EL MIEDO – Gabriel Chevallier
En dramático contraste con su coetáneo Ernst Jünger, que en los años 20 y 30 hizo carrera de la glorificación de la guerra, el francés Gabriel Chevallier se aseguró un lugar en la literatura gracias a una novela, El miedo (1930), que de principio a fin es un decidido alegato antibelicista. Nacidos ambos en 1895 y veteranos de la Gran Guerra, apenas cabe imaginar casos más antinómicos en la cuestión de la responsabilidad del escritor durante el período de entreguerras. Mientras Jünger fantaseaba sobre la guerra como experiencia espiritual y como crisol de una nueva sociedad, contribuyendo al emponzoñamiento de la atmósfera moral de su país, su colega del otro lado del Rin superaba quizás en acrimonia antibélica a insignes del ramo como Henri Barbusse (El fuego) y Erich Maria Remarque (Sin novedad en el frente). Ciertamente, en Remarque (nacido en 1898) tenía Chevallier un par espiritual, además de ser un contrapeso germano de Jünger -acaso su mayor contrapeso generacional-. Chevallier y Remarque enfrentaron escenarios similares a raíz de sus respectivas novelas. La publicación de Sin novedad en el frente (1929) suscitó en Alemania reacciones encontradas e invariablemente fervorosas, tanto positivas como negativas; los periódicos y revistas de derecha fueron unánimes en su condena de una obra que consideraron calumniosa y antipatriótica: la novela de Remarque, sostenían, ofendía la memoria de los combatientes alemanes en la Gran Guerra y traicionaba las reivindicaciones alemanas con respecto al Tratado de Versalles. (Por supuesto, tales publicaciones eran las mismas que se deshacían en alabanzas de Jünger.) La novela de Chevallier tuvo en Francia una acogida análoga, acarreándole al autor desde el bando de los detractores una andanada de injurias en que no faltaba el mote de “traidor”. Pero también los hubo que valoraron la fidelidad testimonial de El miedo, destacando su verídica representación del estado emocional de los hombres en el frente; para Chevallier, que escribió la novela inspirándose en su propia experiencia como soldado, no podía haber un elogio mayor.
Lo dice el propio Chevallier en el prefacio de 1951: «La gran novedad de este libro, cuyo título era un desafío, es que en él se decía: tengo miedo». Era lo usual en los libros sobre la guerra que las referencias al miedo concerniesen a los otros, en tanto que el narrador permanecía impertérrito. Por consiguiente, para el autor fue una cuestión de honestidad y de decencia el abordar el miedo en primera persona, y es justamente el sentimiento de absurdo y de horror lo que transmite su alter ego Jean Dartemont, protagonista y narrador de la novela. Nada de frialdad o distancia de cronista, ningún prurito de científica objetividad ante los acontecimientos históricos; tampoco el ardor patriótico o el odio de los alemanes: lo que moviliza el relato es el repudio de la guerra pero también de la docilidad con que los hombres se dejan empujar hacia ella. Su borreguismo, sentencia el narrador, hace posibles las guerras y los ejércitos. Antes que cualquier otra cosa, es la independencia de criterio lo que valora el protagonista, la capacidad de obrar según el propio albedrío; nada más natural entonces que aborrezca una institución como el ejército, cuya esencia -sostiene- es la sumisión. Por otro lado, las muchedumbres enfervorizadas, esclavas de las pasiones y las consignas, no son de fiar. Retratando el clima irresponsablemente festivo que acogió la noticia de la guerra, en París, la narración incorpora una escena significativa: una multitud embriagada de patriotismo propina una paliza a un individuo de aspecto disminuido que ha rehusado honrar La Marsellesa. «A mí me parece que insultan ustedes a la razón y yo no digo nada. ¡Soy un hombre libre, y me niego a saludar la guerra!», llegó a afirmar el hombrecillo antes de que los energúmenos se le echaran encima. Valiente caterva de ciudadanos…
Acaso aun más repulsiva resulte la obsecuencia y la estolidez de quienes, en razón de sus investiduras oficiales, pasan por autoridades espirituales de la nación. Una suerte de “traición de los clérigos” (Benda) es masivamente perpetrada por sedicentes luminarias que, ya convertido el conflicto en el matadero de las trincheras y la tierra de nadie, enaltecen las virtudes edificantes de la guerra. Apiñados Dartemont y sus compañeros de escuadra en uno de los vapuleados agujeros del frente, pueden echar un vistazo a la imagen de la guerra transmitida por la prensa nacional: «(…) Leo rápidamente las columnas firmadas por nombres ilustres, académicos, generales retirados, incluso eclesiásticos, y destaco estas raras, preciosas flores de prosa: “El valor educativo de la guerra no ha sido puesto nunca en duda por nadie que sea capaz de un poco de observación…”. “Ya era hora de que llegara la guerra para resucitar, en Francia, el sentido del ideal y de lo divino”. “El brillante papel que desempeña la poesía es una más de las sorpresas de esta guerra y una de sus maravillas”». Sobran los comentarios.
Para aquellos de entre los soldados que se habían dejado seducir por quimeras de heroísmo y sublime virilidad, el desengaño, cuando no la muerte o la mutilación, es la recompensa de sus expectativas. El martilleo de los bombardeos y el tormento de las ametralladoras, las inútiles muertes en los fosos y las alambradas, los millares de vidas sacrificadas por la conquista de unos metros de trincheras enemigas: ¿qué puede haber de honroso en semejante carnicería, qué de magnífico en las “tempestades de acero”? ¿Qué puede haber de edificante en una experiencia que expone a los hombres a situaciones como ésta (más bien excepcional en una narración por lo general sobria aunque sombría)?: «Algo se separa de mí y cae a mis pies: un fragmento de carne roja y fofa. ¿Es carne mía? Mi mano sube con horror, duda, comienza por el cuello, el maxilar… Aprieto los dientes, siento moverse los músculos… Nada. Entonces comprendo: el obús ha despedazado a un hombre y me ha pegado en la mejilla esa cataplasma humana. Me estremezco de asco. Escupo en mi mano y me seco en la guerrera. Escupo en mi pañuelo y froto mi rostro viscoso».
¿Sublime experiencia espiritual, una que transforma a los hombres en alimañas enlodadas y encogidas de pavor y que a la larga los habitúa a las peores atrocidades? Mes a mes, año tras año se consuma en la guerra de trincheras el envilecimiento de la especie. Por momentos, al calor del ardor combativo, parece que los hombres se transfigurasen en fieras temibles. La escuadra de Dartemont asalta una posición alemana y elimina a sus defensores. «El éxito –razona el narrador- nos ha infundido seguridad, una gran fuerza. Sentimos una extraordinaria elasticidad, nacida de nuestro deseo de vivir, y la voluntad feroz de defendernos. La verdad es que, allí, en pleno día, con la sangre bien caliente, no les tememos a otros hombres». Pero de esta experiencia no asoma nada parecido a una idealización de la “camaradería del frente” ni mucho menos un canto a la regeneración moral de la nación por la guerra. Semejantes memeces le están vedadas a la mente lúcida de Chevallier.
El fin del conflicto conlleva la recapitulación de lo ocurrido, de los cuatro años en que millones de hombres fueron embutidos en los campos de batalla de la guerra moderna, donde se los aniquilaba «a razón de una tonelada de acero por libra de carne joven». La conclusión, naturalmente, es desoladora: «Durante años se nos ha mantenido delante de unos cuerpos desgarrados y putrefactos, ayer fraternales, de los que no podíamos dejar de pensar que estaban hechos a imagen de lo que nosotros seríamos mañana. Durante años, jóvenes, sanos, llenos de unas esperanzas demasiado pertinaces que nos atormentaban, se nos mantuvo en una especie de agonía, como el velatorio fúnebre, de nuestra juventud. Pues, para nosotros, que seguimos hoy con vida, sobrevivientes, el momento que precede al dolor y a la muerte, más terrible que el dolor y que la muerte, ya ha durado años…»
Modelo de escritura precisa y eficaz, además de sobrecogedora en su naturalidad y su honestidad, El miedo es una obra que sobrelleva con enorme vitalidad las décadas trascurridas desde su publicación original. Ahora que estamos en tiempos de centenario, vale la pena leerla.
– Gabriel Chevallier, El miedo. Acantilado, Barcelona, 2009. 368 pp.
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