban mecánicamente, activando procesos unidireccionales de causa-efecto conforme ocurrían ciertos hechos desencadenantes. Por de pronto, el sistema geopolítico de bloques no causó la guerra; más bien, advierte el autor, «durante los años anteriores a la guerra hizo tanto por apaciguar como por intensificar el conflicto». Está fuera de duda, empero, que sí fue una de las condiciones insoslayables de la crisis en la medida que la polarización del esquema de alianzas proporcionó el marco del entramado de decisiones; y por descontado que se trataba de alianzas inestables, sujetas a constantes desplazamientos de intereses y acechadas por viejas rivalidades entre países. La precaria armazón de las alianzas no era el marco más propicio para la distensión.
Otra modalidad de alineamientos, la de facciones rivales al interior de los gobiernos, es también uno de los ingredientes esenciales del aspecto caótico de julio de 1914. Las estructuras gubernamentales distaban mucho de estar unificadas o de ceñirse a una exclusiva voluntad soberana, por consiguiente las iniciativas que orientaban la política exterior de los Estados eran de todo menos unívocas. Los ministerios y gabinetes eran hervideros de rencillas personales y de lealtades contrapuestas, supeditando la toma de decisiones a los vaivenes de una perniciosa cultura del faccionalismo. El que la mayoría de los Estados tuviese la forma de regímenes monárquicos no sustraía a la política exterior de la ambigüedad e inestabilidad imperante, antes al contrario. Aunque la figura del monarca o emperador debía en principio materializar una cadena de mando vertical, lo cierto es que las estructuras monárquicas amparaban los antagonismos y el fraccionamiento de las instancias ejecutivas. Los centros de poder se multiplicaban, generando unos sistemas policráticos de gobierno tan difusos que en ocasiones las iniciativas cruciales para la política exterior provenían no del centro de la estructura sino de la periferia. A menudo ocurría que el propio monarca, con su imprudencia e inconstancia, fomentaba en lugar de inhibir la incertidumbre (emblemática en este sentido es la conducta errática de Guillermo II de Alemania). Así pues, monarcas volubles e instancias decisorias dispersas fueron factores perturbadores de las relaciones internacionales.
Había mucho de irresponsabilidad e imprevisión en la conducción de los asuntos externos. La misma distensión, característica de los años que precedieron a 1914, acabó enturbiando la evaluación de los acontecimientos y de las medidas subsecuentes, exponiendo a las autoridades al peligro de infravalorar el alcance de sus actos. La gran paradoja de 1914 es que, obnubilados por la distensión, por ende subestimando los riesgos de sus intervenciones en el plano internacional, los dirigentes tomaron las decisiones que condujeron al conflicto precisamente cuando creían que la amenaza de una guerra continental ya había sido conjurada. La disuasión por medio de amenazas convenció a no pocos de ellos de la conveniencia de este recurso, estrechando el margen de maniobra de la diplomacia. El caso crucial en esta variable fue el de Austria-Hungría, cuyo exitoso ultimátum a Serbia a raíz de las veleidades expansionistas de ésta, en 1913, prefiguró la actuación de la monarquía dual en la encrucijada del año siguiente. Una política exterior imprevisora y carente de flexibilidad terminó reduciendo las opciones en el manejo de las crisis internacionales, haciendo de ellas una cuestión de paz o guerra, sin más. La estrechez de miras y los fallos de cálculo tuvieron su máxima expresión en la balcanización de las políticas de seguridad de las grandes potencias; sorprende, en efecto, que todas ellas estuviesen tan dispuestas a arriesgar la paz continental por los sucesos de los Balcanes. Al respecto, el lugar del imperio austro-húngaro en el mapa geopolítico es decisivo. Los gobiernos de la Triple Entente, en particular, simplemente despreciaron los intereses y los derechos de Austria-Hungría, imperio al que consideraban una antigualla encaminada al colapso; anticipándose a lo que creían el final inevitable del imperio Habsburgo, los dirigentes rusos, franceses y británicos se mostraron indiferentes ante la funesta suerte del príncipe heredero –y su consorte- y otras circunstancias fundamentales. Dicho de otro modo: que Austria-Hungría ejerciese la prerrogativa de hacerse valer frente a una Serbia desde cuyo interior se había orquestado el atentado de Sarajevo, esto no entraba en las cuentas de la Entente. Por su parte, los alemanes fallaron también al momento de sopesar el factor ruso. No supieron prever que los rusos intervendrían a favor de los serbios, cosa que, desde el punto de vista alemán, equivalía a que el zar acudiese en auxilio de unos regicidas; ni supieron calibrar el peso del contencioso austro-serbio en el pensamiento estratégico franco-ruso.
Con respecto a Alemania, la tesis de Clark es que este país no era más belicista que las potencias occidentales. Alemania aspiraba a mantener el contencioso austro-serbio dentro de sus márgenes balcánicos, a localizar la guerra en caso de producirse, en vez de aprovecharse de ella para extender el conflicto al continente. Pero en su apoyo a Austria-Hungría hubo una confianza imprudente en la viabilidad de la localización, con lo cual los dirigentes alemanes pusieron su grano de arena en la escalada de la crisis. De sus pares rusos, franceses y británicos no se puede decir algo mucho mejor ya que, convencidos de que sus políticas eran siempre defensivas, nunca evaluaron correctamente el impacto de las mismas en el espectro de opciones del que disponía Alemania. En general, el cuadro de julio de 1914 muestra a unos individuos que tendían a actuar como impulsados por fuerzas irresistibles, desentendiéndose de su propia responsabilidad en la toma de decisiones que comprometían la estabilidad y el bienestar de millones de personas; ciertamente, lo frecuente era que los dirigentes endilgasen el deber de decidir entre la paz y la guerra a sus adversarios. En las élites ilustradas prevalecía una suerte de mentalidad fatalista que propendía a aceptar la guerra como el destino ineluctable de la época. Estas y otras consideraciones inspiran la sugerente imagen que da título al libro: los protagonistas de 1914, sostiene el autor, eran como sonámbulos, «vigilantes pero ciegos, angustiados por los sueños, pero inconscientes ante la realidad del horror que estaban a punto de traer al mundo».
Libro profuso en materiales, magnífico en su combinación de narración y análisis, Sonámbulos ya debe contarse entre las obras fundamentales sobre la crisis que inauguró el siglo XX corto, una era de extremos.
– Christopher Clark, Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914. Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2014. 798 pp.
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