LA GESTAPO – Frank McDonough

LA GESTAPO – Frank McDonough«Para que la represión funcione es necesario que un sector considerable de la sociedad se identifique con sus actividades o incluso las apruebe». Richard Overy

La primera versión de la teoría del totalitarismo practicaba una escisión esquemática entre estado y sociedad, como si en el contexto de los estados policiales hubieran sido esferas en esencia distintas, asimétricamente confrontadas (con la sociedad subordinada al estado) y carentes de todo vínculo orgánico: de un lado el aparato estatal, con sus estructuras de poder y su maquinaria represiva, y del otro la sociedad, concebida como una muchedumbre informe de individuos atomizados y pasivamente sometidos al control estatal. Esta imagen ingenua ha sido desde hace bastante tiempo desautorizada por la evidencia histórica, que muestra que la aquiescencia e incluso la complicidad de una parte importante de la población eran un ingrediente fundamental de las mecánicas represivas, y que el aparato represivo era un componente integral de la sociedad, no una abstracción ni un elemento exógeno que se impusiera unilateralmente a ella. Sin la delación y la autovigilancia ejercida por un segmento significativo del público, el opresivo control estatal no habría podido funcionar tan eficientemente como lo hizo, por ejemplo, en el Tercer Reich, en que el aparato represivo no era ni con mucho tan enorme, omnisciente y ubicuo como solía creerse. El terror, que sí se sostiene como un elemento consubstancial al modelo totalitario de gobierno, operaba pues de otra manera que la postulada inicialmente por el paradigma del totalitarismo (no de modo unilateral sino en base a la compenetración entre estado y sociedad), y no era de naturaleza universal e indiscriminada. En el caso de la Alemania nazi, hubo amplios sectores de la sociedad que no sufrieron la represión. A la inversa, pocos de estos sectores dejaron de colaborar de manera activa y voluntaria con los organismos represivos. El examen de lo que William S. Allen llamó el “respaldo social al sistema de terror” (v. La toma del poder por los nazis) constituye uno de los vuelcos más sensibles en el estudio de los regímenes totalitarios, resultando en hitos ineludibles como los de Robert Gellately (La Gestapo y la sociedad alemana, No sólo Hitler) y Eric Johnson (El terror nazi). El británico Frank McDonough se suma al registro de historiadores que escrutan el funcionamiento del aparato del terror nazi desde la perspectiva de su interacción con la sociedad alemana. En su libro La Gestapo (2015) vemos a esta institución como parte de la vida cotidiana de la Alemania nazi, con su funcionamiento propiciado y potenciado por la colaboración de alemanes corrientes.

La fuente principal de la investigación son los abundantes archivos de Düsseldorf, los mayores que se conservan de la Gestapo. El autor también ha echado mano de documentos oficiales, expedientes judiciales, memorias, entrevistas orales y prensa de la época. Bajo la premisa de desmenuzar un área de las más relevantes de la experiencia cotidiana del Tercer Reich, el libro consta de dos grandes ejes temáticos: a) los grupos que fueron objeto de persecución por la Gestapo, esto es, comunistas, marginados sociales, disidentes religiosos, judíos y gitanos, y b) los denunciantes, provenientes de distintos segmentos sociales, comprendiendo la naturaleza y las motivaciones de sus denuncias. El resultado es una condensada pero representativa visión del asunto abordado. Más que la formulación de un nuevo enfoque o la obtención de conclusiones de una originalidad rompedora (ni una ni otra cosa caracterizan a este libro), su valor reside en el hecho de ofrecer un complemento a obras en su momento pioneras como las arriba mencionadas (Gellately y Johnson, además de autores que no han sido traducidos al castellano, Reinhard Mann entre otros). La captación de matices y de datos significativos es su mayor logro, fuera de ofrecer una bien informada visión de conjunto de la Gestapo; el libro incluye sendos capítulos sobre aspectos no considerados por las referidas obras, tales como los orígenes y desarrollo de la organización y su suerte durante los juicios de la posguerra (Nuremberg y otros).

Alrededor de la cuarta parte de los casos investigados por la Gestapo tuvieron su origen en denuncias hechas por la población civil. Éstas fueron cruciales en la supresión de la disidencia comunista, cometido en que la Gestapo pudo fiarse del apoyo entusiasta de la población. Consumado al cabo de pocos años, al punto que a fines de los años 30 no había en Alemania una oposición de izquierda digna del nombre, la Gestapo se concentró en otras categorías de enemigos (presuntos o reales). En muchas ocasiones, a las denuncias hechas por ciudadanos de a pie subyacían los más mezquinos motivos personales, como el deseo de resarcirse de alguna ofensa, deshacerse de algún vecino o inquilino molesto, conseguir un puesto de trabajo o quitarse de en medio a un marido o una esposa inconveniente. El personal encuadrado en la entidad fue de número siempre exiguo, apenas unos miles para la función de vigilar a un país de ochenta millones de habitantes (considerando la población de Austria y de los Sudetes anexados). Nunca hubo el ejército de agentes y funcionarios que dio en concebir el imaginario popular; el máximo de empleados se alcanzó a fines de 1944, y fue de 32.000 individuos (cifra que incluye al personal administrativo y auxiliar de más bajo rango). Lo espeluznante del caso es que la limitación de recursos no llegó a mermar la eficacia de la Gestapo. A falta de agentes profesionales había en abundancia confidentes pagados, cuyo número nunca se ha podido determinar con precisión, y ciudadanos dispuestos a contribuir en la “construcción de una comunidad nacional depurada” (por convicción o por conveniencia). En este sentido, un rol importante lo tuvieron los “jefes de bloque”, encargados de supervisar conjuntos enteros de edificios residenciales. En general, ni en el trabajo, ni en la cervecería, ni en la calle, ni aun en su propia casa podían los alemanes sentirse seguros. Aunque el terror nazi fue selectivo, logró hacer del concepto de privacidad un lujo superfluo.

El tamaño y el modo en que operaba la Gestapo justifican su caracterización como una organización reactiva que dependía en buena medida de la colaboración de la sociedad. A este respecto, un detalle que llama la atención es que dicha noción ya fue adelantada por Werner Best en el marco de los juicios de Nuremberg (Best fue uno de los mentores jurídicos y uno de los más altos funcionarios de la Gestapo); habrían de transcurrir varias décadas antes de que la historiografía recogiese la idea, definitivamente más fiel a la realidad que la imagen de un sinnúmero de espías acechando a cada ciudadano alemán (imagen consagrada por la primera historia general de la institución, obra de Jacques Delarue -1962-, y que la historiografía perpetuó durante un tiempo).

Otra faceta inquietante de la cuestión es la del personal, compuesto en su mayoría por antiguos agentes policiales, veteranos de la época de Weimar, y por jóvenes de clase media salidos de las facultades de derecho del país -no pocos de ellos con un doctorado a cuestas, todos avidísimos de medrar en lo que les parecía el mejor de los lugares y la más prometedora de las épocas; éstos iban a parar a los puestos directivos de la institución, de manera similar a lo que ocurría en los otros organismos de seguridad del régimen nazi (reunidos desde 1939 en la poderosa RSHA, Oficina Central de Seguridad del Reich, bajo el mando de Heinrich Himmler). Los ex policías reconvertidos en operativos de la Gestapo solían ser individuos que en nada se distinguían de los policías de las democracias occidentales: hombres grises profesionalmente motivados, muy pocas veces subyugados por el fanatismo ideológico de los jóvenes juristas que solían ser sus jefes. Sólo un porcentaje modesto se afilió al partido nazi o a la SS, en su mayoría por conveniencia y de manera tardía. Nada de esto impidió que la Gestapo se ganara una sórdida fama por su brutalidad, habida cuenta de la presteza con que sus hombres recurrían a la tortura como procedimiento habitual. Además, muchos de entre quienes cayeron en sus redes conocieron por destino final el sistema de campos de concentración. Por supuesto, una de las mayores rarezas de la Alemania de posguerra fue la del agente que admitiera haber torturado o haber provocado la muerte de alguien. En la Alemania Occidental, la mayoría de los operativos de la Gestapo salieron bien librados de los procesos de desnazificación, con bajas o nulas penas por los crímenes cometidos durante el Tercer Reich y con sus pensiones puntualmente pagadas. La RDA fue bastante más severa, con un número de ejecuciones y de penas de cárcel más elevado, pero la persecución de antiguos miembros de la Gestapo remitió rápidamente en los años 50.

– Frank McDonough, La Gestapo: Mito y realidad de la policía secreta de Hitler. Crítica, Barcelona 2016. 315 pp.

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