EL FASCISMO Y LA MARCHA SOBRE ROMA – Emilio Gentile
Una revolución sui generis, “a la italiana”, notoriamente distinta de las revoluciones francesa y rusa y heredera en cierto modo de las proezas decimonónicas de Garibaldi y sus camisas rojas… La tentación de concebir de esta manera la denominada “marcha sobre Roma” fue grande entre los contemporáneos, cuando se verificaron los hechos de los días 27, 28 y 29 de octubre de 1922. Con un imaginario mundial de la revolución dominado por años icónicos como 1789 y 1917, las jornadas que llevaron al fascismo italiano al poder parecían en comparación menos convulsas y menos preñadas de una voluntad de romper de raíz con la institucionalidad vigente, escoradas como estaban del lado derechista. Ciertamente, terciaba en esta percepción una dosis de apresuramiento y de distorsión de la memoria, ya que aun en las revoluciones francesa y rusa hubo una progresión del radicalismo: el ascenso de jacobinos y de bolcheviques no se produjo de la noche a la mañana, no fue el primer acto de las respectivas revoluciones. Pero también es cierto que la consagración del fascismo como fuerza gobernante trascurrió en buena medida por las vías de la negociación, cuando no de la legalidad. No todo fue pronunciamiento masivo por parte de las mesnadas paramilitares del fascismo, no fue la sola marcha y demás formas de movilización orquestadas a lo largo de Italia lo que puso a Mussolini a la cabeza del gobierno. También hubo tratativas y concesiones mutuas entre fascismo e institucionalidad, en aquellas fatídicas jornadas; es un signo de lo ocurrido el hecho de que el nuevo gabinete recibiera el espaldarazo del Parlamento y que incluyera representantes de la mayoría de los partidos, con exclusión de los extremistas de izquierda, es decir, socialistas maximalistas y comunistas. Fuera de esto, ni uno solo de los actos de aquellos días alcanzaría el rango de violencia ni el estatus simbólico del asalto a la Bastilla o el asalto al Palacio de Invierno –episodio por demás mixtificado por la propaganda bolchevique-. El propio Mussolini había atemperado oportunamente su discurso ideológico, poniendo mucho cuidado en congraciarse con los baluartes del tradicionalismo: Corona, Ejército e Iglesia. Según una difundida opinión, la marcha sobre Roma no fue sino una puesta en escena o, peor aun, una farsa coreografiada y un farol, un mito diligentemente construido. (Ver, por ejemplo, D. Sassoon: Mussolini y el ascenso del fascismo; Crítica, 2008.) Sin embargo…
¿Cabe tener por mito el acontecimiento que inauguró el auge del fascismo y que, por consiguiente, abrió la puerta a lo que fue la “primera expresión de totalitarismo en Europa occidental”? La frase es del historiador Emilio Gentile, y es indicativa de una trayectoria intelectual que se toma muy en serio el fascismo mussoliniano. Así como en La vía italiana al totalitarismo (1995), Gentile hacía denodados –y convincentes- esfuerzos por caracterizar el fascismo italiano como una manifestación del fenómeno totalitario, en El fascismo y la marcha sobre Roma (2012) pone el foco en los hechos que supusieron nada menos que la génesis del régimen de Mussolini: difícilmente una farsa, según nuestro autor. A Gentile, que no deja de ser un notable historiador, le choca la nota de sarcasmo que subyace a la idea de la marcha sobre Roma como un mito, pues conlleva el riesgo de distorsionar y banalizar unos acontecimientos cuyas consecuencias son de todo menos triviales. Empeñándose en imbuirnos de la seriedad que merece el asunto, Gentile somete a escrutinio el nacimiento del régimen fascista, atendiendo a los inicios de la carrera política de Mussolini, la fundación y primeros pasos del fascismo y el contexto en que pudieron ambos, personaje y colectividad, medrar. Como se desprende del título, los entresijos y el desarrollo de la marcha sobre Roma son cruciales en el examen desplegado por el autor.
Ahora bien, uno puede preguntarse si en la motivación y en el enfoque de Gentile no habrá algún malentendido. Hay una vertiente de la cuestión que el historiador parece no tener en cuenta, y que no llega a desmentir en su libro. Es un hecho que los fascistas hicieron ingentes esfuerzos por exagerar las proporciones y tergiversar los entretelones de la marcha, llegando entre otras cosas a propalar el infundio de que en aquellas jornadas murieron tres mil fascistas. La parafernalia del ceremonial fascista, una vez consolidado el régimen, adornaba con fastos de gloria la memoria de una movilización que en sí tuvo poco y nada de glorioso, y mucho en cambio de zafio –partiendo por la organización de la marcha, bastante improvisada. Para el propio Mussolini, la marcha sobre Roma revestía un carácter simbólico que superaba las consecuencias prácticas que pudiera tener. Con o sin ella, lo más probable era que el líder del fascismo accediese al gabinete ministerial; la importancia de la marcha residía en su condición de manifestación de fuerza, de instrumento de presión en virtud del cual Mussolini podría imponer los términos de las negociaciones con el rey y con el gobierno en funciones. Más tarde, la marcha, travestida en gesta heroica provista de su correspondiente martirologio, sería tremendamente funcional a las necesidades propagandísticas del régimen, fungiendo como hito fundacional del mismo y como ingrediente central del culto fascista. (No hay que olvidar que el fascismo italiano practicó una intensa sacralización de la política; ver E. Gentile, El culto del littorio.) Por otra parte, Gentile tiene a bien contraponer el caso italiano con el ruso, enfatizando el carácter falaz de la versión oficial del asalto al Palacio de Invierno -hito fundamental de la “mitología bolchevique” (sic) que en realidad tuvo tan poco de épico como la marcha sobre Roma. Si el episodio ruso es un mito, hay razones de peso para considerar la faceta mítica de la famosa marcha.
A favor de la postura de Gentile está la observación de una arista que acaso no sea siempre debidamente sopesada: que a la marcha sobre Roma subyacía la intención de conquistar el poder y monopolizarlo tan pronto como fuera posible. El fascismo, bien lo sabemos, no era un partido como cualquier otro, era un movimiento devenido partido –por razones de conveniencia táctica-, y encima un partido-milicia. La ilegalidad era su elemento, embebidas como estaban su ideología y su actuación de un hondo desprecio de la institucionalidad republicana. Prácticamente desde sus inicios, el fascismo aspiraba no ya a controlar el Estado sino a absorberlo por completo, fusionando partido y Estado; un objetivo que presuponía -con toda tranquilidad de conciencia- una identidad perfecta entre el partido fascista y la nación italiana. El mismo hecho de movilizar una milicia armada y dispuesta a chocar con los organismos estatales era una expresión de la voluntad de dar al traste con la democracia liberal e implementar una dictadura. Para Mussolini y sus secuaces, la conquista del poder y la hegemonía fascista eran hechos consumados e irreversibles, estableciendo desde el principio de su gobierno la incompatibilidad entre fascismo y régimen liberal. Ahora bien, nótese lo que apunta Álvaro Lozano en su libro sobre Mussolini y el fascismo italiano, a propósito del primer gabinete Mussolini: “Italia contaba ya con un primer ministro fascista, pero no, en puridad, con un Gobierno fascista ni mucho menos con un régimen fascista”. Gentile estaría en desacuerdo con esta idea. No sin cierta vehemencia argumentativa, el historiador italiano proyecta el ethos totalitario del fascismo –su aspiración al totalitarismo- a los hechos concretos, asegurando que el régimen fascista comenzó con la misma marcha sobre Roma. A primera vista, esto puede resultar excesivo, ya que parece confundir el plano de la índole de un partido, el de sus principios y objetivos –el del discurso-, con el de la consecución de los mismos –la materialización del discurso-. ¿Niega Gentile que la instauración de la dictadura fascista se produjo no de modo abrupto sino por etapas? No, no lo hace. Sucede más bien que el hombre se hace eco de una acepción menos formal o legalista que programática del concepto de régimen, enfatizando el cariz transgresor y rupturista del partido que asumía el poder. Gentile aduce que el fascismo hizo uso de una acepción hasta entonces desacostumbrada del concepto de régimen, término que en el contexto italiano no solía aplicarse –por ejemplo- a la democracia parlamentaria. Cuando Mussolini y los suyos hablaban de “régimen fascista”, lo que hacían era aludir al afán totalizante y radical del partido y anunciar el carácter irrevocable del nuevo estado de cosas. Se trata por cierto de una vieja discusión, similar a las que conciernen a la índole del régimen nazi. Comparaciones aparte, acaso pueda verse en la argumentación de Gentile un síntoma de cierto fallo metodológico denunciado por Enzo Traverso: la propensión de su colega y compatriota a exagerar la relevancia heurística de la autorrepresentación del fascismo y de la literalidad del discurso fascista (ver Traverso, La historia como campo de batalla).
Con todo, estamos en presencia de una obra valiosísima, esto por varias razones. Una de ellas es la idea del “momento huidizo de la historia”, motivo que orienta la indagación y que el autor toma prestado de Trotski. Gentile, en efecto, quiere mostrar de qué manera y en qué circunstancias pudo el fascismo hacerse con el poder en una democracia liberal como la italiana, y en tal sentido uno de los factores decisivos es la confluencia del hombre de acción y el momento propicio para llevar a cabo sus planes: un instante huidizo cuyo aprovechamiento –o desperdicio- decide el curso de la historia. Asumida como premisa, la idea del instante huidizo hace hincapié en la naturaleza dramática de los acontecimientos, en cuyo desarrollo interviene un complejo entramado de oportunidades, opciones y decisiones. También es uno de los fuertes del libro el examen de la doble vía que transitó el fascismo en su ascenso al poder: legalismo e insurrección, que en términos de táctica política se traducía en posibilismo o intransigencia radical. (Naturalmente, ninguno de estos temas deja de evocar en el lector la experiencia alemana, el ascenso del nazismo, que no deja de tener varios puntos en común con su par italiano.) No menos logrado es el estudio del papel desempeñado en esos días por Mussolini y otros líderes fascistas, Michele Bianchi sobre todo, sobre cuyos hombros pesa una importantísima cuota de responsabilidad en lo sucedido; en general, el escrutinio de Gentile muestra que la gestación y el ascenso del fascismo no son en absoluto privativos de Mussolini. Por de pronto, Bianchi, que en 1922 era Secretario General del partido, encabezaba codo a codo con Balbo y Farinacci la facción favorable a la vía revolucionaria y fue el verdadero gestor de la marcha sobre Roma.
El fascismo y la marcha sobre Roma recoge una serie de testimonios vertidos en aquella época por observadores italianos o extranjeros, tan lúcidos como bien informados. Se trata de un material de primera mano que reproduce la atmósfera del momento y que favorece la reconstrucción de un proceso asaz dramático, crucial en el devenir de la historia moderna.
– Emilio Gentile, El fascismo y la marcha sobre Roma. El nacimiento de un régimen. Edhasa, Buenos Aires, 2014. 324 pp.