LOS LOBOS DE PRAGA – Benjamin Black
Confieso que hasta 2019, año en que, como Mejor Novela Traducida, ganó la X edición de los Premios HISLIBRIS de Literatura Histórica, desconocía yo la obra de Benjamin Black, alter ego jánico del irlandés John Banville, pero lo cierto es que Los lobos de Praga me prendó. Hay quien dice, muchos en realidad, que en esta novela se reúnen, por fin, la elegancia y finura narrativa de Banville con la potencia de las tramas que Black construye para su especialidad, la novela negra. Bien pudiera ser ―yo, de seguro, no lo sé, pues no he leído nada más del autor en cualquiera de sus dos facetas―, pero sí que puedo atestiguar que en Los lobos de Praga, ambas cualidades se encastran con perfecta solidez, sean o no propias de cada una de ambas facetas del escritor.
En esta novela, Benjamin, por medio de la propia mirada del protagonista ―en ocasiones turbia, en ocasiones diáfana― nos cuenta las extrañas peripecias de Christian Stern, un bastardo del fallecido príncipe obispo de Ratisbona, docente en la Universidad de Wurzburgo, devoto de la Filosofía de la Naturaleza y firme creyente de la unidad oculta en todas las cosas. Christian, desembarazado de su pasado, llega a la Magická Praha, una Praga imperial, ―a la que el propio autor caracteriza como «…ciudad, donde la grandeza y la opulencia […] se asentaban sobre una mezcla de sordidez, vicio y violencia»―, con la intención de cobijarse y medrar bajo las alas del melancólico emperador Rodolfo II, pero, al discurrir tambaleante por sus oscuras calles en su primera y fría noche de nieve y borrachera, se topa de manos a boca con el cadáver de una joven en medio de la Calle de Oro. Este suceso será causa y principio tanto de su encumbramiento cortesano, como también de sus pesares, pues sobre las espaldas del joven esotérico recaerá la tarea de investigar el crimen tropezado. Al fin, todo se enmarañará entre los muchos hilos de una soterrada lucha por el poder y los afectos imperiales, de modo que el protagonista llegará a verse «como un pastor que siente los ojos de un lobo invisible fijos en él». Sin embargo, los lobos son muchos, habitan en palacio o corren por las calles de la ciudad bohemia o las riberas del Moldava, solitarios o en manada, pero siempre velados.
El elenco de personajes que tiran de cada hilo de la telaraña y se cruzan en la vida de Stern es muy amplio. De un lado, los que componen el ámbito familiar o íntimo del absorto, ensimismado, melancólico y distraído emperador. Aquí danzan su baile, la salaz e hipnótica amante oficial, Caterina Sardo, con su hijo, don Giulio, pero también el adusto y atildado enano de corte, Jeppe Schenckel. Del otro costado nos encontramos en el bando vaticanista y católico, donde se alinean, sabiéndolo o no, el primo Fernando de Estiria, el chambelán Phillip Lang, el grueso y hedonista nuncio Girolamo Malaspina, o la angélica novicia Serafina, ojos de mirlo. Y, por último, en la bandería luterana de Matías de Habsburgo, militan el gran senescal Félix Wenzel, quien dirige sus piezas en el tablero sobre el que se juega la corona: el alfil Ulrich Kroll, médico del emperador y padre de la asesinada, el ocultista Edward Kelley, mendaz y trilero, y la hijastra de este, la poetisa Elisabeth Weston. Aparte quedan las propias víctimas: Magdalena Kroll y su despechado amante, Jan Madek. A destacar, en todo caso y para divertimento de todos, el brillantísimo cameo que nos ofrece el gran bizco, Johannes Kepler, en su noche de borrachera junto a Christian. Personajes todos ellos, dibujados, tallados, con detalle de musivario u orfebre. Ni uno solo de ellos es plano o prescindible.
Y así, paso a paso, trampa a trampa, el joven naturalista ―la «Estrella Cristiana» tan esperada por el emperador coleccionista de rarezas y maravillas― deberá finalmente elegir jugada y bando, puesto que, como bien le previene el taimado senescal: «Cuando hay bandos, y siempre los hay, si no escoges, otros escogen por ti». Cosa distinta será que la elección de Stern vaya a ser, por entero, suya propia.
Afectos, pasiones, vicios o traiciones irán desvelándose entre las salas y los corredores del castillo de Hradčin o sobre el paisaje helado de la capital imperial, hasta que todo engrana, pieza sobre pieza, rueda sobre eje, con la precisión de un mecanismo relojero. O, quizá, con la discordancia que provoca un lobo sobre la cuerda, esa que se provoca cuando, según el Kepler novelado, «una nota concreta, en una cuerda concreta coincide con la frecuencia de resonancia de la madera y produce un aullido cacofónico muy parecido al aullido de un lobo».
En lo que se refiere al aspecto puramente formal, en la traducción se aprecia una prosa de detalle, pero funcional: cada frase informa y cada adjetivo añade matiz o precisión, de forma que el conjunto aparece elegante y armonioso.
Por último, la contextualización incrementa, a mi parecer, el valor de la obra por reflejar el color y el paisaje, el ambiente de la época y lugar en que se emplaza esta Fantasía histórica con espesos tintes de novela negra, calificación que no es mía, aunque convengo en ella, sino del propio autor, quien, a pie de colofón, nos explica qué hechos narrados son históricos y cuáles no, y qué personajes son inventados o se han distorsionado por licencia poética e interés dramático. Y esto, la explicación, tiene mucho interés para mí, porque aunque estoy de acuerdo con la tesis general de que la narrativa histórica no tiene la obligación de enseñar, tampoco tiene el derecho de engañar a quienes, como yo y todos cuantos no son conocedores de la época, podríamos llevarnos una falsa impresión y ser inducidos a error, porque toda lectura, quiérase o no, deja una impronta en el lector y este no tiene ―este sí que no― obligación de conocer previamente, ni de estudiar o comprobar después. No obstante, el propio Banville [o Black, no lo sé muy bien], preguntado en una ocasión sobre si era muy exhaustivo en el proceso de documentación para construir una novela histórica, contestó con meridiana claridad. «No soy ni pretendo ser historiador. La idea es poder hacer novela histórica con algunos detalles y hechos del momento en el que pasa la acción», dijo. Por eso, me parece tan de agradecer que balice el camino seguido en la invención para todos aquellos que no pensamos igual.
Recomiendo, en resumidas cuentas, su lectura sosegada y tranquila. Seguro estoy de que, por una u otra vía narrativa o por alguna de sus muchas facetas y cualidades, esta suerte de pavana tardorrenacentista y oscura dará cumplida satisfacción a la mayor parte de los lectores que se acerquen a ella. Y a alguno puede que les recuerde, además, rincones, personajes o caracteres de otras grandes historias como, por ejemplo, Opus Nigrum o Polaina de Piel. De modo lejano, eso sí. En todo caso, cocinen, a fuego lento o fuerte, su lectura según el propio gusto… y disfrútenla.
[Recién rematada esta reseña, me encuentro con una luctuosa noticia. Benjamin Black ha muerto. Banville ha confesado la autoría material del crimen en una entrevista publicada por un medio digital. Preguntado por el móvil y si este se debía a la pura envidia por el éxito literario de Black, su asesino lo ha negado de forma tajante. Banville despreciaba a Black, ha afirmado con rotundidad John, quien atribuye al primero la condición de artista y al segundo, el oficio de artesano. Por fortuna, la muerte de Benjamin Black es solo parcial y parece que vivirá, en exclusiva, para los lectores españoles o, al menos, en su geografía. De hecho, acaba de publicarse Quirke en San Sebastián. Tengo que hacerme con él].
Benjamin Black. Los lobos de Praga. Alfaguara. (2019) 277 pp