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GULAG – Anne Applebaum

9788483065785Hace poco más de una década, abría Anne Applebaum su libro sobre el Gulag con una referencia al débil impacto del pasado soviético en la mentalidad occidental, tanto a nivel de imaginario popular como al de la cultura intelectual. Para ilustrar esta observación, apuntaba la autora que muchos de los que abominarían de la idea de portar un objeto señalado con la esvástica nazi podían, en cambio, comprar alegremente artículos del Ejército Rojo y otros souvenirs de la era soviética, demostrando una escasa asimilación de las atrocidades perpetradas bajo el signo del imperio comunista. En lo que respecta al público de habla hispana, la literatura disponible sobre los campos de concentración soviéticos era por entonces (en torno a 2003) escasísima. La situación ha mejorado en los últimos años gracias al denuedo de algunas editoriales, pero aún hoy, con la honrosa excepción de Alexander Solzhenitzyn, los denunciantes del Gulag (y me refiero a escritores testimoniales de la estirpe de Evguenia Ginzburg, Varlam Shalámov y Gustaw Herling-Grudziński, entre otros), resuenan mucho menos que las voces del Holocausto (Primo Levi, Ana Frank, Jean Améry, Paul Celan, Imre Kértesz…). En punto a negra fama, las estaciones del sistema represivo soviético empalidecen al lado de topónimos como Auschwitz y Hiroshima; sin embargo, lugares como Solovkí, Kolimá y Vorkutá también son parte esencial de la cartografía del horror del siglo XX. Por otro lado, la historia de la intelectualidad, especialmente la francesa -¿y cuál otra puede competir con ella en cuanto a prestigio internacional?- corrobora la idea del escamoteo o preterición del régimen soviético en la conciencia de los males de la época. Baste con recordar un episodio tan vergonzoso como fuera el de la recepción de las denuncias del Gulag, a mediados del siglo pasado. La rutilante Rive Gauche, encabezada por los célebres Sartre, Beauvoir y Merleau-Ponty, optó en general por alzarse de hombros; cuando se escandalizaba no era por la existencia de los campos de concentración soviéticos sino por “el uso que de ellos hacía la prensa burguesa”. Desde su perspectiva, los acusadores de la URSS (David Rousset, Victor Serge, Victor Kravchenko, Józef Czapski, Arthur Koestler, etc.) sólo prestaban municiones al verdadero enemigo, el imperialismo yanqui. (Merleau-Ponty sintetizó en Humanismo y terror la postura de aquella intelectualidad: «La condena a muerte de Sócrates y el caso Dreyfus dejan intacta la reputación humanista de Atenas y de Francia. No hay razón alguna por la que no haya que aplicar a la URSS los mismos criterios»). 

La publicación de Archipiélago Gulag (1973) supuso un remezón para la mayoría de los compañeros de ruta, en Francia y en otras latitudes del mundo; desde entonces el libro de Solzhenitzyn ocupa un lugar de honor entre los hitos mayores de los géneros testimonial y denunciatorio. Sin embargo, un conocimiento más sistemático de la índole opresiva de la URSS exige una lectura como la que depara el trabajo de Anne Applebaum, el que, por fortuna y con sobrada justificación, ha sido objeto de varias reimpresiones (la más reciente data de 2014). Gulag: Historia de los campos de concentración soviéticos (2003) es un libro que decanta y ordena un caudal significativo de información extraída de fuentes primarias (archivos, memorias y entrevistas) y secundarias. La visión de conjunto que ofrece es sencillamente invaluable, además de estremecedora.

En el principio era el terror. Tempranamente, ya en 1918, los supremos cabecillas de la revolución bolchevique –Lenin y Trotski- concibieron el propósito de internar colectivos enteros en campos de concentración. Una vez oficializado el retiro de la guerra en curso (merced al Tratado de Brest-Litovsk), la liberación de cantidades ingentes de prisioneros de guerra dejó en manos de la Cheká –la primera policía política del régimen- los recintos en que se encerraría a categorías completas de contrarrevolucionarios: nobles, guardias blancos, sacerdotes, kulaks, militantes de partidos opositores, soldados de la Legión Checa; poco después se sumarían otros objetivos, como los marineros de Kronstadt y los campesinos de la provincia de Tambov, protagonistas de sendas sublevaciones. Al calor de la guerra civil, el terror rojo alcanzó niveles demenciales; si a fines de 1919 había en toda Rusia 21 campos de concentración, un año después había 107. Algunos contenían 300 reclusos, otros llegaban a varios miles. En el papel, el objetivo primordial asignado a los campos era la reeducación ideológica; el primer jefe de la Cheká, Felix Dzerzhinski, los llamó “escuelas de trabajo” para la burguesía. En la práctica, el trabajo forzado estaba orientado al sostenimiento financiero de los propios campos. Algunos de los jefes de estos recintos se desentendieron tanto de la reeducación como de la autofinanciación, interesándose sólo en humillar y atormentar a los prisioneros.

1923 fue un año decisivo en la génesis de lo que a partir de 1930 se conocería como Gulag (el acrónimo en ruso para Dirección General de Campos de Trabajo). Aquel año se fundó el primer asentamiento de una red permanente de campos de concentración, y el lugar escogido fueron las islas de Solovkí, en el Mar Blanco; la lejanía y las rigurosas condiciones del paraje aseguraban lo que el régimen ansiaba en relación con la prensa extranjera: discreción. Además, la fundación no partía de cero ya que podían aprovecharse las edificaciones existentes, que eran las de un antiguo monasterio-ciudadela. Los que dieron con sus huesos allí eran presos políticos, “burgueses” todos, entre los que había académicos, literatos, científicos y artistas. Solovkí hizo de campo de pruebas de los métodos de la OGPU –el organismo que había sucedido a la Cheká-, aunque el sadismo que allí se concretó superó la medida de lo que sería la norma en el Gulag. En pocos años, miles de prisioneros fueron torturados y asesinados en las islas, y de las más distintas maneras. Lo que bien pronto descubrieron las autoridades soviéticas era que ni Solovkí ni los demás campos gestionados por la OGPU eran rentables, por lo que los pocos prisioneros privilegiados que hasta entonces había, exentos del duro trabajo que se imponía a la mayoría, fueron también catalogados como trabajadores forzados. En adelante se universalizó la regla de “tanto trabajas, tanto comes”, lo que a su vez dio origen a una estratificación compuesta por tres estamentos; el más bajo de ellos, integrado corrientemente por enfermos y moribundos, recibía raciones miserables que garantizaban la muerte.

De los campos de concentración como colonias de trabajo se pasó a los campos como proveedores de mano de obra desechable, utilizada en proyectos como el del canal del Mar Blanco (1931-1933), cuya construcción actualizó el concepto de esclavitud en la era moderna. Miles y miles de prisioneros fueron forzados a trabajar en las condiciones más primitivas e inhóspitas, sin maquinaria, con escaso abrigo y deficientemente alimentados, soportando en consecuencia una tasa de mortandad espantosa. Fue también a principios de los años 30 que el Gulag se expandió al extremo nororiental de Siberia, dando inicio a la nefasta leyenda de Kolimá. La expansión afectó a otras regiones distantes, tales como Kazajistán y Komi; en ésta fue erigida, mediante el trabajo esclavo, la ciudad minera de Vorkutá, cuyo campo de concentración fue el más grande de la Rusia europea. (Fue allí que se produjo el sonado alzamiento de prisioneros de 1953, duramente reprimido por las fuerzas de seguridad; los pocos presidiarios que lograron traspasar las vallas de contención fueron cazados en la desolación de la tundra.) Al crecimiento del Gulag se sumó en la década el vuelco debido al Gran Terror. Mientras éste duró, las muertes en los campos dejaron de ser accidentales –tanto como podían serlo en ese contexto- y se volvieron deliberadas además de masivas. La presunta rehabilitación de los reclusos pasó derechamente al olvido, y los zeks (el nombre vulgar de los prisioneros) perdieron toda consideración como seres humanos: no eran más que alimañas a las que se debía exterminar. Los presos de los que se había aprovechado su capacitación laboral, ingenieros y técnicos por ejemplo, fueron destinados a trabajos comunes como talar bosques y picar piedras. Las purgas de la sociedad soviética incrementaron la población del Gulag, en cuyo interior las ejecuciones, las enfermedades y la extenuación multiplicaron las muertes.

La Segunda Guerra Mundial conllevó para el Gulag un doble flujo: muchos de los reclusos fueron enviados al frente, por lo general encuadrados en batallones de castigo que hacían de ellos verdadera carne de cañón, al tiempo que otros nuevos ingresaban, a menudo acusados de derrotismo y traición. En medio de la crisis que supuso el ataque alemán, alimentar a la población de los campos o curar sus enfermedades eran las últimas de las prioridades del régimen. Nunca como en 1942 y 1943 murieron tantos reclusos del Gulag; al final de la guerra habían perecido más de dos millones, buena parte de ellos durante las operaciones de evacuación y traslado motivadas por el avance alemán. Entre las nuevas víctimas se contaban habitantes de las zonas recién sovietizadas: polacos, bálticos, moldavos; otros provenían de etnias minoritarias cuyo destino preferente era la deportación: fineses de Carelia, descendientes de alemanes de la región del Volga, tártaros de Crimea, chechenos, calmucos, etc. Con todo, el apogeo de la represión se produjo en torno a 1950; ese año había dos millones y medio de reclusos en los campos de concentración y colonias de trabajo aledañas (y una cifra apenas inferior de deportados de minorías étnicas).

La muerte de Stalin (marzo de 1953) y el subsecuente “deshielo” implicó la disolución formal del Gulag, con la liberación multitudinaria de prisioneros y el cierre de los campos más grandes. La represión adquirió en lo sucesivo un carácter selectivo, menos aleatorio y menos masivo de lo que había sido en tiempos de Stalin. Tras la caída de Jrushov y su reemplazo por Brezhnev, una nueva generación de presos políticos nutrió lo que quedaba de la red de campos de concentración, y así fue hasta la víspera del derrumbe de la URSS. En los 60 cobró fuerza el método de tratar a ciertos disidentes como enfermos mentales, encerrándolos en hospitales siquiátricos y sometiéndolos a procedimientos obsoletos, frecuentemente dolorosos. En paralelo, los presos políticos enfrentaban un problema que atravesó toda la historia de la represión en la URSS: su cohabitación en los campos con los delincuentes comunes, en especial con los denominados “ladrones honorables” –el hampa rusa, con su jerarquía propia, sus peculiares códigos de conducta y su capacidad de resistir incluso a la persecución estalinista. Descritos con una mezcla de repugnancia y pavor por supervivientes del Gulag como Solzhenitzyn y Herling-Grudziński, estos delincuentes eran por completo renuentes a cualquier intento de reeducación o rehabilitación y durante mucho tiempo campearon por sus respetos en los campos, cuyos jefes acabaron por contemporizar con ellos: su extrema brutalidad servía para atemorizar a los presos políticos. Sólo después de 1945 pudieron éstos quebrantar la hegemonía de los delincuentes profesionales, pues para entonces los “políticos” eran de un nuevo tipo: ex soldados del Ejército Rojo y antiguos partisanos, hombres endurecidos por la guerra, capaces de organizarse y de enfrentar a los hampones. Así lo hicieron, superando incluso algunas tentativas de las autoridades por  doblegarlos; ¿cómo?, pues importando nuevos contingentes de delincuentes. A fines de los 40 y comienzos de los 50 los campos se convirtieron en escenario de una lucha constante y sumamente cruenta entre presos políticos y hampones, la que remitió únicamente cuando el régimen optó por separar en recintos especiales las dos categorías de reclusos, sobre todo a sus elementos más levantiscos. Sin embargo, la cohabitación no desapareció por completo; en las décadas siguientes, los disidentes que no eran encerrados en hospitales siquiátricos solían padecer en prisión numerosos tormentos a manos de los delincuentes.

Anne Applebaum ha sabido aunar el rigor histórico con la agilidad del periodismo, deparándonos una panorámica del Gulag que comprende tanto su desarrollo a lo largo del tiempo como la descripción de sus aspectos cruciales (cómo se producían los arrestos; el transporte y la selección de los prisioneros; la vida en los campos; el régimen de premios y castigos; la suerte de mujeres y niños; los celadores; estrategias de supervivencia, etc.). En su libro sobre los campos de concentración nazis, Eugen Kogon sostenía que «La historia es el arsenal de nuestras experiencias; hay que conocerla para ser afirmado o advertido por ella» (El Estado SS, Prólogo). Pues bien, el libro de Anne Applebaum responde plenamente al principio –jamás un lugar común- de la historia como advertencia.

– Anne Applebaum, Gulag: Historia de los campos de concentración soviéticos. Debate, Barcelona, reimpresión de 2014. 671 pp.

 

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