Y SIGUIÓ LA FIESTA – Alan Riding
«Hagamos, pues, para beneficio del progreso y de las ideas, la paz literaria. La paz literaria será el inicio de la paz moral. (…) La Francia militar ha flaqueado, mientras que la Francia literaria sigue en pie. Esa magnífica faceta de nuestra gloria que Europa nos envidia, respetémosla».
Tales palabras las escribió un célebre escritor francés, abanderado del rol público de los intelectuales, después de sufrir su patria una severa derrota militar. Pero no es André Gide, ni Georges Bernanos, ni François Mauriac, ni un emergente Jean-Paul Sartre, el autor de la exhortación, como no es su contexto el de la debacle de 1940. El texto lo firmó Víctor Hugo y data de octubre de 1871. Tras el doble trauma de la guerra franco-prusiana y la Comuna de París, el autor de Los miserables hacía un llamamiento a sus pares literatos –por medio de la prensa- a velar por el legado de la Revolución y a restaurar la unidad nacional y el lugar de Francia como faro de la humanidad (“motor del progreso”, “organismo de la civilización”, “pilar del conjunto humano”: las hipérboles del vate). Aquellas y otras frases del escrito y, sobre todo, el espíritu que lo anima, parecen totalmente actuales en 1940. ¿Es que no ha cambiado nada en las seis décadas que mediaron entre ambas crisis? Por cierto que sí, y mucho; pero algunas cosas perduran. Permanece no ya el punto de vanidad francesa, tan evidente, sino la idea de la suprema responsabilidad moral del estamento literario, junto con el supuesto de que a los hombres de letras les compete un papel activo en los asuntos públicos; Francia, después de todo, sigue siendo la patria por antonomasia de la intelectualidad comprometida. Pero la unidad de los escritores a que apelaba Victor Hugo en 1871 es, más que nunca en 1940, una quimera, y lo es desde que el caso Dreyfus abriera una brecha insalvable en la comunidad de intelectuales franceses, cuya fractura no ha hecho sino enconarse a lo largo de los años 30. A finales de la década, en la víspera misma del asalto hitleriano, la República es incapaz de suscitar el consenso de sus hijos, cosa que abultará la cuenta de factores decisivos en la infamante caída de 1940.
Los años siguientes a la capitulación supondrán para los franceses una prueba rigurosísima, acaso la más exigente del siglo, y es dudoso que un Victor Hugo hubiera aprobado el proceder de muchos de sus compatriotas en semejante coyuntura, no solo literatos sino también artistas, hombres de ciencia, políticos y ciudadanos promedio. En lo que toca a la mayoría de los profesionales de las artes y la cultura –escritores, pintores, cineastas, actores, cantantes, coreógrafos, bailarines y tantos otros-, la consigna parece haber sido la del gremio artístico por excelencia: “Que el espectáculo continúe”. Por lo general, los más notorios de entre ellos se comportaron del mismo modo que el grueso de la población, escabulléndose al campo de visión de los invasores y enfrascándose tanto como podían en sus quehaceres cotidianos. No abundaron en los primeros tiempos los artistas y escritores que se movilizaran decididamente en pos de una causa política. Muchos de ellos se alinearon tempranamente con Pétain, a quien –por lo demás- la mayoría de los franceses saludó como el salvador de la nación. Unos cuantos recibieron con beneplácito a los alemanes, mientras que otros se avinieron al nuevo estado de cosas con resignación. Muchos de los animadores culturales de París se refugiaron en la zona no ocupada, especialmente en la costa mediterránea; a los pocos meses, buena parte de ellos regresó a la capital. Algunos huyeron del país, exiliándose preferentemente en Inglaterra, los Estados Unidos o el norte de África. Quienes se vieron impedidos de optar por la impasibilidad, naturalmente, fueron los de origen judío; no solo intelectuales y artistas, también los empresarios y trabajadores del mundo del espectáculo, tanto franceses como extranjeros residentes o refugiados: todos ellos, los de linaje hebreo, fueron hostigados, segregados y expoliados, cuando no asesinados, por nazis y agentes de Vichy. Ahora bien, juzgando en retrospectiva, ¿podían los intelectuales y artistas franceses hacer mucho más que lo que hicieron en los años de la ocupación alemana y del régimen de Vichy? ¿Hasta qué punto estaban, en razón de su visibilidad pública, obligados a ejercer una cabal autoridad moral, plantando cara al invasor y a su títere? Antes que esto, aun: ¿cuál fue en verdad el papel de artistas e intelectuales en el momento más crítico de la nación, sobre todo en la capital? ¿Honraron los escritores, en particular, su fama de reserva moral y orgullo de la nación francesa?
El periodista y escritor británico Alan Riding procura responder a cuestiones como éstas en su libro Y siguió la fiesta (‘And the Show Went On’, 2010). En él, Riding aborda el mundo de la cultura y el espectáculo en la Francia de la ocupación alemana, con París como escenario privilegiado. Por las páginas del libro desfila una pléyade de hombres de letras y artistas de los más variados géneros, amén de individuos relacionados con el mundo del espectáculo. Tenemos a escritores como Gide, Malraux, Sartre, Camus, Drieu La Rochelle, Brasillach, Céline, Irène Némirovsky, Mauriac y un larguísimo etcétera; pintores de la talla de Picasso, Derain, Vlaminck, Max Ernst y otros; personalidades del cine galo como Robert Bresson, Jean Renoir, Marcel Carné, Arletty, Jean Marais; compositores como Honegger, Poulenc y Messiaen; celebridades del espectáculo como Edith Piaf, Maurice Chevalier, la soprano Germaine Lubin, el bailarín y coréografo Serge Lifar, el dramaturgo, cineasta y actor Sacha Guitry, y muchos más. Una plétora de nombres cuyo solo recuento da una imagen del estatus de París como capital cultural de la época. Se trataba, en efecto, de una legión excepcional de gentes de talento y genio creador, por lo mismo expuestas al escrutinio de una nación que esperaba de ellas un desempeño modélico, sobre todo en el ámbito público: una expectativa que en la mayoría de los casos demostró ser excesiva, en vista del contexto.
También se dan cita en el libro algunas personalidades quizá no tan famosas pero que sí merecen un reconocimiento como resistentes o, al menos, como custodios del patrimonio cultural francés –y de la humanidad, en definitiva-. Es el caso, por ejemplo, de los profesionales aglutinados en la denominada Red del Museo del Hombre (Réseau du Musée de l’Homme), un pequeño círculo de resistentes espontáneos integrado entre otros por el lingüista y etnólogo Boris Vildé (líder del grupo), el historiador del arte Jean Cassou, la etnóloga Germaine Tillion, la egiptóloga Christiane Desroches y el sociólogo René Creston. Se reunían en el Museo del Hombre de París, apenas unos meses después de la capitulación, excluyéndose por propia iniciativa del ambiente de conformismo y pasividad a la sazón imperante; publicaban panfletos clandestinos y contactaron con otros grupos de resistentes. A mediados de 1941 el círculo fue desarticulado por los alemanes y varios de sus miembros fueron ejecutados o deportados. También destaca por derecho propio Rose Valland, conservadora de arte moderno en un museo con sede en el Jeu de Paume y, en palabras de Riding, «una de las pocas heroínas de la ocupación en el ámbito artístico». Su diligencia obstaculizó en gran medida el robo de obras de arte por los alemanes desde el Jeu de Paume. Valland fue condecorada en la posguerra por los gobiernos estadounidense, germano-occidental y francés, e inspiró sendos personajes en las películas El Tren (1964, John Frankenheimer) y The Monuments Men (2014, George Clooney). Por otro lado, los hay que sobresalen como genuinos mártires de la resistencia, entre ellos el historiador Marc Bloch, ejecutado en 1944; el escritor Robert Desnos, muerto en el campo de concentración de Terezin, en 1945; el filósofo y matemático Jean Cavaillès, fusilado en 1944; el escritor Jean Prévost, caído en 1944 en un enfrentamiento armado con soldados alemanes; el crítico literario Benjamín Crémieux, fallecido en el campo de concentración de Buchenwald, en 1944; Raymond Deiss, editor de los más renombrados compositores franceses del momento, guillotinado en 1943.
Riding destaca que la vida cultural parisina no se resintió gravemente de la presencia alemana, sobre todo las artes plásticas y las escénicas; en 1941, éstas florecían, y los vacíos dejados por las estrellas que se habían ido fueron prestamente colmados por talentos emergentes. En la pintura de aquellos años prácticamente no hay rastros de las tribulaciones de Europa. Aunque las vanguardias pictóricas fueron denigradas como “arte degenerado”, como ya había sucedido en Alemania, las restricciones para sus cultores no fueron excesivas; las ventas de sus cuadros no sufrieron una merma sustancial. El teatro, el cine y la música debieron atenerse a las disposiciones relativas a la exclusión de los judíos, fuera de esto se desenvolvieron con suma intensidad; ocurrió incluso que una cierta distorsión de la memoria llegó a considerar los años de la ocupación como una era dorada para el cine francés -no parece que abunden las obras maestras realizadas en aquel tiempo-. En cuanto a los escritores, la abrumadora mayoría dio más importancia a publicar bajo los términos impuestos por los alemanes, censura incluida, que a hacerlo de modo clandestino. El fenómeno del colaboracionismo cultural tuvo en el ámbito literario los casos más notorios e infames. Robert Brasillach, Pierre Drieu La Rochelle, Louis-Ferdinand Céline, Marcel Jouhandeau, Lucien Rebatet, Ramon Fernandez, Jacques Chardonne: estos son algunos de los escritores que aplaudieron el auge del Tercer Reich y que enardecieron con sus dotes literarias la corriente antisemita y sus horrorosos crímenes. Ni siquiera la nutrida delegación de artistas plásticos que viajó a Alemania en 1941, incluyendo celebridades como Vlaminck, Van Dongen y Derain, tuvo tanto por qué responder cuando cambiaron las tornas.
Aunque la posguerra forjó la impresión de que los artistas e intelectuales no tuvieron en aquellos tiempos más opción que colaborar o resistir, la verdad es que la mayoría de ellos se las apañaron para actuar en zonas intermedias. La reacción predominante fue la que se dio en llamar attentisme, algo así como retirarse a la esfera privada a la espera de que una potencia extranjera acudiera en auxilio de Francia; incluso los resistentes de la primera hora se hacían pocas ilusiones sobre la capacidad del país de sacudirse a los invasores de manera autónoma. Salvo los gestos de inequívoca identificación con la causa alemana, es difícil delimitar las fronteras de la colaboración. Casi ninguno de los intelectuales y artistas se abstuvo de trabajar en sus respectivas disciplinas bajo el régimen de ocupación, también ellos debían procurarse sustento. Dadas las circunstancias, ¿dónde estaba el límite de lo aceptable?, ¿qué debía tenerse por un acto incuestionable de colaboracionismo? ¿Bastaba que un artista socializara con los alemanes para catalogarlo como colaboracionista? El comité de depuración establecido después de la liberación enfrentó situaciones complejas, como cuando juzgó a editores y escritores que se habían desempeñado en los medios permitidos por los alemanes –o por Vichy-. Sartre, Mauriac, Gide, Valéry y muchos otros que ostentaban credenciales bastante limpias habían publicado en la Nouvelle Revue Française (Nueva Revista Francesa), dirigida por el colaboracionista y furibundo antisemita Drieu La Rochelle; ¿hasta qué punto estaban autorizados a juzgar a sus pares, especialmente Sartre, que integró el comité y al que sólo hilando muy fino se puede considerar un resistente? Como muchos franceses corrientes, numerosos escritores y artistas se acogieron gustosos al mito de la Resistencia como una forma de tender un manto de olvido sobre sus propias ambivalencias. Sartre es tal vez el ejemplo más clamoroso de esta actitud.
Es cierto que, por sí sola, la Resistencia cultural no iba a hacer mella en la ocupación. Su influjo se circunscribía a lo simbólico, a lo moral. Aquellos que se sustrajeron al fatalismo y la impotencia –un Camus, un Mauriac, una Germaine Tillion, ni hablar los que pasaron a la acción al extremo de sacrificar sus vidas-, tuvieron ante todo el mérito de salvar un resto de dignidad para el estamento de los profesionales de las artes y la cultura. En las antípodas se hallan los pronazis y propagandistas del antisemitismo, sin olvidar los casos de egoísmo y ceguera como el de Jean Cocteau, individuo de una mezquindad chocante. En agosto de 1943 Cocteau dejó constancia en su diario de lo que fue su actitud durante los años más calamitosos del siglo: «Uno no debe permitir bajo ningún concepto que las frivolidades de la guerra lo distraigan de los asuntos serios». ¡Frivolidades de la guerra!… Cocteau, de hecho, se entendió a las mil maravillas con los ocupantes y rara vez descendió de su torre de marfil. Considerando su autoproclamado papel de fustigadores de la conciencia política y moral de sus conciudadanos, son los escritores en particular, salvo contadas excepciones, los que arrojan un saldo desfavorable, tanto en los días de la ocupación como en los de la depuración. Resulta decidor el que, tras la liberación, no pocos de ellos se apresuraran a exagerar su condición de resistentes tempranos (Sartre, nuevamente), ensañándose luego en su papel de inquisidores de los colaboracionistas. Demasiada vanidad y poca vergüenza, estos fueron los signos del proceder de muchos hombres de letras franceses de la época.
– Alan Riding, Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2011. 489 pp.
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