CASTELLIO CONTRA CALVINO – Stefan Zweig
«Contra cada Calvino siempre volverá a surgir un Castellio que defienda la soberana independencia del pensamiento frente a todas las fuerzas de la fuerza».
El panorama de Europa en plenos años 30 del siglo pasado debía por fuerza desesperar a todo espíritu amante de la libertad. Socavados desde todos los flancos los cimientos de la estabilidad social, muchos de los pueblos europeos corrían a refugiarse en la falsa seguridad de las doctrinas colectivistas y las ideologías utópicas, dejándose embriagar por los vociferantes profetas del orden y el sentido de comunidad restaurados. La promesa de un futuro exento de divisiones sociales deslumbraba a multitud de marginados e insatisfechos, dispuestos a rebelarse contra lo que asomaba como la quiebra espiritual y material de la modernidad. La época era propicia a los pretendidos taumaturgos de la sociedad ideal, siempre unos terroristas en potencia –pues a los regímenes utópicos les es consubstancial el terrorismo-, y las muchedumbres, cotidianamente vapuleadas en su aspiración de bienestar y justicia, ya muy poco aprecio tenían no sólo de las instituciones democráticas sino de las libertades individuales, que en vez de un bien parecían ser una carga, o peor, el origen del desarraigo y el caos del mundo moderno. Europa claudicaba de la libertad, la sacrificaba en aras de la seguridad, y se arrojaba cual amilanado rebaño en brazos del liderazgo providencial, encarnado éste en el Duce, el Führer, el Conducător…, o en su variante opuesta, el Vozhd. En verdad, pocas épocas han materializado como aquélla la sempiterna tensión entre individualidad y colectivismo, entre comprensión e intransigencia, entre humanismo y fanatismo, entre autonomía y servidumbre. La crisis del liberalismo y el auge de los totalitarismos suponían un asalto frontal a la civilización occidental, mientras que, en el plano de la inmediatez, la violenta pasión de la homogeneidad planteaba el mayor de los retos al modelo de convivencia basado en la tolerancia y la reciprocidad, la aceptación de la diversidad y el compromiso. Fue precisamente el horror de este progresivo desmoronamiento cultural, además de su condición de execrado y desterrado –víctima de la suprema intolerancia de la época-, lo que inspiró en Stefan Zweig su Castellio contra Calvino (1936): un eminente alegato en favor de la independencia de pensamiento y la tolerancia, en contra por tanto del dogmatismo, el fanatismo y la estigmatización del disenso.
Aunque relativo a una querella acaecida cuatro siglos antes –considerado el momento de su escritura-, el libro que nos convoca no sólo admite sino que incita con toda intención a una lectura en clave: Zweig, un artista por sobre todas las cosas, concibió su apoteosis de Sebastián Castellio como una aclamación de la libertad y la tolerancia, más que nunca denigradas en aquella década europea de 1930 que se precipitaba al reinado de los campos de concentración y las cámaras de gas y a la guerra más cruenta de la historia. Si el arte es la captación de lo imperecedero del ser humano por medio de la forma; si la historia es el registro de la memoria y el tesoro de los errores de la humanidad (recordemos el apotegma orteguiano: «El hombre no es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado»); el escrito de Stefan Zweig es, pues, respuesta de artista imbuido de conciencia histórica a uno de los mayores problemas de su tiempo. Porque en la conmovedora defensa de la libertad de pensamiento hecha por Castellio en otra época de intolerancias y de guerras espirituales -o culturales, si se quiere-, Zweig el literato reconoce el mismo principio que su siglo somete a cuestionamiento: el de la tolerancia de ideas antagónicas y el respeto de quien las emite. Zweig descubre en el desafío de Castellio al cruento dogmatismo de Calvino un episodio emblemático de la historia, un momento estelar de la humanidad, cuyo enaltecimiento es tanto más oportuno –rabiosamente urgente- cuanto más se empeña Europa en enajenarse algunos de los preceptos irrenunciables de la civilización. Se pone manos a la obra nuestro autor, y, junto con relatar la querella, nos revela la gema de su universalidad.
Sebastián Castellio (1515-1563) fue un humanista y teólogo francés que adhirió al movimiento reformista liderado por Juan Calvino, en Ginebra. Calvino admiró inicialmente su erudición y su preclara inteligencia, teniéndolo por valioso seguidor, pero las discrepancias que Castellio manifestó respecto de algunos puntos de la doctrina calvinista llevaron a un quiebre en la relación. Conforme nos lo retrata Zweig, Castellio era hombre reposado, piadoso y circunspecto, un hombre consagrado al estudio y a la docencia, de ninguna manera poseído por el ardor religioso y político de Calvino. El temple autoritario e inflexible de éste era tal que la sola insinuación de una objeción doctrinaria le parecía transgresión imperdonable, dirigida en derechura no sólo a su persona y a su rango sino al corazón mismo de la “verdadera religión”. Calvino reunía en sí los atributos y defectos del iluminado, el fanático, el conductor de hombres, el tirano. Encarnaba al fundador de una dictadura dogmática, al tirano asceta, «el tipo más peligroso de déspota» según nuestro autor. El régimen teocrático que instituyó en Ginebra este individuo dominado por el delirio de la infalibilidad es un modelo anticipado de terrorismo de Estado, premunido de su propia cheka o policía del pensamiento. Que un hombre austero y sereno como Castellio, ampliamente apreciado por la comunidad ginebrina, impugnase ciertos aspectos de la teología calvinista representaba para Calvino un peligro aun mayor que el antagonismo de la Iglesia Católica; se trataba ni más ni menos que de la amenaza de la herejía, pero también de la aparición del eterno adversario de toda dictadura: el hombre independiente. El que Castellio plantease sus objeciones doctrinarias de forma tentativa y cautelosa no morigeraba lo que a ojos de Calvino constituía una falta atroz. En su régimen no había espacio para la divergencia, no lo había para la libertad de conciencia, sólo cabía la adhesión ciega a lo que era su personal interpretación de la Biblia. En lo sucesivo, no arredrará Calvino ante ningún medio para sofocar la osadía de su anterior protegido.
Obligado a despedirse de la ciudad de Ginebra, instalándose con su familia en Basilea, Castellio hubiera permanecido en la oscuridad de las labores académicas de no ser por el célebre caso Servet. La cruel muerte del español Miguel Servet, ocurrida en 1553 a instigación de Calvino, fue el verdadero detonante de la oposición de Castellio a la dictadura dogmática ginebrina. Su Tratado sobre los heréticos (1554) contiene lo que a juicio de Stefan Zweig son las primeras páginas «con las que la libertad de pensamiento reclama su sagrado derecho de ciudadanía en Europa», adelantándose en este sentido a Locke, Hume y Voltaire. En él, Castellio aboga por el derecho de pensar de manera autónoma y el de no ser perseguido ni mucho menos torturado o ejecutado por ello, como había ocurrido a Servet. Deslinda los ámbitos de competencia, negando al Estado la potestad de inmiscuirse en asuntos que atañían a la conciencia moral y religiosa (Servet fue juzgado y condenado a la hoguera por la autoridad municipal de Ginebra). Atribuye las perturbaciones del día, sus violencias y padecimientos, no a la herejía, que a fin de cuentas constituye una discrepancia de opinión y un concepto relativo, sino al fanatismo y la intolerancia. Defiende la libertad de culto («¡Soportemos los unos a los otros y no juzguemos la fe de los demás!») y proclama la dignidad suprema de la vida humana, tantas veces preterida en nombre de una religión fundada en el amor y la compasión.
La confrontación entre Calvino y Castellio se prolongó por varios años, jamás como una lucha entre iguales, pues el primero detentaba un poder al que el segundo ni siquiera aspiraba. Calvino y sus secuaces se valieron de toda clase de artimañas para aplastar a Castellio, logrando de las autoridades de Basilea la prohibición de un escrito posterior de su enemigo, Contra libellum Calvini. En él escribía el humanista que «matar a un hombre no es nunca defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet, no defendieron ninguna doctrina sino que sacrificaron a un ser humano; pero no proclama uno sus creencias quemando a otros hombres, sino dejándose quemar uno mismo por ellas». También fue censurado un nuevo libro de Castellio, Consejo a la Francia desolada, y hubiera quedado reducido a la miseria y exclusión su autor si el teólogo protestante Phillip Melanchton no lo hubiera apoyado, secundándolo luego lo más granado de la comunidad universitaria de Basilea. Sólo la prematura muerte de Castellio puso fin a la polémica, aunque no a la riada de injurias y difamaciones proferida por sus antagonistas. El carácter de la querella queda patentemente documentado en la índole y el tono de los escritos dejados por los contendientes: los de Castellio respiran severidad y ponderación mientras que los de Calvino y su discípulo Theodor de Beze rezuman odio y furia homicida. Cuando Castellio acusa, lo hace como humanista y como académico horrorizado ante la manifiesta arbitrariedad de su oponente, y aun en la acusación deja traslucir un ánimo conciliador; jamás se cree en posesión de la verdad, ni pretende juzgar en nombre de la divinidad. Calvino replica como doctrinario y como profeta, insulta y anatematiza a quien ha osado contradecirlo, en tanto que su asociado De Beze pergeña la tesis de la libertad de conciencia como una doctrina del demonio y del humanitarismo como un crimen contra la humanidad. Allí donde Castellio persigue el saber y el bien, con sublime ecuanimidad, Calvino adoctrina y maldice. Mientras Castellio propugna la tolerancia religiosa apelando a la compasión y el entendimiento, su contraparte exhorta a la supresión inclemente de la disidencia por el fuego y la espada.
Los libelos de Calvino y De Beze son unos verdaderos himnos al terror, y no es gratuita la sensación de actualidad que producen las sentencias que al respecto formula Zweig, pues tales escritos prefiguran el terrorismo de los regímenes totalitarios. Es la naturaleza de los despotismos ideológicos lo que Zweig deja expuesto con su consabido arte de la disección moral y sicológica; como su admirado –y admirable- Castellio, también el escritor austríaco es contrario al fanatismo, el dogmatismo y el espíritu de partido, el mismo que en el siglo de los totalitarismos anima a infinidad de hombres a que los que no les importa la justicia sino la victoria, y que no anhelan tener razón sino hacerse con el poder. Denunciada su arbitrariedad por el adusto Castellio, arguye Zweig, Calvino redobla su ferocidad y obstinación, pues ha reconocido que sólo puede salvarle la completa falta de escrúpulos en el ejercicio de la fuerza: «Cúmplese siempre la misma ley de que quien se valió una vez de la violencia tiene que seguir empleándola, y quien comenzó con el terror no tiene ya ninguna otra posibilidad sino la de acrecentarlo. La resistencia que Calvino había encontrado durante el proceso de Servet y después de él, le fortalece más aún en la idea de que, para ejercer un dominio autoritario, el mantener sometido al partido adverso, conforme a la ley y a la pura intimidación, es un método deficiente y que sólo una cosa única asegura la totalidad del poder: el aniquilamiento total de la oposición». ¡Qué familiar debía resultar esta sencilla a la vez que aguda observación para los contemporáneos de Zweig, cuando imperaban los Hitler y los Stalin! También esta otra: «Unilateralidad en el pensamiento fuerza inevitablemente a injusticia en la acción, y donde quiera que un hombre o un pueblo están por completo henchidos del fanatismo de una única concepción trascendente, no queda espacio alguno para la inteligencia y la tolerancia».
En fin. Castellio contra Calvino, un libro que no tiene desperdicio.
– Stefan Zweig, Castellio contra Calvino: Conciencia contra violencia. El Acantilado, Barcelona, varias reediciones. 256 pp.
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