EL ENIGMA DE LA ILÍADA – Florence Wood & Kenneth Wood

dbl_2465«”¡Aquiles […] el más sublime de los aqueos! Eres más fuerte que yo y me superas no poco con la pica, pero quizá yo en juicio te aventajo mucho, porque tengo más edad que tú y sé más cosas” (19,216). Homero afirma aquí que la estrella personal de Odiseo, Arturo α Boötis (de magnitud -0,04), no es tan brillante y poderosa como la de Aquiles, Sirio α Canis Majoris (de magnitud -1,4), pero sí de mucha “más edad”, pues ha estado a la vista sobre el hemisferio norte desde tiempo inmemorial».

Historia de un hallazgo

Conviene, para entrar un poco en ambiente y asumiendo el mal gusto intrínseco en el hecho de hacer una reseña hablando del reseñador, explicar un poco cómo este libro llegó a mi poder, o cómo yo llegué al suyo, que quién sabe a qué lado se hallan en toda esta cuestión las fuerzas causales y las casuales. Allá va, y que los astros lo vean.

Lo localicé en un frío rincón de un estante de una estantería de una estancia de una librería que no suelo frecuentar. No suelo frecuentar el rincón ni el estante ni la estantería y ni siquiera la estancia, pero sí la librería. Tras ojear el interior (del libro, no de la librería ni del rincón ni del estante ni de…), me pareció curiosón y pintoresco, y además los autores se apellidaban igual que el autor del último libro que yo había reseñado: Wood. “Ante una señal cósmica me hallo”, pensé; pero el precio del ejemplar, rebajado aunque no tanto, me persuadió para que dejara dormitar a los Wood en el rincón del cual los había rescatado.

Como suele pasarme, y quién sabe si a causa de mi volubilidad congénita o de que algún astro se alineara con las lunas de Júpiter o algo así, al cabo de unos días volví a la librería para comprobar si esta vez mi interés era superior a mi indecisión. La cuestión de mi indecisión quedó sin decidir ya que el libro había desaparecido del rincón del estante de la estantería etc. etc., así que supuse que alguien con más peso específico que yo en el fluctuante mundo de las decisiones se lo habría llevado a su casa. Entonces entré en crisis, porque cuando uno piensa que siempre que quiera, podrá, está tranquilo, pero cuando sabe que ya nunca podrá aunque quiera, le crece el ansia en el pecho y la angustia en el cerebelo. Y me obligué a olvidar el libro, ya que el libro me había olvidado a mí.

Pasaron cerca de tres meses, y un día, tras no haber pisado en los treinta y dos anteriores la librería, volví. Y allí estaba. La librería, obviamente, pero también, y ya no tan obviamente, el libro de los Wood. No ya en el famoso rincón sino en otro lugar más recóndito e incógnito si cabe. Me dio por echar un vistazo a unos cuantos libros apilados y tras haber apartado todos los que tenía encima, allí, en último lugar y como sustento, soporte y garante de la estabilidad de los que le ocultaban y oprimían, estaba el libro. “Por poco los trees no me dejan ver el wood”, pensé con mi habitual y casposa chispa. Así que finalmente la decisión de resolver mi indecisión pudo culminarse; y como premio a ello sin duda, y sin duda también bajo la bendición de algún astro benigno o compasivo, resultó que el libro rebajado estaba ahora aún más rebajado. “El cosmos entero y todo lo que contiene quieren que este libro tenga un dueño digno de él”, pensé con autocomplacencia. Pagué con regocijo y me lo llevé entre piruetas y cabriolas.

Historia de una lectura

El libro se las trae, expresión esta que quiere decir ni más ni menos que el libro se las trae. El venerable matrimonio Wood (venerable porque en algún lugar mencionan que son jubilados) formado por Kenneth y Florence lo publicó en 1999 y con ello consumó, sobre todo ella, el deseo y el trabajo de Edna Leigh, madre de una y suegra del otro, quien pasó una buena parte de su vida dedicada a esta investigación Tras luengos años de estudio, Edna murió en 1961 sin llegar a terminar su trabajo y por tanto sin verlo publicado, de modo que su hija Florence por devoción a su madre, y su yerno Kenneth por imperativo legal (digo yo) decidieron continuar con la labor de madre y suegra respectivamente.  Recopilaron los papeles de Edna Leigh, la documentación recogida a lo largo de toda una vida, y continuaron su tarea hasta acabar con ella (con la tarea). ¿Y en qué consiste ese estudio? Pues en pocas palabras: la tesis de Edna Leigh, secundada por su hija y su yerno (y por poca gente más, todo hay que decirlo), afirma que el poema Ilíada del poeta Homero, al margen de que cuente unos sucesos, reales o ficticios, acaecidos durante el asedio de unos guerreros llamados aqueos a una ciudad llamada Troya, al margen de esto y de hecho trayéndole a Edna Leigh esta cuestión completamente sin cuidado, es una exposición, con fines preservativos (para preservar, vamos), de todo el conocimiento astronómico existente en los tiempos de Homero, conocimiento que por supuesto poseía el autor y que describe en sus versos. El poema es un tratado de astronomía homérica. Pues sí. Esto se merece como mínimo un punto y aparte.

Repitamos lo dicho: La Ilíada es un poema astronómico. Cosas más raras se han visto: me viene a la cabeza el De rerum natura de Lucrecio, del siglo I a.C., que es un poema filosófico (la mitad de extenso que el de Homero, ciertamente). Homer’s Secret Iliad, que así se titula el original de este original libro de los Wood, tiene un recorrido desigual, o al menos eso me ha ido pareciendo durante la lectura. Sus primeras decenas de páginas, hasta la sexta o séptima, son introductorias. Mientras las lee, el ingenuo lector que soy yo mismo no acaba de situarse: se le ha dicho que, en efecto, en la Ilíada está el conocimiento de los astros, de las constelaciones y del firmamento todo que un griego antiguo podía ver sobre su cabeza. Pero ¿cómo?, o sea, ¿cómo está eso metido ahí? Porque es cierto que en alguna que otra ocasión Homero menciona astros y constelaciones, y que muy a menudo habla del “cielo estrellado”, y que cada dos por tres cita a “la aurora de rosáceos dedos”, pero tan escaso parece esto que extraña que se diga que eso es todo lo que se sabía sobre el tema. Pero pasado el primer cuarto de páginas el libro se centra, se crece, se gusta a sí mismo y acaba con unos últimos capítulos apoteósicos. En cuanto al lector, también le pasa algo parecido, alegóricamente hablando al menos. Y es que la alegoría es la respuesta: el poema de Homero es una alegoría de su conocimiento astronómico.

De modo que alegría, que tenemos alegoría. La cosa sucedió así, según cuenta el tándem Florence & Kenneth: a la señora Edna Leigh se le ocurrió un día comparar la distribución geográfica de las ciudades aqueas de la bahía de Pagasas, al norte de la isla de Eubea y al sur de Tesalia, ciudades estas que Homero nombra en el famoso Catálogo de las Naves (canto II de la Ilíada), con la constelación de Pegaso, y el resultado fue que la forma de lo uno y lo otro coincidía. Y es que con imaginación y buena voluntad, añado yo, cualquier cosa puede coincidir con cualquier cosa. Luego pensó en buscar los hechos que le suceden en la Ilíada a Eumelo, jefe de los aqueos de Feras, ciudad de la citada bahía, y resultó que también coincidían con los rasgos propios de la constelación de Pegaso y de sus estrellas. ¿Y cómo puede coincidir un suceso, una acción, algo que le pasa a alguien o que alguien hace, con un rasgo propio de una estrella o de una constelación? Pues con imaginación y buena voluntad, ya digo, cómo si no. Y con esa receta Edna Leigh siguió buscando coincidencias entre el firmamento y la Ilíada: Micenas, la de la famosa Puerta de los Leones, no podía ser otra constelación que Leo, y su rey Agamenón no era otro que la estrella más brillante de la misma, Régulo, α Leonis para los entendidos. No solo encajaba el asunto leonino sino también la distribución geográfica de las ciudades nombradas en el Catálogo de las Naves con la de las estrellas de esa constelación, y los rasgos de Agamenón con los de la estrella Régulo. Armada con esta aguja de coser Edna Leigh cosió el reino de Pilos con la constelación del Auriga, el de Esparta con la de Escorpio, el de Salamina con la de Argo Navis, el de Ítaca con la del Boyero… Y también los troyanos encontraron su correlato celeste: Héctor y Paris coinciden con la constelación de Orión, Eneas con la de Virgo, etc. Así hasta los cuarenta y cinco regimientos, entre uno y otro bando, mencionados por Homero en el Catálogo naviero. Cuarenta y cinco regimientos, cuarenta y cinco constelaciones, que son exacta y casualmente las conocidas en esa época por aquellos pagos. Y de los setenta y tres personajes citados también por Homero en ese pasaje iliádico, todos ellos jefes o figuras destacadas de sus respectivos regimientos, los setenta y tres tuvieron su estrella particular: Agamenón es Régulo, como se ha dicho ya; Eneas es Espiga, Menelao es Antares, Odiseo es Arturo, Aquiles es Sirio, Paris es Betelgeuse, Héctor es Rigel… Es más: Edna Leigh se quedó en setenta y tres pero Florence siguió la identificación hasta llegar a casar, en todo el poema, seiscientos cincuenta guerreros con seiscientas cincuenta estrellas.

Para quien no lo haya entendido: cada constelación coincide con una región geográfica puesto que sus estrellas están colocadas en el cielo como las ciudades homéricas de dicha región lo están en la tierra; cada jefe coincide con la estrella más brillante de su constelación; y cada guerrero destacado por Homero coincide con alguna de las estrellas, también especialmente brillantes, de su constelación correspondiente. Y también las hazañas, mitos, etc. de esos guerreros se corresponden con los rasgos propios, con las características de las correspondientes estrellas o constelaciones. O sea que, digo yo, ¿entonces una estrella vale tanto para una ciudad como para un guerrero? Pues será que sí, qué hay de malo en ello, ya puestos. Pero el libro, como he dicho antes por ahí, a medida que avanza se crece y se gusta a sí mismo: no solo ciudades, no solo guerreros: también las mujeres homéricas son alegorías del firmamento, tal que así: Andrómaca, esposa de Héctor, perdió la pobre a seis hermanos y al padre a manos de Aquiles; por tanto es razonable buscarla por los alrededores de la constelación de Héctor, Orión, y la de Aquiles, Can Majoris. Y en efecto, por esa región celeste hay una constelación de ocho estrellas: la de la Liebre. Sus dos estrellas más brillantes serían Andrómaca y su padre, las otras seis los hermanos. Y otras dos estrellas más tenues que también están por allí serían su hijo Astianacte y su nodriza. Estrellas para todos, como en una tómbola. Y el libro sigue in crescendo: no solo ciudades y personajes son alegorías de estrellas y constelaciones; también el atrezo empleado por Homero lo es: los carros, las lanzas, los escudos, las armaduras… Y los regalos que se entregan en los juegos por el funeral de Patroclo, en el canto XXIII, también son estrellas. Y ¿qué son los dioses, en semejante escenario? Pues ¿qué han de ser sino planetas y similares? Hera es la Luna (¿qué son el cuarto creciente y el menguante más que los “níveos brazos” de la diosa, qué es la luna llena sino “Hera la de ojos de buey”?), Ares es Marte, Atenea es Júpiter, Afrodita es Venus, Posidón es Saturno, Apolo y Hermes son Mercurio… y Zeus es el cielo todo, obviamente. Espera un momento: y cuando Hera seduce a Zeus y se lo lleva al lecho, ¿eso qué es? Pues un eclipse de luna, claro. Ya digo, apoteósico.

Aparte de la coincidencia geográfica, de hombres, mujeres, etc., sucede que las estrellas y constelaciones se comportan (¿se comportan? sí, se comportan) tal y como Homero dice que se comportan sus alegóricos personajes en el poema. Pero seamos justos: todo esto, todas estas coincidencias, están debidamente argumentadas, no se basan (al menos no solo ni explícitamente) en la clarividencia de los autores y/o su madre/suegra.  ¿Y cómo por ventura acontece tal cosa? Hay reglas. Tres. Y son:

-La regla del rango: que una estrella brille más que otra indica que el personaje es de rango superior al otro. De “rango superior” quiere decir que Homero lo destaca, bien por ser un jefecillo o por llevar a cabo alguna hazaña.

– La regla de las heridas: si un personaje es herido en un ojo, en el vientre, en el pie, en la cabeza, etc., su estrella será la situada en el ojo, vientre, pie, cabeza, etc. de su constelación.

– La regla de la magnitud: un personaje nunca puede morir a manos de otro cuya estrella sea de menor magnitud que la suya. De verdad. Y funciona, en serio: en el poema Patroclo mata a Sarpedón, Héctor mata a Patroclo y Aquiles mata a Héctor; lo cual coincide con que la estrella Proción, de la constelación del Can Menor (Patroclo) brilla más que Pólux de la constelación Géminis (Sarpedón), Rigel de la constelación Orión (Héctor) más que Proción y Sirio, de la constelación Canis Majoris (Aquiles) más que Rigel. De hecho Sirio es la estrella más brillante del firmamento, como debe de ser puesto que Aquiles es el guerrero más invencible de todos.

En el poema todos los enfrentamientos entre unos y otros, las trayectorias de los proyectiles arrojados, lanzas y flechas, todo eso sirve para posicionar las estrellas y constelaciones en el firmamento, y por tanto para confeccionar un mapa celeste. Si Paris dispara una flecha a Macaón, uno mira al cielo estrellado y detectará una serie de estrellas que indican una línea de trayectoria entre las estrellas y constelaciones respectivas: Betelgeuse (α Orionis para los listos) en la constelación de Orión y β Ophiuchi en la constelación de Ofiuco. Las descripciones, acciones, vestuario y movimientos de Paris, Néstor, Odiseo, Diomedes o Aquiles aparecen en sus constelaciones y en las evoluciones de estas por el cielo. Aquiles persigue y mata a Héctor como la constelación del Canis Majoris persigue en el firmamento a la de Orión. Y así todo, y cuando digo todo es todo.

En fin, que acaba uno el libro y se queda con el mensaje siguiente: Homero escribió un poema sobre la inevitable precesión de los equinoccios. ¿Eh? ¿Y eso qué es? Pues no voy a explicarlo a estas alturas, léase quien quiera el libro y lo descubrirá (o en su defecto hágase con un manual de astronomía). ¿Pero en serio que Homero se inventó un poema épico sobre eso? A lo mejor solo pretendía preservar el conocimiento astronómico de su tiempo y no se le ocurrió manera más fácil y clara que hacer una alegoría de quince mil hexámetros en la que unos guerreros asedian una ciudad. En fin, que imaginación no le faltaba. O puede que a quien no le faltara fuera a Edna Leigh, que dedicó toda una vida a estas cosas. O puede que sea a mí a quien le falte. O puede que a fin de cuentas la imaginación no tenga nada que ver en este asunto. Y hablando de imaginación, ¿qué hay de la Odisea, también es alegórico y todo eso? Pues no sé pero los Wood tienen escrito un Homer’s Secret Odissey, así que…

Ahora cualquiera hace la reseña del libro…

Historia de un sueño

En la mitad del camino de mi vida, me encontré en una selva oscura porque había extraviado la buena senda. Con ojos cerrados y pies inmóviles, oí una voz que me sacaba del letargo y me decía: “¿duermes y me olvidas?”. Como el ánima de Patroclo a Aquiles, vino a mi encuentro en medio de aquella selva un hombre barbado y venerable, que sostenía un largo bastón en la diestra. “¿Quién eres?”, dije. “¿No reconoces a aquel que abandonó su vida de campesino en un villorrio cercano a Tebas a cambio de una vida de viajero; a aquel que aprendió el arte de la lectura y la escritura de un fenicio afincado en Eutresis; a aquel que escribió un poema inspirado en Megacles el peludo? ¿No reconoces a Meleso, hijo de Meleso?”. “Meleso, sí, claro. ¡Entonces tú eres Homero!”. “Así me llaman”. “¿Y por qué te me apareces, sabes acaso por qué estoy aquí, qué he perdido, en qué me he extraviado?”. “En el sentido de la vida”, contestó, “pues este no es más que el sentido que le das a lo que haces, y este el que le das a lo que lees”. “¿Entonces me he extraviado en mis lecturas?”, pregunté, y él me respondió: “no, sino en el sentido que le das a ellas”.

Meleso se sentó frente a mí y continuó hablando: “«No leas para contradecir y refutar, ni para creer y dar por descontado, ni para encontrar materia de charla y conversación, sino para sopesar y reflexionar». Dentro de dos mil quinientos años, o hace cuatrocientos, como prefieras, un escritor llamado Francis Bacon dirá, o dijo, esta sentencia; pero yo te la digo ahora porque es en esto en lo que te has extraviado”. “Pero eso yo ya lo sabía sin que nadie me lo dijera”, me defendí. “Pues mayor es tu falta en ese caso, porque sabiéndolo no lo aplicas. Vamos a ver: ¿con qué espíritu has leído ese libro que trata sobre mi poema?”. “Bueno”, balbuceé, “puede que mi actitud haya sido algo escéptica”. “Lo ha sido, en efecto”, me reprendió el buen Homero, “al leerlo y antes de leerlo. Quien tenga ojos que los abra y vea, y tú no los has abierto. ¿Por qué dices que mi poema no habla de astros y constelaciones? ¿Acaso no está escrito que «allí puso la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena; allí las estrellas que el cielo coronan, las Pléyades, las Híades, el robusto Orión y la Osa, llamada por sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en el mismo sitio, mira a Orión y es la única que deja de bañarse en el Océano»?”. “Sí”,contesté con timidez, “pero eso no es una alegoría y el libro dice que el poema entero lo es, que donde hablas de Aquiles te refieres a Sirio, y donde lo haces de Héctor, a Rigel, y donde…”. Pero Homero me interrumpió, como ausente, como sumido en un sueño más profundo que aquel en el que yo me hallaba, y prosiguió con su reprimenda: “¿Y acaso no está escrito que «el anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos vio venir a Aquiles por la llanura, tan resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos entre muchas estrellas durante la noche oscura y recibe el nombre de perro de Orión, el cual, con ser brillantísimo constituye una señal funesta, porque trae excesivo calor a los míseros mortales»? ¿Es así o no, pobre incrédulo?”. “Así es, alabado Homero, pero…”. ”¿Me hablas de alegoría? Yo te diré cuál es la auténtica alegoría”.

Homero, el buen Meleso, se removió en su asiento y siguió hablándome: “Te extraña que ese libro diga que mi poema es un tratado astronómico. ¿Por qué crees que el magnánimo rey Príamo le pregunta a Helena por el nombre de los jefes aqueos después de nueve años de guerra? ¿Crees que no los sabe? No, no es por las razones que dan esos que tú llamas historiadores, filólogos o helenistas; es para poder describir las constelaciones del cielo estrellado y poder compararlas en tamaño unas con otras. Esos eruditos, tristes mentes pensantes que dan vueltas alrededor de la misma rueda sin darse cuenta de que hay tantas ruedas como estrellas en el cielo, se devanan los sesos preguntándose cómo pude en mi poema hablar de cosas que existieron y de hechos que sucedieron cuatrocientos años antes de mi nacimiento. Ingenuos, ¡eso son minucias!, ¡si pudieran ver que de lo que en verdad hablo es de cosas que sucedieron en el firmamento hace milenios! ¿Qué crees que es el escudo de Aquiles sino un mapa celeste, con la que llamáis Vía Láctea y todas sus estrellas? Y ahora dime: ¿cuál piensas que es la razón de que yo cantara ese poema? ¿Para recordar las hazañas de los guerreros del pasado?”. Y yo contesté: “el libro dice que aparte de querer preservar toda la ciencia astronómica que atesoras, pretendías poner en evidencia la precesión de los equinoccios”. “¡Tonterías!”, rugió, “eso es lo que tú has entendido, pero no lo que dice el libro en realidad”. Con voz trémula le dije: “bueno, tal vez el libro sea tan alegórico como tu poema y por eso no he sabido captar bien su sentido”. “No seas sarcástico, pobre ingenuo. Cuando el divino Aquiles se retira de la lucha por la afrenta ignominiosa de Agamenón, pastor de hombres, no es él quien se retira del campo de batalla sino la estrella Sirio la que desaparece del firmamento. ¡Y eso sucedió según vuestra manera de medir el paso del tiempo, en el año ocho mil novecientos antes de vuestra era!” “En el… noveno milenio antes de Cristo?”, tartamudeé. “Y cuando”, prosiguió Homero, presa de un arrebato cuasi místico,”el caballo Janto, que tira del carro de Aquiles, habla a su amo antes de llevarle al encuentro con Héctor y le dice que algún día ha de morir, ¿de qué crees que le está hablando sino de que en el futuro Sirio desaparecerá de nuevo del cielo estrellado durante miles de años?”. Boquiabierto, asentí a lo que me decía mientras sus palabras seguían brotando incesantes del manantial de su boca. “Triste alma cándida que crees saber y no tienes remota idea de lo que hay ante tus ojos, tu espíritu no está sobrio sino que se halla ebrio de soberbia y tu mente también está ensoberbecida; ¿cómo, con qué coraza de arrogancia te revistes para atreverte a suponer qué es lo que mis versos dicen o no dicen? Permitiéndosete levantar la cabeza y mirar hacia arriba y contemplar el cielo estrellado, miras hacia abajo y no ves más que el suelo. Dime pues por fin: cuando en el poema una y otra vez se anuncia cuál será el fatídico destino de Ilión, la ventosa Troya, que no será otro que caer destruida víctima de la astucia y la furia de los aqueos de hermosas grebas, ¿qué crees, por todos los dioses que habitan el espacioso Olimpo, los que moran en el terrible Hades y los que viven sumergidos en el vinoso ponto, qué otra cosa crees, pobre infeliz, que significa la caída de Troya más que el declive e inexorable derrumbamiento de la gran Thuban, conocida por vosotros como la Estrella Polar?”

Ante esa revelación no pude ya mantener por más tiempo mis ojos cerrados, pues así habían permanecido todo el tiempo, y los abrí. Y al abrirlos todo se desvaneció, la selva en la que me hallaba se esfumó y Homero con ella. Y yo me encontré tan perdido como al principio.

Historia de una reseña

Hace poco fui en busca de Sirio. No en las mejores condiciones en que dicha búsqueda debería realizarse pero en las circunstancias en que me encontraba, hice lo que pude. Era la medianoche y estaba acompañado de otras personas, seres desconocidos entre los que sin duda no habría ninguno que tuviera en mente lo mismo que yo: Sirio, Homero, los Wood, el cielo estrellado… Ascendimos casi ochenta metros en pocos segundos, y en el minuto y medio siguiente bajamos, volvimos a subir, a bajar de nuevo, y así varias veces. Entretanto intenté localizar en el firmamento el Canis Majoris, Orión, el Boyero… Busqué también la estrella polar pero me fue imposible encontrarla. En medio del griterío que me envolvía yo permanecía en silencio girando la cabeza a izquierda y derecha tratando de ver, como me dijo Meleso; con los ojos bien abiertos miré hacia arriba en lugar de hacia abajo, pero no pude ver nada. No eran las mejores circunstancias, seguramente, pero al menos lo intenté. Y no pude evitar pensar que quizá aquellas circunstancias no dejaban de ser una alegoría del poema de Homero, poema en el que tampoco había sido yo capaz de encontrar una mísera estrella.

Supongo que Homero/Meleso tenía razón (los clásicos siempre la tienen y si son griegos, más aún), así que tomé la decisión de volver a mis humildes orígenes conceptuales, tratar de hacer tabula rasa antes de abordar un libro, no empezar a leer partiendo de ideas preconcebidas, etc. Decidí también que sería mejor no hacer reseña del libro woodiano; después de la bronca que me había echado el poeta, que había venido desde vete a saber dónde para colárseme en la mollera y sacudir de ella mis prejuicios -o instalar en ella otros, que aún no lo tengo claro-, solo faltaría que desde el Hades viniera también a visitarme el ánima ofendida de la Sra. Edna Leigh y entonces sí que me iba yo a comer con patatas mis opiniones sobre su libro. Un libro que me había hecho reaccionar inconscientemente contra aquellos orígenes conceptuales míos, y es que quizá su principal mérito sea ese mismo: el de poner a prueba al lector y ver hasta qué punto es capaz de hacer bueno lo que dijo Blaise Pascal: “muy débil es la razón si no llega a comprender que hay muchas cosas que la sobrepasan”. De todos modos, y al margen de todas las incertidumbres en que me sumió su lectura, al menos hay una cosa que tengo más clara que antes: si tanto se fijó el buen Homero en el cielo y las estrellas, digo yo que de ciego tendría poco…

 

También te podría gustar...

Descripción general de privacidad

Este sitio web utiliza cookies para que podamos brindarle la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en su navegador y realiza funciones como reconocerlo cuando regresa a nuestro sitio web y ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones del sitio web le resultan más interesantes y útiles.