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LA OTRA HISTORIA DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL – Donny Gluckstein

9788434408470Que las potencias occidentales, en particular el Reino Unido y los Estados Unidos, no hicieron la guerra a las potencias del Eje en nombre sobre todo de principios universales como la democracia y la libertad sino por razones de geoestrategia, esto es, en defensa de unos intereses vinculados a su condición de estados hegemónicos: esta no es una constatación novedosa ni carente de asidero, por reñida que esté con el idealizado imaginario anglo-estadounidense de la Segunda Guerra Mundial. Está en el terreno no ya de lo archisabido sino en el del realismo político que ni el premier británico ni el presidente estadounidense -quienesquiera que detentasen tales cargos- iban a involucrar a sus respectivas naciones en guerras totales porque unas potencias emergentes pisotearan la soberanía y la integridad de pueblos como el abisinio, el albanés, el chino o el checoslovaco. ¿Declararle la guerra a Alemania por los atropellos que cometía contra los judíos, o, una vez desatado el conflicto, conducirlo de manera tal de impedir la progresión de lo que se conocería como el Holocausto? ¿Hacer algo equivalente con respecto al Japón, cuyo gobierno se había hecho responsable de la “violación de Nankín” años antes de cometer el ataque a Pearl Harbor? Semejantes eventualidades, tan caras a nuestra sensibilidad histórico-moral, eran sencillamente invendibles de cara a los electorados de las grandes potencias occidentales. Sin embargo, la guerra librada por británicos y estadounidenses contra el Eje es quizá la que con mayor persistencia se asocia a la noción de guerra justa en el contexto del siglo XX. El imaginario anglo, en efecto, suele esquematizar la SGM como una confrontación entre buenos y malos, quedando caracterizadas las potencias de habla inglesa como los defensores irreductibles de la civilización y de la libertad. Tal cual afirma el historiador Niall Ferguson, los crímenes perpetrados por Alemania –cabe añadir: y por Japón- fueron de tal monstruosidad que los aliados podían sentirse satisfechos con la creencia de que se habían embarcado en una guerra justa; empero, hay fundadas razones para pensar con el mismo Ferguson que aquella no fue “una simple guerra del mal contra el bien; fue una guerra del mal contra el mal menor” (ver Ferguson: La guerra del mundo, cap. 15). 

Los métodos empleados por las potencias occidentales para derrotar a sus enemigos (pensemos por de pronto en Dresde y Hiroshima) nos hacen ver que el suyo fue un triunfo poco limpio, y los reproches no hacen sino multiplicarse en cuanto se consideran circunstancias como la pasividad de los gobiernos democráticos frente a las agresivas políticas de Alemania, Italia y Japón en los años previos a 1939, o su nulo interés en obstaculizar la matanza sistemática de los judíos de Europa, de la que los gobiernos de Churchill y Roosevelt se enteraron con relativa prontitud; o, por qué no, la polémica alianza de los mismos con un estado totalitario como la Unión Soviética, sin olvidar la lenidad con que las potencias occidentales enfrentaron el problema de la desnazificación de la sociedad alemana en la posguerra. Pero no nos equivoquemos. La derrota de la Alemania de Hitler, un estado cuya sola existencia era un insulto a la Humanidad, constituía una necesidad indeclinable, y apenas puede decirse otra cosa con respecto al Japón de entonces. Reconocer que el triunfo de Occidente, un fin en sí mismo loable, procedió por medios censurables, y que la motivación bélica de las potencias occidentales era mucho más pragmática –más políticamente realista- y menos moral de lo que quisiéramos, no hace sino tambalear la idealización occidental de la SGM o el simple y cándido imaginario de “buenos contra malos”. Las guerras nunca son ideales; en cuestiones de historia, la simplificación es un vicio de los más espantables. Por lo mismo es que cabe tener en cuenta perspectivas históricas como la que ofrece el escocés Donny Gluckstein en La otra historia de la Segunda Guerra Mundial, un trabajo en cierto sentido menos rompedor de lo que su autor pretende pero digno de destacar por lo consistente de su empeño.

Menos rompedor, digo, porque el marxismo, que inspira la interpretación del historiador Gluckstein, no representa a estas alturas una novedad, en ninguno de los sentidos imaginables. No hay sorpresa, por ejemplo, en que un marxista afirme que las potencias occidentales luchaban por mantener el sistema de dominación que ellas mismas protagonizaban, en vez de hacerlo por los ideales y principios de la civilización occidental. Por demás, no hay que ser marxista para admitir que el triunfo de las potencias liberales en la SGM es, lo mismo que todo fenómeno histórico, un hecho refractario a la idealización (el citado Ferguson, por ejemplo, es un reconocido conservador). Ni hay que ser marxista para tener presente que Churchill era menos un abanderado de la democracia, acorralada a la sazón por el totalitarismo de cuño fascista, que el líder de un imperio que se negaba a morir (recordemos su emblemática frase: “No me he convertido en el Primer Ministro del Rey para contemplar la liquidación del Imperio británico”). Ni para afearle al Reino Unido y a Francia su abandono de Checoslovaquia y de Polonia, o a los Estados Unidos la hipocresía de su retórica libertaria y democrática en tiempos en que, al interior de la propia sociedad estadounidense, la discriminación racial campaba por sus respetos. Tampoco hay que serlo para discernir el plano de la retórica del de las realidades; es de perogrullo que si un dirigente nacional justificaba la guerra contra el Eje como “una defensa de los pueblos libres”, lo que hacía era actuar dentro de la lógica y los límites de la contingencia política (con sus inevitables requerimientos propagandísticos, entre otros).

Consistente, digo, porque no deja de haber miga en un libro que parece destinado sobre todo a remecer la complacencia anglo-estadounidense, del tipo que nutre su versión triunfalista de los acontecimientos (que por demás es la versión hegemónica), y porque la crítica de la imagen vulgar de la SGM como una lucha entre fascismo y antifascismo es sobradamente plausible. En términos amplios: Gluckstein nos incentiva a (re)considerar la complejidad de los hechos históricos, en particular los que tuvieron por marco el referido conflicto, poniendo el acento en una faceta que a su respecto suele ser preterida. La visión del conflicto abordada por Gluckstein desplaza el foco desde la conducción de la guerra por los gobiernos aliados hacia los movimientos de resistencia en los países ocupados por el Eje, cuyos objetivos no siempre –es más, raramente- estaban alineados con los intereses de aquéllos. Esta visión se sustenta en la premisa de que el conflicto más devastador de todos los tiempos fue un fenómeno dual: la Segunda Guerra Mundial, según este autor, tuvo tanto de guerra imperialista como de guerra popular. Mientras los gobiernos aliados luchaban en aras de su condición de grandes potencias, amenazada por estados que pretendían arrebatarles una gruesa rebanada del pastel mundial, los movimientos de resistencia aspiraban a emancipar sus respectivas naciones de la sujeción imperial, cualquiera fuera el color de la metrópoli. Más que distinguir entre guerra convencional y guerra de guerrillas, el concepto de “dualidad de la SGM” hace hincapié en el abismo insalvable que había entre ambos actores, gobiernos aliados y movimientos de resistencia, inspirados como estaban por motivos que en último término remiten a la oposición ente imperialismo y antiimperialismo. Conforme esta perspectiva, eran los movimientos de resistencia los que mejor encarnaban el discurso de la lucha contra la barbarie, la opresión extranjera y el despotismo, al contrario que los estados aliados (incluida la Unión Soviética), que en realidad defendían el statu quo imperial.

Gluckstein (Edimburgo, 1956) aborda el tema seleccionando casos que considera pertinentes para explicar su tesis de las guerras paralelas. Tras un breve repaso de lo que denomina el preludio español, examina los casos de Yugoslavia, Grecia, Polonia y Letonia, en representación de Europa; India, Indonesia y Vietnam, representando a Asia. También dedica sendos apartados a Alemania, Austria e Italia, por un lado, y por el otro a las potencias emblemáticas de Occidente: el Reino Unido, Francia y los Estados Unidos. Excluye expresamente a la URSS porque, aclara el autor, se trataba de un estado imperialista y represivo que practicaba la deportación de grupos étnicos, además de ser un caso en que la acción de los partisanos se subordinaba a los lineamientos políticos de Moscú (su actividad, por ende, no representaba una alternativa a la del estado). El autor pone cuidado en no identificar las guerras populares con la lucha de clases, ni con el solo nacionalismo: las guerras populares movilizaron a gentes de todos los sectores sociales, amalgamando a comunistas con individuos de las viejas élites, entre otros. Por cierto, Gluckstein puntualiza que las guerras populares no fueron un fenómeno común a todos los escenarios de la SGM en que hubo ocupación extranjera, y que no se produjeron siguiendo un patrón único; en cada una de ellas es posible identificar una cantidad de singularidades, lo que confirma la extrema complejidad del asunto.

Por ejemplo, en países como Grecia, Yugoslavia, Francia e Italia, los partidos comunistas tuvieron un papel preponderante en la resistencia, cosa que en Polonia no ocurrió; los comunistas polacos refugiados en la URSS habían sido barridos en las purgas de 1938, y al año siguiente el PC polaco desapareció junto con Polonia -el que surgió a raíz de la invasión alemana de la URSS nunca tuvo mucho poder de convocatoria debido a su evidente supeditación a Moscú-. El levantamiento de Varsovia ejemplifica la divergencia entre resistencia y política oficial: el único estado que podía proveer una ayuda eficaz a los resistentes, la URSS, prefirió abandonarlos a su suerte, es decir, a la implacable voluntad destructiva de los alemanes. La situación de Yugoslavia, como siempre, se complicaba por el eterno problema de las divisiones étnicas: de partida, los chetniks serbios temían más a los croatas ustachas que a las potencias del Eje, a la vez que ambos grupos eran contrarios a los partisanos comunistas. En Grecia la dualidad de la guerra llegó al extremo de que la resistencia comunista fue aplastada no por su enemigo original, las fuerzas del Eje, sino por las del Reino Unido. Por otro lado, en Letonia no llegó a consumarse una guerra paralela a la confrontación entre potencias imperiales; miles de letones combatieron en las filas del Ejército Rojo, mientras que otros miles colaboraron de muchas maneras con los alemanes. Asia, por su parte, escenifica de manera meridianamente clara la relevancia del antiimperialismo como vector de movilización popular en el contexto bélico. Obviamente, lo que menos querían los imperios europeos era la emancipación de sus colonias orientales, de modo que el lenguaje libertario de la propaganda antifascista no cuadraba en esa parte del mundo. La retórica japonesa de la “coprosperidad oriental” demostró muy pronto ser una absoluta falacia, con lo que la tentativa de un líder independentista como Subhas Chandra Bose, quien organizó un Ejército Nacional Indio al alero de los japoneses, estaba preñada de contradicciones. Para pueblos como el indonesio y el vietnamita, la confrontación entre Japón y las potencias occidentales era más que nunca una pugna entre imperios rivales. La Segunda Guerra Mundial fue para ellos y para muchos otros la antesala de la lucha anticolonialista que se verificaría en las décadas siguientes.

Estamos, pues, en presencia de un libro cuyo mérito está en la interpretación conjunta de una serie de elementos consabidos, a contrapelo de la versión convencional de la SGM. Como toda interpretación, no está exenta de flaquezas: es cuestionable, por ejemplo, la adjudicación de credenciales libertarias y democráticas a los movimientos comunistas de resistencia (en contraste con las motivaciones de las potencias imperialistas); tratándose de libertad y democracia, ya se sabe que el triunfo del comunismo augura lo peor. Fuera de esto, al trabajo de Gluckstein debe reconocérsele al menos el valor de su fundamento heurístico: conceptos genéricos como el de Segunda Guerra Mundial entrañan una riqueza enorme de interacciones y de factores históricos de muy variada índole, que en ocasiones quedan escamoteados por el predominio de concepciones reduccionistas pero que salen a la luz en cuanto se practica una interpretación alternativa. La tesis de la dualidad de la SGM o, lo que es lo mismo, de las guerras paralelas, pone sobre el tapete la realidad indiscutible de que las tensiones que estuvieron en juego en aquel terrible conflicto escapan tanto a las simplificaciones como a las conmemoraciones autocomplacientes.

– Donny Gluckstein, La otra historia de la Segunda Guerra Mundial. Resistencia contra imperio. Ariel, Barcelona, 2013. 320 pp.

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