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EL CASTILLO – Luis Zueco

9788466657747Es la de Luis Zueco, El Castillo, una novela que se enraíza en el subgénero, si tal subgénero existe, de las grandes empresas constructoras del Medievo; un subgénero que incluye a Los Pilares de la Tierra de Follet, El Número de Dios de Corral o La Catedral del Mar de Falcones y que bien podríamos remontar –valga la broma- a la construcción de la propia Torre de Babel y su relato literario en Génesis 11:2-4. Esta vez, sin embargo, la construcción no es de carácter religioso como en los casos anteriores, sino civil ―militar, más bien, aun cuando llegue a contener, en su desarrollo, estancias religiosas―. Luis Zueco hace erguirse  ante nuestros ojos el, ahora, tan cinematográfico castillo de Loarre, una edificación muy hermosa que, por lo demás, resulta señera en el reino de Aragón y en todo el Románico europeo. Quizá sea ese el mejor mérito de la obra de Luis Zueco, pues la novela nos pasea de la mano a través de todo un siglo, el XI, desde el castrum inicial —ideado por Sancho III el Mayor como pieza integrada en su formidable línea defensiva, junto a Sos, Luesia, Biel, Agüero, Murillo, Secorún, Buil, Samitier, Monclús, etc. — hasta el nuevo castillo convento de Sancho Ramírez  (I de Aragón y VI de Pamplona), describiendo los  distintos replanteamiento de la fortaleza, así como las diversas técnicas constructivas  empleadas. El autor reconvierte a Loarre así de lienzo de la muralla de Sancho Garcés a paradigma de los castillos-pueyo, nueva técnica usada en la Corona de Aragón para la toma de grandes ciudades, mediante el establecimiento de fortalezas de avanzada, construidas en altozano, las cuales permitirán la rapiña, la tala y la destrucción  de los alrededores y alfoz de la ciudad que se pretende tomar (Pueyo Sancho y Montearagón frente a Huesca, El Castellar o Juslibol ante Zaragoza o El Puig de la Cebolla sobre Valencia). 

Volviendo, estrictamente, a la novela, todo comienza en unas tierras familiarmente muy queridas para mí: el castillo de Javier, a las puertas de la Valdonsella. Y desde allí se irán anudando las vidas de Eneca, hija del tenente de aquella fortaleza y heredera, también, de la vieja religión pagana, la del carpintero Juan y la de su hijo Fortún, ―verdadero protagonista y demiurgo del castillo de Loarre, quien todo lo aprenderá del último arquitecto lombardo y de su vitrubiano libro, objeto de deseo de conocimiento―, así como del perverso pastor Javierre, amigo de Fortún, pero devenido, más tarde, en procaz obispo prorromano,  o de Ava, la arquera que, espíritu libre, carismática líder casi protoalmogávar, de aire un tanto bárbaro.

En resumidas cuentas, es un entretenido libro de aventuras con tintura histórica en el que se mezclan los asuntos personales de los protagonistas con las aventuras y desventuras de los avances y retrocesos constructivos del castillo, las guerras entre aragoneses y sarakustíes o las disputas políticas entre los distintos defensores de los ritos mozárabe y romano, justo en el quicio de la apertura del naciente reino a los aires europeos.

Desde el punto de vista de la acción dramática, no se contienen en la trama novedades ni giros especiales que puedan llamar poderosamente la atención y todo es, quizá, un tanto consabido, pero lo cierto es que se lee con agilidad, entretenimiento y agrado. También es verdad que los personajes son un poco monolíticos, por mucho que eso permita delimitar con claridad su función en el hilo narrativo, destacando, para mi gusto, la tenacidad de Fortún, cuyo hálito vital y empeño constructivo sostiene toda la novela,  y, sobre todo, la personalidad del maestro lombardo quien, aunque muera pronto, ostenta la mayor variedad de matices de todo el dramatis personae.

Desde el punto de vista histórico he de reconocer que yo hubiera deseado que la Historia general de los reinos del norte hubiera impregnado más la novela, pero también me pesa un tanto el hecho de que mi excesivo puntillismo en ciertas materias me haya llevado a inquietarme más de lo debido con cuestiones de relativamente poca importancia. La pervivencia, en el fiel del milenio, de una suerte de antigua religión (prerromana y animista, es de suponer), sostenida por sacerdotisas quizá un tanto prescientes y naturalistas (betilos), así  como la presencia de almogávares en tan tempranas fechas (¡con pinturas de guerra!) o la utilización, en ocasiones, de vestimenta civil y/o militar de uso más que discutible, al menos, para el siglo XI (sayas encordadas, pendones heráldicos, cervelleras, sobrevestes o perpuntes), o no usadas habitualmente en la Península (cimitarras), son un ejemplo de tales incertidumbres. Pero ninguna de estas cuestiones me parecen esenciales ni constituye óbice para disfrutar tranquilamente de las aventuras del maestro Fortún.

Es, pues, uno de los principales méritos de la novela —ya lo he dicho antes pero insisto nuevamente—  el hacernos ver el paulatino desarrollo del castillo, desde la inicial y simple fortaleza lombarda con dos torres y entrada acodada,  hasta la hermosa abadía fortificada del Románico pleno. De este modo, podemos enfrentarnos con el lombardo, primero, y con Fortún después, a los distintos problemas que el constructor ha de salvar para reconvertir el castrum a las nuevas necesidades “políticas” de cada momento histórico o a los intereses de cada monarca –Sancho III, Ramiro I o Sancho Ramírez—, así como vislumbrar las soluciones técnicas que, en cada caso, encuentra para ir añadiendo estancia sobre estancia y recinto sobre recinto al poco ambicioso proyecto original. Para interpretar la génesis y crecimiento de la fortaleza de forma adecuada, es bien recomendable leer la novela con algún plano cronográfico  de plantas y unas cuantas vistas. Para ello, no puedo dejar de recomendar la web dedicada por  Antonio García Omedes al propio castillo (http://www.castillodeloarre.org/), incluida dentro de su magnífico trabajo de conjunto sobre el Románico  (http://www.romanicoaragones.com/).

En último término, y prescindiendo ya de cuestiones literarias o históricas, la obra de Luis Zueco abre la puerta  de este castillo a todos sus posibles lectores y constituye una magnífica invitación a visitarlo para, desde cualquiera de sus torres o adarves, contemplar el paisaje de la Hoya de Huesca, pero también la Historia de aquel mundo  con ojos románicos.

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